Crepuscular, azul, solemne, un himno para acompañar pisadas solitarias en las horas del alba o de la madrugada. Leonard Cohen (1934) compuso en 1984 “Hallelujah”.
Aunque el poeta canadiense no lo sabía, esa canción estaba predestinada a envolver la figura frágil –y crepuscular y azul, claro– del californiano Jeff Buckley.
A sus 74 años, Cohen sigue en activo –esta misma semana será cabeza de cartel en el Festival Internacional de Benicàssim (FIB)– con una discografía inmensa, en todos los sentidos, a sus espaldas. Buckley, en cambio, legó al mundo un solo trabajo, pero uno de los álbumes más preciosos, apabullantes, tortuosos y delicados que haya escuchado jamás, Grace (1994). Tres años después, Buckley y un amigo se encontraban escuchando a Led Zeppelin a la orilla del río Wolf, en Memphis, y como un nuevo Tom Sawyer en el Mississipi de los barcos a vapor, Jeff decidió entrar en el agua. Lo hizo vestido y andando lentamente. Fue el último viaje de un crooner angelical, de un alma que había moldeado con esmero de artesano una obra perfecta, atemporal, uno de los grandes discos de debut de la historia de la música, capaz de trenzar con una sensibilidad exquisita retazos a medio camino entre el rock, el folk y el country, aunque aún no ha nacido el valiente capaz de clasificar el disco en su cubeta correcta.
Jeff tenía 30 años. Hijo del también músico Tim Buckley –desaparecido, también muy joven, en 1975, y al que Jeff tan solo vio una vez en su vida– se dio a conocer en público, precisamente, en un concierto de tributo a Tim. Jeff reconoció el carácter casi redentor de esa actuación, después de no haber podido asistir al funeral de su padre y de no haber tenido nunca la oportunidad de decirle nada.
En 1994, sin demasiadas pretensiones, graba
Grace, un disco hacia el que se deshacen en elogios personajes como Bob Dylan, Jimmy Page, Paul McCartney y Tom Yorke (Radiohead). Pero Buckley –al igual que Kurt Cobain– no soportaba la fama y las presiones discográficas, por lo que dilató al máximo la publicación de un segundo álbum –murió el mismo día en que debía empezar su grabación– y llego a iniciar una gira a la que llamó
Phantom solo tour, utilizando diferentes seudónimos para recuperar la esencia de poder tocar en pequeños locales, en muchos casos bares.
Hay quien habla de un alma torturada que decidió suicidarse antes de enfrentarse al éxito, aunque David Browne, autor de una biografía de los dos Buckley (Dream Brother es el título del libro) detalla que Jeff había confesado a sus amigos que padecía un desorden bipolar.
La muerte de Jeff Buckley, de hecho, confirmó sus temores sobre la voracidad de la industria discográfica. Con un único álbum oficial publicado –al que se puede añadir un EP previo, un directo en el café Sin-é de Nueva York–, su discografía cuenta con hasta once trabajos oficiales –si escarbamos en las pantanosas aguas de los
bootlegs piratas, seguro que moriríamos también ahogados–, entre los que destacan un directo en la mítica sala Olympia de París (publicado en el 2001) y
Sketches for my sweetheart the drunk (1998), con demos de lo que tenía que convertirse en su segundo disco.
El legado de Buckley, a pesar de ser breve (como Rulfo, como Kennedy Toole) es monumental:
Grace es uno de esos trabajos a redescubrir. En él hay que paladear sentimientos, rincones abigarrados y otros minimalistas, con una voz capaz de llegar a registros únicos, ahora angelical y temblorosa, ahora poderosa, dramática y turbulenta.
Los temas de Grace son de una belleza cautivadora, como la de un paseo por el Louvre o el nacimiento de una mañana, con los primeros rayos de sol acariciándonos el rostro. Diez temas. Diez perlas. “Mojo pin”, “Grace”, “Last goodbye”, “Lilac wine”, “So real”, “Lover, you should´ve come over”, “Corpus Christi Carol”, “Eternal life”, “Dream brother”.
Y el “Hallelujah”, claro. Hay muy pocos intérpretes capaces de llegar a lo más hondo del alma, a provocar que unas tímidas lágrimas lleguen a aflorar en el oyente, aunque esté rodeado de gente en la calle o sentado en el tren. Es un efecto extraño, como beber un trago de absenta, como observar una foto de un ser querido que se encuentra lejos.
Jeff canta en “Grace”, el tema homónimo al álbum, que su tiempo quizás ya llegado, que su voz lánguida canta sobre el amor y que no tiene miedo a morir, mientras en “Last goodbye” regala una última declaración de amor a alguien de quien sabe que debe separarse; un último abrazo, un último beso, y unas campanas que, repicando, anuncian que algo ha terminado. “Eternal life”, uno de los temas más poéticos e intensos jamás escritos, es una búsqueda, una llamada para saber dónde se esconde el amor, la vida, la paz, la felicidad.
Pero volvemos al principio, al “Hallelujah”, a LA canción, a la melodía, a la delicadeza de una voz que susurra, llora y recorre una letra que utiliza la figura del rey David pidiéndole perdón a Dios después de engañar a su esposa. “Hallelujah” es una brisa suave, un agradecimiento a Dios, una oración, una súplica, una caída. David cayó, sucumbió a la tentación, pero también mostró arrepentimiento y fijó su mirada en Dios: “He oído que existe un acorde secreto que David solía tocar, y que agradaba a Dios”. Así empieza “Hallelujah”; así se desgranan las primeras notas de una canción capaz de recorrer cada poro de la piel de quien la escucha para acabar incrustándose en un rincón del alma para no salir nunca jamás y reclamar, a menudo, una escucha más.
Jeff Buckley la moldea con los ojos cerrados y la cabeza agachada –como la imagen de la portada de
Grace–, y aunque nunca aclaró si se consideraba creyente o no, su canto seguro que sigue agradando a Dios.
MULTIMEDIA
Puede escuchar o descargarse aquí la canción, tema central de este artículo, el
Hallelujah de Jeff Buckley (
audio, 2´9 Mb)
También le ofrecemos un video de esta canción en un concierto en directo: (para ver o descargar): el
Hallelujah de Jeff Buckley (
video, 20 Mb)
Escrito por Jordi Torrents
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