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¡Ay de aquel hombre!

La globalización, ese monstruo que nos tiene a todos atrapados en sus fauces insaciables, tiene la virtud (¡vaya virtud!) de esconder en sus intrincados laberintos sociales a los verdaderos culpables de la situación que vive el mundo de hoy. Y lo logra con tal maestría, que nadie puede señalar a nadie y así, aquellos que —tomando las palabras de Jesús— deberían ser echados a lo profundo del mar con una piedra de molino de asno colgando del cuello, siguen tan campantes haciendo de las suyas.
EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 13 DE SEPTIEMBRE DE 2008 22:00 h

Hace unos años, un equipo de abogados de un país latinoamericano viajó a un país primermundista a exponer ante determinada compañía transnacional las quejas de sus representados por los daños físicos que les había provocado el uso de determinado producto agroquímico (esterilidad a los varones y nacimiento de niños malformados a las mujeres). Llegaron a la ciudad donde esta empresa tenía su sede y se encontraron con un edificio imponente cuyas puertas se accionaban electrónicamente. Lograron pasar dos, la de la calle y la que les daba acceso a los ascensores, pero desde allí, el sistema no los dejó seguir. Después de buscar infructuosamente a alguna persona, optaron por retirarse, volver al aeropuerto, tomar un avión de regreso a su país y olvidarse de la misión que se les había encomendado.

La crisis mundial que se vive en estos días ha tenido, sin duda, sus ejecutores primarios y, luego, los que trabajan bajo sus órdenes. Pero mientras más extendido está el daño —y conviene que el daño esté lo más extendido posible—, más difícil resulta ubicar a los responsables. Quizás no para someterlos a juicio sino apenas para identificarlos. Para verles la cara. Conocerlos. Y comprobar que son tan mortales como nosotros. Solo que tienen poder. El poder que da el dinero.

Muchos creyentes aceptan mansamente este estado de cosas argumentando que la Biblia ha predicho tales catástrofes y que en sus mensajes escatológicos ha hecho claro que el mundo irá de mal en peor; por lo tanto, ¿a qué preocuparse? Pero aún por sobre este criterio conformista, la sentencia de Cristo mantiene su vigencia: «¡Ay del mundo por los tropiezos! Porque es necesario que vengan tropiezos, pero ¡ay de aquel hombre por quien viene el tropiezo» (Mateo 18:7).

Quizás un conocedor de los idiomas originales diga que la referencia a «aquel hombre» no sea más que un accidente de traducción. Sin embargo, para quienes leemos con mayor simpleza el texto bíblico no deja de llamarnos la atención que se hable de «aquel hombre». Y sea que estemos o no exegéticamente en lo correcto, nos sentimos tentados a buscar o a identificar a aquel hombre. El evangelista Lucas (17:1) repite el mismo acercamiento: «Dijo Jesús a sus discípulos: Imposible es que no vengan tropiezos; mas ¡ay de aquel por quien vienen!» (énfasis del autor.)

En todas las épocas de la historia ha existido «aquel hombre». Hoy lo tenemos entre nosotros. Lo conocemos hasta por nombre. Podemos seguir su trayectoria y ver lo que hace a través de los reportes de la prensa mundial que está a su servicio. Sin embargo, no nos atrevemos a denunciarlo por temor a que nos caiga encima todo el establishment que lo protege. Se amenaza para que quienes intenten alzar la voz, no lo hagan. Se ha implantado urbi et orbi la política del miedo. Nadie dice nada. Unos por estar de alguna manera comprometidos con él; otros, por saberse blanco fácil de los ataques letales de sus defensores.

Protegidos por el manto aparentemente impenetrable de la globalización, los «aquel hombre» parecen sentirse seguros. El poder político y económico que han alcanzado les hace ubicarse, engañosamente, por sobre cualquier temor de que en algún momento alguien les pedirá cuenta y tendrán que responder por el daño que les hicieron a tantos. Y que, de ninguna manera podrían correr el riesgo de verse sumergidos —literal o metafóricamente— en un mar de dolor del cual no podrían salir a menos que pudieran quitarse del cuello aquella pesadísima piedra de molino de asno usada por Jesús en su figura.

Cuando el Maestro dice las palabras que los evangelistas recogen en los versículos señalados, pareciera estar pensando en plantear una especie de defensa de los débiles, los indefensos, los que no tienen voz ni altavoces para hacer oír sus quejas.
A esos quejosos silenciosos los vemos hoy en día, impotentes, deambulando de aquí para allá y de allá para acá golpeando puertas que no se abren. Incluso es muy posible que nosotros mismos marchemos junto a ellos en las manifestaciones silentes a las que nos tiene acostumbrados el sistema.

