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Fanatismo evolucionista y creacionista

Las teorías de Darwin y sus mitos (IV)

Cuando desde ambientes evolucionistas se hacen alusiones a los partidarios de la creación, generalmente se les acusa de fundamentalismo fanático y anticientífico, ya que si Dios creó de manera inmediata o mediante procesos especiales que actualmente no se dan en la naturaleza, entonces quedaría automáticamente cerrada la puerta a cualquier posible investigación científica del origen de la vida. El creacionismo s
CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz Suárez 10 DE MAYO DE 2008 22:00 h

Sin embargo, la misma crítica puede hacerse al darwinismo. ¿No es éste también una forma de religiosidad atea y materialista? En realidad, tampoco se trata de una teoría científica sino metafísica, como señaló acertadamente el filósofo Karl Popper en Búsqueda sin término (1977: 230).

La selección natural, que es el corazón del darwinismo, pretende explicar casi todo lo que ocurre en la naturaleza, pero lo cierto es que sólo explica unas pocas cosas. Ni la adaptación de los organismos al entorno ni la pretendida selección natural de los mismos son acontecimientos que puedan ser medidos objetivamente, como más adelante se verá. Por tanto, no es posible verificar o desmentir las predicciones del evolucionismo mediante el método científico. Pero para que una teoría pueda ser considerada como científica tiene que ser susceptible de verificación y el darwinismo no lo es. ¿Qué es entonces? Pues un mito naturalista y transformista que se opone frontalmente a la creencia en un Dios Creador inteligente que intervino activamente en el universo. Aunque se presente como ciencia y se le intente arropar con datos y cifras, en realidad es la antigua filosofía del naturalismo.

Como bien señala Charles Colson: “La batalla real se libra entre visión del mundo y visión del mundo, entre religión y religión. De un lado está la visión naturalista del mundo, declarando que el universo es el producto de fuerzas ciegas y sin fin determinado. Del otro lado está la visión cristiana del mundo, diciéndonos que fuimos creados por un Dios trascendente que nos ama y tiene un propósito para nosotros” (Colson, Y ahora...¿cómo viviremos? 1999: 60).

La oposición entre darwinistas y antidarwinistas es en el fondo de carácter teológico. Hay que ser sinceros y reconocer que detrás de unos y otros se esconde una ideología de naturaleza religiosa. Es el viejo enfrentamiento entre la increencia y la fe en Dios, entre el materialismo y el espiritualismo. De ahí que los debates se vuelvan en ocasiones tan agrios porque despiertan sentimientos y creencias muy arraigadas.

Esto se comprueba, por ejemplo, en las actitudes de personajes como el biólogo evolucionista Richard Dawkins, uno de los defensores de la sociobiología, que pregunta siempre a quienes desean hablar con él acerca de la evolución: “¿Cree Ud. en Dios?” Si se le responde con una afirmación, da la espalda a su interlocutor y se marcha de forma grosera. En una entrevista realizada para el periódico La Vanguardia en Barcelona (España), al ser interrogado sobre el tema de la religión dijo: “Estoy en contra de la religión porque nos enseña a estar satisfechos con no entender el mundo”. Y acerca de la fe pensaba que “es la gran excusa para evadir la necesidad de pensar y juzgar las pruebas” (27.02.00).

LAS ESPECIES CAMBIAN, PERO NO TANTO
Después de más de un siglo de estudios de campo y de investigaciones ecológicas son muchos los científicos que han llegado a la determinación de que ni la adaptación de las especies al medio ambiente, ni la selección natural pueden ser medidas de forma satisfactoria, tal como requiere el darwinismo.

En este sentido el Dr. Richard E. Laekey admite que: “Tanto la adaptación como la selección natural, aunque intuitivamente son fáciles de entender, con frecuencia resultan difíciles de estudiar rigurosamente: su investigación supone no sólo relaciones ecológicas muy complicadas, sino también las matemáticas avanzadas de la genética de poblaciones. Los críticos de la selección natural pueden estar en lo cierto al poner en duda su universalidad, pero todavía se desconoce el significado de otros mecanismos, como las mutaciones neutras y la deriva genética” (Laekey, Darwin, 1994: 49).

A pesar de la gran cantidad de datos que se posee en la actualidad acerca del funcionamiento de los ecosistemas naturales, lo cierto es que el mecanismo de la evolución continúa todavía sumido en la más misteriosa oscuridad. Los ejemplos a los que habitualmente se recurre para ilustrar la selección natural se basan siempre en suposiciones no demostradas o en la confusión entre dos conceptos muy diferentes, el de microevolución con el de macroevolución.

