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Inteligencia en el cosmos

Una de las empresas más arduas del evolucionismo materialista ha sido siempre la de convencer a la sociedad de que las evidentes huellas de diseño que se aprecian en la naturaleza no son más que pura apariencia. Darwin fue el primero en afirmar tal paradoja y después de él han sido legión los cantores que se han apuntado a su coro del no-diseño.
CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz Suárez 06 DE SEPTIEMBRE DE 2008 22:00 h

Una de las últimas voces en arribar a tal agrupación de divos, tararea lo siguiente: “La evolución biológica que nos ha conducido a ser como somos no es una obra de ingeniería intencional, sino el resultado inconsciente de factores aleatorios y fuerzas naturales. Sin embargo, la presión selectiva del ambiente ha conducido al desarrollo y pervivencia de numerosos rasgos adaptativos de los organismos, rasgos comparables funcionalmente a los que resultan del diseño consciente de los ingenieros” (MOSTERíN, J. 2001, Ciencia viva. Reflexiones sobre la aventura intelectual de nuestro tiempo, Espasa, Madrid, p. 20).

Según esta opinión, habría diseño pero sin proyecto, sin intención, sin ingeniero previo; se trataría de un diseño aparente del que sólo cabría responsabilizar al caos, a las fuerzas de la naturaleza o al azar ciego, pero nunca jamás a una mente omnisciente como la de Dios. Esto es lo que se ha venido asumiendo generalmente durante más de cien años por parte de bastantes pensadores, hombres de ciencia y público en general. La idea que predominaba hasta hoy en el estamento científico era que aunque parecemos diseñados, en realidad, no seríamos fruto de ningún diseño racional o intencionado. Por tanto, la fe en el Creador debería sustituirse por la fe en la naturaleza y así, del teísmo se habría pasado progresivamente al naturalismo.

Esto se hace patente, por ejemplo, en las declaraciones del famoso físico y matemático inglés, Paul Davies, quien unas veces parece hacer guiños al diseño inteligente, mientras que otras lo rechaza abiertamente. El capítulo trece de su best-séller, Dios y la nueva física, termina con las siguientes palabras: “ [...], la aparentemente milagrosa concurrencia de valores numéricos que la naturaleza ha asignado a sus constantes fundamentales sigue siendo el indicio más importante de la existencia de un proyecto cósmico” (Davies, 1988: 226). Sin embargo, en otras páginas se puede leer: “Nuestra conclusión debe ser que no sólo no hay pruebas científicas positivas en favor de un diseñador y creador del orden cósmico (en el sentido de la entropía negativa), sino que existen grandes esperanzas de que las actuales teorías de la física proporcionen una explicación perfectamente plausible de estos temas” (222). Y algo todavía más sorprendente: “Puede parecer extraño, pero, en mi opinión, la ciencia ofrece un camino más seguro hacia Dios que la religión. Correcta o equivocadamente, el hecho de que la ciencia haya avanzado en realidad hasta el punto de que puede abordar seriamente cuestiones consideradas con anterioridad como religiosas, indica por sí mismo las posibles consecuencias trascendentales de la nueva física” (VII).

¿En qué quedamos? ¿Se acepta o no se acepta la existencia del Creador? En el fondo, el Dios al que se refiere Davies es la propia naturaleza. Unas veces confiesa su convicción de que “hay más en el mundo que lo que se muestra ante nuestros ojos”, pero otras argumenta que si se admite a Dios como causa primera de todo, ¿por qué no admitir que el universo se causó a sí mismo sin necesidad del Creador? ¿Acaso no se necesita la misma credulidad en ambos casos?

De manera que, según él, Dios sería la física impersonal, una realidad natural pero no sobrenatural, sin voluntad, plan cósmico o moralidad alguna. Su fe sería, en el fondo, la del panteísmo evolucionista, según la cual Dios se realiza a sí mismo mediante el devenir del universo, pero no la fe bíblica en el Dios personal que existe fuera del cosmos. Como él, muchos científicos y pensadores actuales reconocen las evidencias de diseño que hay en el universo, pero las atribuyen a la labor misteriosa de la diosa Naturaleza.

Sin embargo, el panteísmo ha incurrido siempre en graves contradicciones. ¿Qué clase de Dios es ese que se realiza y cambia constantemente con el mundo? ¿No es una cualidad divina la inmutabilidad y la permanencia? ¿Acaso no es su esencia la simplicidad y no la pluralidad propia del universo? ¿Dónde queda la libertad de un Dios que es prisionero de su creación y va creciendo a medida que ésta se desarrolla? Y si Dios no es libre, ¿puede serlo el ser humano?

Si se le roba al hombre la libertad se le quita también su responsabilidad y la diferencia entre el bien y el mal queda destruida. El panteísmo socava los fundamentos de la moral y al no distinguir adecuadamente entre Dios y el hombre, atenta también contra las bases de la fe cristiana. ¿Por qué habría que amar al prójimo como a uno mismo y preocuparse por la situación social, si no es posible cambiar su destino determinado en el plan cósmico panteísta?

