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CUCI: las siglas del dolor

Desde que tengo memoria y hasta los veinticinco años de edad disfruté de tal calma hogareña que empecé a entrar en sospechas de que fuéramos, en realidad, hijos de Dios (dentro del concepto de hijos por redención, quiero decir). Porque se nos decía a cada rato que Dios somete a prueba a sus hijos, que la vida está plagada de sufrimientos muchos de los cuales responden al deseo de Dios de perfeccionarnos y que cuando Dios manda este o este otro dolor, manda también el alivio.
EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 19 DE JULIO DE 2008 22:00 h

Las sospechas vinieron porque hasta entonces, la vida en casa había sido una taza de leche. Buena salud, finanzas modestas pero manejables, actividad incesante en la iglesia, una madre preocupada de su esposo, sus hijos y su hogar y un padre responsable en su trabajo y en traer a casa semanalmente el dinero necesario para el sustento familiar. Ni mucho que sobrara ni poco que faltara. Buenas amistades. Miel sobre hojuelas.

Las enfermedades y las desgracias caían por otros lados pero no por el nuestro. «¿Qué pasará con nosotros?» me preguntaba, intrigado. «¿Por qué no nos ocurre nada? ¿Será que Dios no nos ama por lo cual no nos castiga?» Porque aquel versículo de Proverbios 3:12, «El Señor al que ama castiga, como el padre al hijo a quien quiere» siempre se ha usado como justificativo de los males que se nos vienen encima.

Hasta que un día nos cayó el primer golpe que nos dejó tambaleando. Al primogénito de la casa, mi hermano mayor, se le diagnosticaba nefritis crónica y el médico que lo atendía, con la misma calma con que cualquier hijo de vecino se sirve un vaso de agua, nos dijo que nos lo lleváramos para la casa (estaba en el hospital) porque se le daba una semana de vida. Y a la semana exacta, murió. Tenía 29 años y, por supuesto, toda una vida por delante. Si no se tratara de una mentira, diría que ¡por fin! me sentí mejor. ¡Dios se acordaba de nosotros y empezaba a castigarnos, lo cual demostraba que nos amaba, según el proverbio citado más arriba!

Pasaron los años y, poco a poco, los recuerdos de nuestro hermano se fueron diluyendo en las nebulosas del pasado (aunque, por supuesto, nunca se olvidarán del todo). De nuevo volvieron los días apacibles y otra vez empezamos a esperar el próximo golpe. Este vino trece años más tarde, cuando mi padre, de 73 años, cayó abatido por una enfermedad que lo había venido acosando desde hacía tiempo. ¿De nuevo satisfacción porque Dios nos estaba castigando como el padre al hijo a quien ama? Lo siento, pero lejos de eso. Lloré a mi padre, y lo sigo llorando, con la misma amargura con que había llorado y aún lloro la ausencia de mi hermano. O la de mi madre, que también está ya con el Señor.

Ahora, desde el año 2004 para acá, nos ha caído encima una avalancha de «castigos divinos» que casi podría decir que más que castigos por amor, parecieran una serie de castigos por odio. Primero fue nuestro nietito Iván de 9 años a quien en noviembre de 2004 le diagnosticaron cáncer linfático. Pasó un año luchando con quimios y radioterapias, pinchazos por todos lados, visitas casi semanales al médico y medicamentos de la más variada laya. Se recuperó, gracias a la medicina pero por sobre todo, gracias a la bondad de Dios quien dio respuesta categórica a las oraciones de cientos de personas, algunas ni siquiera conocidas. Luego vine yo mismo, que en marzo de 2005 tuve que someterme a una cirugía mayor para bloquearle el camino a una displasia que amenazaba con convertirse en un cáncer esofágico. Tres años después, el 4 de marzo de 2008, mi esposa se cae en la casa y se rompe una pierna en dos partes. Cinco meses después, cuando todavía está lejos de recuperar el uso normal de esa extremidad, nuestro hijo menor irrumpe víctima de colitis ulcerosa crónica inespecífica, CUCI con un nivel de hemoglobina peligrosamente bajo, 7.5 (lo normal es más de 12). Ha estado entrando y saliendo del hospital y recibiendo transfusiones, una tras otra; insulina, esteroides, hierro y sometiéndose a una dieta rigurosa.

¿Por qué tanta desgracia junta? ¿Será que Dios nos está castigando, que nos quiere demasiado o que ya no nos quiere?

Como siempre ocurre, desde los tiempos de Job para no ir más atrás, tenemos la tendencia de buscar la causa de los males que nos aquejan. Los amigos de Job («con amigos así para qué enemigos») se reproducen por generación espontánea hasta el día de hoy. Nosotros mismos somos los primeros en empezar a buscar las causas. Luego están algunos de nuestros amigos (no todos), algunos de nuestros hermanos (no todos). Y claro, los enemigos, si es que los tenemos. «Algo raro tiene que haber en todo esto» dicen por ahí, sentenciosos. «Reniega de Dios y muérete de una vez» azuzan otros imitando a la mujer de Job. «Dios te ha castigado menos de lo que tu iniquidad merece» diría alguien de más allá trayendo a colación las palabras de Zofar (Job 11:6c). «¡Para de sufrir!» te grita desde lejos un tipo que habla con acento extranjero mientras lanza dentro de una cubeta con aceite santo(?) tarjetas con nombres de gente que quiere alcanzar la felicidad por las vías que allí les señalan y que, a diferencia del aceite, no se saben tan santas. Por ahí aparece el hermanito de buena fe que te quiere enseñar a vivir la vida cristiana de modo de no sufrir enfermedades, ni accidentes ni dolores. Y te ofrece una serie de recetas que a él le han dado resultado y le seguirán dando hasta que le caiga encima la primera prueba grande porque de las chicas estamos llenos todos los días. Cuando esto ocurra, es posible que la fórmula no le parezca tan infalible; pero a no preocuparse porque aparecerá otro creyente, de igual buena fe que él que le dirá que la vida cristiana no se vive así sino asá; que su falla ha estado en este punto o en este otro y que para dejar de sufrir hay que hacer lo de aquí y lo de más allá.

