La anécdota de Alice (fallecida hace unos pocos meses) describe tanto la constancia de Coltrane en el trabajo como su envoltorio cálido, plácido.
El histórico sello Verve publicó en el 2005 un segundo recopilatorio del genio bajo la colección
For lovers (para amantes), un subtítulo de muy dudoso gusto –uno de los pocos reproches a una discográfica que ha intentado popularizar al máximo el jazz–, pero que sirve para pulsar el play y dejarnos envolver de nuevo por los toques dulces, tiernos y delicados que Coltrane regaló al mundo a finales de los 50 y principios de los 60.
En esta serie, Verve ya lanzó monográficos de monstruos como Billie Holliday, Ella Fitzgerald, Sarah Vaughn, Chet Baker o Stan Getz, aunque Coltrane fue el primero en repetir. Así,
si en Coltrane for lovers aparecían temas imprescindibles como “My one and only love”, “In a sentimental mood” o “Soul eyes” acompañados del piano de Duke Ellington, en More Coltrane for lovers, podemos palpar las sensaciones de piezas del propio Coltrane (la sensible “Naima” en honor a su primera esposa y “Wise one”)
o de duetos de compositores como Young-Elliot (“You´re a weaver of dreams”)
y Haggart-Burke (“What´s new?”),
con el caramelo añadido de poder recrearnos en los acompañamientos musicales de genios como el pianista McCoy Tyner (el 2004, aún le pude ver en plena forma en el festival de jazz de Terrassa)
o los percusionistas Elvin Jones y Jimmy Cobb, en temas aparecidos originalmente en joyas como
Ballads o
Crescent.
Verve, pues, apostó por una revisión de temas centrados en el amor, todo un reto con
Coltrane, que
encumbró como amor supremo su faceta menos carnal y más espiritual en uno de los discos más bellos que ha dado jamás el mundo del jazz, el estilo que, sin palabras, mejor ha conseguido nunca transmitir sensaciones. A love supreme (Impulse-MCA Records, 1965), con Coltrane al lado de Tyner, Jones y el bajista Jimmy Garrison, demuestra que un buen álbum no necesita grandes superproducciones, ya que fue grabado en una única sesión (el 9 de diciembre de 1964). Además,
el disco se ha convertido en uno de los cantos más sinceros, emotivos y directos a Dios, en un momento histórico en pleno apogeo de la nueva espiritualidad, el Hare Krishna y las religiones orientales.
Sí, Coltrane flirteó con las drogas, al igual que los otros grandes del jazz –Miles Davis, Charlie Parker y Chet Baker– y, sí, Coltrane también investigó el budismo y hasta la astrología, pero
A love supreme se convirtió en su particular testamento (moriría tan solo dos años más tarde, a los 41, de cáncer), en su alabanza personal a Dios, en un legado que ha llegado a trascender el, a menudo, reducido y casi endogámico submundo del jazz.
En el libreto del disco, el mismo Coltrane escribe una carta en la que relata cómo en 1957 “experimenté, por la gracia de Dios, un despertar espiritual” y por qué decidió dedicar su obra maestra al Creador de obras maestras. En el mismo libreto, el gran saxofonista nos recuerda que “todo es posible en Dios”, y que “palabras, sonidos, hombres, memoria, pensamientos, miedos y emociones, todo está hecho por uno, todo en uno”. Tal como José de Segovia explica en un magnífico artículo sobre Coltrane publicado en el libro Entrelíneas (CEM, 2003) y en su
sección de mARTES en Protestante Digital, al músico “se le ha llamado el Mesías del Jazz. Algunos le ven incluso como el final de la historia de esta música. Y él fue sin duda el gran innovador de un arte que nació espontáneamente de la esperanza de esclavos que anhelaban un mañana mejor”, además de señalar que “a partir de los años sesenta hace de su música una oración”.
Después de
A love supreme, Coltrane aún publicó varios discos más antes de morir –desapareció muy joven, pero su discografía es un reto para los seguidores más completistas–, la mayoría plagados de larguísimos desarrollos, con temas que, en su mayoría, sobrepasan los treinta minutos.
El jazz de Coltrane, vanguardista, bebe del be bop, discurre hacia el hard bop y navega con una comodidad insultante por las aguas de un free jazz que en muchos casos deambula por antros llenos de humo, madrugadas de luces de neón, solitarios apoyados en la barra de un bar o deambulando en callejones de perdición, paisajes tan literarios e inspiradores como tristes y sin, a menudo, camino de retorno. Pero
Coltrane supo reorientar esa ruta hacia Dios, entendió que las lágrimas no se pueden ahogar en el fondo de un vaso de whisky o en el conducto de una aguja hipodérmica, y tuvo claro que “el camino de Dios es perfecto, la palabra de Yahvé es segura, es escudo para cuantos se acogen a él” (2 Sm 22:31).
Escrito por Jordi Torrents
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