No obstante, la evidencia de la conciencia humana contradice la fe panteísta que propone el señor Davies. El sentido común nos sugiere que si no fuésemos seres independientes no seríamos tampoco capaces de tener conciencia ninguna del yo. Cada uno de nosotros se sabe, en los más íntimo de su ser, distinto y muy diferente de Dios, así como del resto de la creación. Ésta es inmanente, es decir, sujeta a la experiencia de nuestros sentidos materiales, pero el Creador es trascendente ya que supera dicha experiencia. A Dios no se le puede ver con los ojos o con el telescopio, ni medir con el sistema métrico o investigar en el laboratorio porque su esencia trasciende la realidad creada. Pues bien, esto nos lleva a creer que lo inmanente no puede ser causa de sí mismo, sino que requiere de la existencia previa de un ser trascendente que lo haya originado. Un Creador incausado que sea la causa primera de todo. Estamos convencidos de que este argumento es mucho más sólido que el de suponer que la naturaleza se haya hecho a sí misma a partir de la nada.

Otros prefieren crear a E.T. (el famoso extraterrestre de Hollywood) que creer en Dios. Apuestan ansiosamente por la búsqueda de inteligencia extraterrestre para explicar el origen de la vida en la Tierra, negándose así a la posibilidad de lo divino y trascendente. Se llega incluso a decir que quizás en algún lejano y desconocido planeta de alguna remota galaxia, la vida habría podido surgir por azar con mucha más facilidad que en el nuestro y haber evolucionado, según la teoría gradualista de Darwin, mediante la existencia de fósiles intermedios que estarían enterrados en los estratos rocosos de tan misterioso e hipotético planeta (SAMPEDRO, J. 2002, Deconstruyendo a Darwin, Crítica, Barcelona). Y una vez alcanzada la inteligencia necesaria para abandonar dicho mundo y volar al nuestro, los gérmenes vitales habrían sido plantados aquí, mediante una “panspermia dirigida” por “etes” superinteligentes.

Aunque parezca mentira, esta increíble hipótesis no fue propuesta por ningún novelista imaginativo, sino por uno de los descubridores de la doble hélice del ADN en 1981, el prestigioso premio Nobel, Francis Crick. Después de él otros científicos relevantes han adoptado su misma idea. Si Darwin quiso matar a Dios, algunos de sus descendientes pretenden ahora resucitar a E.T. Esto recuerda a aquel becerro de oro mediante el que los hebreos querían sustituir a Dios, aprovechando la ausencia de Moisés, ante la falda del monte Sinaí. Pero lo cierto es que tales salidas de tono, de quienes son incapaces de aceptar la evidencia, no pueden demostrar que el diseño sea sólo aparente.

Los últimos descubrimientos científicos ponen patas arriba dichas ideas naturalistas y nos obligan a fijarnos de nuevo en los antiguos argumentos acerca del diseño de la materia y los seres vivos. La teoría de la relatividad de Einstein, la mecánica cuántica, la revelación de la estructura helicoidal del ADN así como de los mecanismos de la herencia o la complejidad de los genes, los sorprendentes hallazgos bioquímicos en el interior de las células y la gran revolución del mundo de la informática, han confluido para que muchos investigadores vuelvan a hablar en nuestros días sobre un tema que ya parecía descartado, el diseño del universo y la vida. Hasta los propios biólogos ateos se refieren hoy a la universalidad del “diseño genético” que se aprecia en los animales. Y es que el lenguaje les traiciona, pues hablan con toda naturalidad de diseño, sin aceptar la existencia de una mente diseñadora.

El elevado contenido de información y complejidad que hay en cada célula viva, en el lenguaje de sus ácidos nucleicos, así como en las miles de proteínas y las precisas interrelaciones que se dan entre ellas, es algo real que no puede explicarse recurriendo a la casualidad. Todos los ambientes naturales que se han estudiado, o imaginado en el laboratorio, han demostrado ser inadecuados para crear vida o para generar información compleja. Los intentos por probar que el orden puede salir del desorden, como consecuencia de las solas leyes naturales, han fracasado estrepitosamente. La genética moderna ha comprobado que muchos genes actuales con idénticas funciones, tanto en el ser humano como en moscas o ratones, ya existían tan complejos como los actuales en los primeros seres vivos y no han cambiado con el transcurso del tiempo.

Evidencias como estas son las que han hecho cambiar la manera de pensar de muchos científicos y filósofos contemporáneos. La duda ha empezado a hacer mella en la conciencia de investigadores tradicionalmente agnósticos. Si antes se creía que el azar y la necesidad eran suficientes para explicar el origen de la vida en la Tierra, es cada vez mayor el número de quienes afirman que los nuevos hallazgos de la ciencia demandan causas inteligentes.

Hoy ya no se puede ignorar esta realidad. Igual que no es razonable concebir la escultura de David, sin pensar inmediatamente en Miguel Angel, o un programa de diseño por computadora de la compañía Macintosh, sin suponer detrás un equipo de expertos informáticos, tampoco es sensato contemplar el orden y la complejidad del universo sin ver en todo ello la acción de un agente inteligente.
 

 


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