¿Por qué nos vienen las enfermedades precisamente a nosotros y no a otros? ¿Por qué tenemos que ser nosotros los que suframos mientras vemos a los demás viviendo felices? ¿Serán tan felices los demás como parecieran? ¿O será que algunos tienen la capacidad de encubrir sus molestias para dar la idea de que todo va bien con ellos. Un día en que varios jóvenes dormían en el mismo cuarto, a uno se le ocurrió ponerle a otro debajo de la cabecera un gran martillo. La idea era que cuando se diera cuenta y lo quitara, todos rieran. Pero para no darles ese placer, el muchacho prefirió pasar toda la noche durmiendo con el martillo debajo de la cabecera.

¿Habrá algo que podamos aprender de los sufrimientos, las enfermedades o los accidentes? Seguramente que sí. Una es que ningún ser humano puede eximirse del dolor. «El Hijo de Dios sufrió hasta morir, no para que los hombres no sufrieran, sino para que sus sufrimientos pudieran ser como los suyos» (cita que hace Lewis de George MacDonald en El problema del dolor). Otra es que no es cuestión de no sufrir sino hasta dónde permitimos que el dolor impida el consuelo de Dios. Otra podría ser que en lugar de buscar las causas, busquemos el beneficio que podemos obtener de la prueba. (Como he dicho, un poco en serio y un poco en broma, una de las cosas lindas que nos ha dado Dios en el caso del accidente de mi esposa es que por primera vez en cincuenta años he tenido la dicha de servirle yo a ella en lugar de ella a mí. Y, cuando lo ha necesitado, ofrecerle un brazo no tan fuerte, es cierto, pero brazo al fin, donde afirmarse.)

Pero quizás el beneficio más notable es que se hace efectivo el dicho del apóstol Pablo en 1 Corintios 12:26: «De manera que si un miembro [del cuerpo] padece, todos los miembros se duelen con él, y si un miembro recibe honra, todos los miembros con él se gozan». A lo largo de nuestra vida hemos participado en muchas cadenas transcontinentales de oración. Hemos visto sanidades y hemos visto cómo se han ido personas que queríamos que vivieran. ¿Oraciones contestadas sí y oraciones contestadas no? ¡Todas contestadas sí! Hoy somos nosotros los beneficiarios. Hermanos y amigos sinceros, evangélicos y católicos, nos escriben para decirnos que están orando/rezando por nosotros. Algunos a la distancia de miles de kilómetros oran por teléfono. Alguien me dijo, hace de esto apenas un rato: «Cuando vuelvo de mi trabajo a la casa, paso todos los días a la iglesia a rezar por Kenny». ¡Bendito sea el Señor! Si esto; es decir, ver a los amigos y hermanos doliéndose con el que padece no es un beneficio para la fe del creyente, que alguien me diga entonces qué es.

C.S. Lewis, en su libro El problema del dolor escribió en el prefacio: «Cuando el señor Ashley Sampson me sugirió que escribiera este libro, pedí que se me permitiera hacerlo en forma anónima; pues si decía lo que realmente pensaba acerca del dolor, me vería obligado a hacer afirmaciones que suponen tal fortaleza, que resultarían ridículas si se supiera de quién provenían. Mi petición fue rechazada... sin embargo, se me señaló que podría escribir un prólogo explicando que en la práctica, yo no era capaz de vivir de acuerdo a mis principios; y así, ahora me encuentro abocado a esta empresa fascinante. Debo confesar de inmediato, usando las palabras de Walter Hilton, que a lo largo de estas páginas "estoy tan lejos de sentir realmente lo que digo, que no me queda más que ansiarlo fervientemente y clamar por misericordia". Sin embargo, y precisamente por eso, hay algo que no se me puede reprochar; nadie puede decir, "¡Se burla de las llagas el que nunca recibió una herida!" ya que jamás, ni por un instante, me he encontrado en un estado de ánimo en que, el solo imaginarme un sufrimiento serio, me pareciera algo menos que intolerable. Si existe un hombre que esté a salvo del peligro de menospreciar a este adversario... ese hombre soy yo. Debo agregar, también, que la única finalidad de este libro es resolver el problema intelectual que surge ante el sufrimiento. Jamás he caído en la insensatez de considerarme calificado para la tarea superior de educar en fortaleza y paciencia, ni tengo nada que ofrecer a mis lectores, aparte del convencimiento de que —al vernos enfrentados al dolor— un poco de valentía ayuda más que mucho conocimiento; un poco de comprensión, más que mucha valentía, y el más leve indicio del amor de Dios, más que todo lo demás.
 

 


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