Los italianos fueron inmigrantes, los españoles también. Nos tenemos que felicitar de no habernos encontrado en los países que nos acogieron con políticas como la de Berlusconi.
Por más de cien años Italia ha sido un país de emigración. Se constata que, en estos años, los emigrantes italianos hacia Argentina, Uruguay, Brasil y Venezuela, así como hacia América del Norte y Europa, han sido más de veintisiete millones de personas; de los cuales casi diez millones nunca han regresado a Italia.
A partir de 1974, a Italia le pasa lo que a España: se convierten en países de inmigración. Los flujos cambian de sentido y millones de personas de diferentes países pobres nos inundan.
Sin embargo hoy, con más conciencia sobre los Derechos Humanos, al menos aparentemente, se pueden hacer redadas en los países ricos como Italia contra los inmigrantes, se puede repetir que debe haber tolerancia cero contra la inmigración ilegal o clandestina y se puede identificar y se tiende a identificar la inmigración clandestina con el crimen. Se puede apreciar la violencia, la xenofobia y el racismo y se pueden destruir campamentos de gitanos rumanos por muchedumbres enardecidas. Y puede ser que en medio de esas oleadas de inmigrantes pueda haber algún que otro criminal, al igual que los hay entre los españoles o italianos. El error está que de ahí se pase a calificar a todos por el mismo rasero.
Yo creo que
la iglesia hoy debería decir que no a estas calificaciones. Los inmigrantes, aunque sean “sin papeles”, aunque sean ilegales -si es que a algún ser humano se le puede tachar de hombre ilegal-, vienen a trabajar, en busca de dignidad, en busca de alimentos y de una mejor calidad de vida para los suyos. Esto no es ningún crimen.
Es verdad que, una vez en las sociedades de acogida, muchos no encuentran trabajo, se ven con las puertas cerradas y siguen rodeados de miseria e indignidad. ¿A quién se debe culpar de estas situaciones en medio de un mundo injusto, desequilibrado económicamente, en donde los más fuertes, sean países, grupos económicos o personas, despojan a los más débiles produciendo no pobres, sino empobrecidos del sistema? ¿Quién se atreve a culpar a los excluidos del mundo, despojados y oprimidos? Estoy seguro que Jesús se pondría del lado de estos proscritos y volvería a hablar de nuevo del Evangelio a los pobres.
La iglesia no puede permanecer indiferente ante el grito de los pobres, ante el retroceso de las libertades, ante los incumplimientos de los Derechos Humanos ni ante la tipificación de la inmigración irregular de los pobres del mundo -no tienen otra forma de hacerlo-, como una suerte de criminales que vienen a crear violencia en nuestros países. Máxime cuando una parte esencial de la economía y de las infraestructuras de estos países ricos de acogida está montada sobre la mano de obra joven de tantos inmigrantes del mundo.
La iglesia tiene que intervenir y gritar para que no se alimenten más sentimientos violentos, xenófobos y racistas. No se puede criminalizar a las personas que, habiendo sido empobrecidas, intentan participar un mínimo de la comida y los bienes de una tierra que pertenece a todos.
Hay que tener cuidado de no robar lo que de dignidad aún conservan estas personas. Se puede intentar robar dignidad, pero ésta permanece en toda persona de forma inherente. No se puede pensar en una especie de campos de concentración para pobres, en Centros de Internamiento que se conviertan en cárceles... no son malhechores... son pobres que buscan dignidad, alimentos, educación, justicia. El querer retener en los Centros de Internamiento a los inmigrantes a identificar hasta los dieciocho meses, es un tipo de encarcelamiento injusto que los movimientos cristianos tienen que denunciar.
No hay que potenciar ningún tipo de “apartheid” legal, hay que denunciar la posible xenofobia institucional, hay que reclamar el cumplimiento de los Derechos Humanos en todos los casos, hay que impedir que se violen los derechos de tantas personas de tan diferentes países, no se puede impedir de una forma tan brusca la libre circulación de personas, cuando sí circulan libremente los bienes y el dinero, muchas veces basados en despojos permitidos legalmente.
El principal mandamiento para los cristianos, después del amor a Dios y como semejante a éste, es el amor al prójimo. Este amor es el que fundamenta el concepto de projimidad en el que tanto insistió Jesús para sus seguidores y discípulos...
Yo no puedo creer que en la Iglesia hoy se haya relegado al baúl de los recuerdos el concepto de projimidad, no creo que se hayan olvidado los valores del Reino, no creo que las iglesias de hoy coqueteen con los valores del antirreino, de las tinieblas. Si no es así, hay que levantar una voz de denuncia a favor del prójimo.
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