Protestar callados. Que nadie se dé cuenta. Y si preferimos encerrarnos en nuestras casas a llorar nuestra impotencia, tanto mejor.

La gasolina en el mundo sigue subiendo. Imposible identificar a «aquel hombre» que ha generado este problema. Se están terminando los productos agrícolas que se reproducen mediante semillas y pronto habrá que conseguirlas (las semillas) de ciertas compañías transnacionales que tendrán el monopolio de su venta en el mundo. ¿Cómo ubicar a quienes dirigen estas compañías gigantes si se pertrechan en edificios herméticamente cerrados a visitantes indeseados? Se fabrican automóviles movidos por electricidad con generadores autorrecargables y que podrían ser abastecidos de poder, además, en el propio tomacorrientes de la casa, pero de pronto desaparecen del mercado y no se vuelve a oír de ellos. ¿A quién preguntarle las razones que se tuvieron para sacar del mercado esos vehículos que podrían ser la solución para el transporte de millones a lo ancho y largo del planeta? ¡No hay a quién preguntarle! ¡No hay responsables! ¡Las puertas permanecen cerradas y no hay quien las abra, a lo menos por ahora!

Se destruye la selva del matto grosso talando indiscriminadamente miles y millones de árboles y se echa la culpa a unos pobres aborígenes que hacen quemas controladas para poder sembrar su yuca y su malanga. Se provoca el deshielo tanto en el Polo Norte como en el Polo Sur y todos nos preguntamos a qué se debe. Y la respuesta, ingenua y maliciosa es: al recalentamiento global. Como si este fenómeno se diera por generación espontánea sin que la mano de «aquel hombre» tenga algo que ver con el asunto. Y nos dicen que nosotros somos los culpables por usar un desodorante con aerosol. Y nosotros, sospechando que esa es la causa, empezamos a usar desodorante tipo roll-on. Pero el problema no solo se mantiene sino que se agrava. Y nosotros, por si acaso, seguimos con el roll-on.

Y de todo este río revuelto se aprovechan los tiburones grandes y los tiburones chicos, todos, tratanto de comerse al más débil. Hace poco empezó a aparecer en la televisión hispana del Sur de la Florida un anuncio que si no fuera un botón de muestra del caos en que vivimos, nos causaría risa. Aparece un hombre con una sonrisita angelical y cara de tipo honrado invitando a todos los que tienen oro, piedras preciosas y joyas de valor a que las manden por correo a cierto lugar en los Estados Unidos que a vuelta de correo les mandarán el valor correspondiente en dinero efectivo. Y seguramente habrá ingenuos que mandan su oro y sus joyas porque el anuncio sigue apareciendo.

En mi correo electrónico aparecen diariamente cientos de mensajes de «sacrificados voluntarios» que se ofrecen a arreglar el problema de deudas que se supone tiene un número cada día mayor de gente en este país. De nuevo, en río revuelto «aquel hombre» gusta pescar.

Hoy más que nunca antes se ha perdido la noción de que de todo tendremos que dar cuenta. «Aquel hombre» que no conocen a Dios en forma personal y directa y por ende no se rige por los principios bíblicos, puede darse el lujo de ignorar las implicaciones de la ley de siembra y cosecha («No os engañéis; Dios no puede ser burlado: pues todo lo que el hombre sembrare, eso también segará» Gálatas 6:7). Lo cual no significa que en algún momento no vaya a tener que asumir su responsabilidad por lo que hizo con el poder que la vida le otorgó. Pero «aquel hombre» que dice creer en Dios. Y en Cristo. Y pretende regirse por los principios bíblicos ha aprendido a manipular las Escrituras de tal manera que es tanto o más responsables que aquéllos otros.

Por eso es que Jesucristo, a través de su Espíritu habla mediante el ángel y este mediante Juan para decirnos: «Salid de ella, pueblo mío, para que no seáis partícipes de sus pecados, ni recibáis parte de sus plagas; porque sus pecados han llegado hasta el cielo, y Dios se ha acordado de sus maldades» (Apoc. 18:4-5).

A «aquel hombre», que insiste en mantenerse dentro de ella (de la gran Babilonia), definitivamente, no le esperan días muy buenos. Mejor le sería salir de en medio de ella, quién sabe si todavía hay esperanza para él.
 

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