¿Qué es microevolución? Es verdad que mediante selección artificial los ganaderos han obtenido ovejas con más lana, gallinas que ponen más huevos o caballos bastante más veloces, pero en toda esta manipulación conviene tener en cuenta dos cosas. La primera es que se ha llevado a cabo mediante cruces realizados por criadores inteligentes y no por el azar o el capricho de la naturaleza. Tanto los agricultores como los ganaderos han usado sus conocimientos previos con una finalidad determinada. Han escogido individuos con ciertas mutaciones o han mezclado otros para conseguir aquello que respondía a sus intereses.

Sin embargo, nada de esto se da en una naturaleza sin propósito. Cuando las razas domesticadas por el hombre se abandonan y pasan al estado silvestre, pronto se pierden sus características adquiridas y revierten al tipo original. La selección natural se manifiesta más bien, en esos casos, como una tendencia conservadora que elimina las modificaciones realizadas por el hombre. Por tanto, la analogía hecha por Darwin entre la selección artificial practicada por el ser humano durante siglos y la selección natural resulta infundada.

La segunda cuestión a tener en cuenta es que la selección artificial no ha producido jamás una nueva especie con características propias que fuera incapaz de reproducirse con la forma original. Esto parece evidenciar que existen unos límites al grado de variabilidad de las especies. Todas las razas de perros, por ejemplo, provienen mediante selección artificial de un antepasado común. Los criadores han sido capaces de originar variedades morfológicamente tan diferentes entre sí como el chihuahua, que puede llegar a pesar tan sólo un kilogramo en estado adulto, y el san Bernardo de más de ochenta. No obstante, a pesar de las disparidades anatómicas continúan siendo fértiles entre sí y dan lugar a individuos que también son fértiles. El semen de una variedad puede fecundar a los óvulos de la otra y viceversa, porque ambas siguen perteneciendo a la misma especie.

Como escribe el eminente zoólogo francés, Pierre P. Grassé: “De todo esto se deduce claramente que los perros, seleccionados y mantenidos por el hombre en estado doméstico no salen del marco de la especie. Los animales domésticos falsos (animales que se vuelven salvajes) pierden los caracteres imputables a las mutaciones y con bastante rapidez, adquieren el tipo salvaje original. Se desembarazan de los caracteres seleccionados por el hombre. Lo que muestra [...] que la selección natural y la artificial no trabajan en el mismo sentido. [...] La selección artificial a pesar de su intensa presión (eliminación de todo progenitor que no responda a los criterios de elección) no ha conseguido hacer nacer nuevas especies después de prácticas milenarias. El estudio comparado de los sueros, las hemoglobinas, las proteínas de la sangre, de la interfecundidad, etc., atestigua que las razas permanecen en el mismo cuadro específico. No se trata de una opinión, de una clasificación subjetiva, sino de una realidad medible. Y es que la selección, concreta, reúne las variedades de las que es capaz un genoma, pero no representa un proceso evolutivo innovador” (Grassé, La evolución de lo viviente, 1977: 158,159).

Las posibilidades de cambio o transformación de los seres vivos parecen estar limitadas por la variabilidad existente en los cromosomas de cada especie. Cuando, después de un determinado número de generaciones, se agota tal capacidad de variación ya no puede surgir nada nuevo. De manera que la microevolución, es decir la transformación observada dentro de las diversas especies animales y vegetales, no puede explicar los mecanismos que requiere la teoría de la macroevolución o evolución general de la ameba al hombre.

La naturaleza, más o menos dirigida por la intervención humana, es capaz de hacer de un caballo salvaje, un pequeño pony o un pesado percherón, pero no puede convertir un perro en oso o un mono en hombre. Los pequeños pasos de la microevolución permiten que, por ejemplo, un virus como el del SIDA modifique su capa externa para escapar al sistema inmunológico humano o que determinadas bacterias desarrollen su capacidad defensiva frente a ciertos antibióticos.

La macroevolución, sin embargo, apela a los grandes cambios que, como el salto de una bacteria a una célula con núcleo (eucariota) o el de ésta a un organismo pluricelular, requieren procesos que no se observan en la naturaleza. “Mucha gente sigue la proposición darwiniana de que los grandes cambios se pueden descomponer en pasos plausibles y pequeños que se despliegan en largos períodos. No existen, sin embargo, pruebas convincentes que respalden esta postura” (Behe, 1999: 33). Es más, la bioquímica moderna ha descubierto que estos grandes saltos de la macroevolución no se han podido producir por microevolución.

Ante esta situación la única alternativa que le queda al evolucionismo es apelar a las hipotéticas mutaciones beneficiosas que aportarían algo que antes no existía. Sin embargo, lo cierto es que no se sabe si tales mutaciones se producen realmente ni, por supuesto, con qué frecuencia lo hacen. A pesar de todo ello el darwinismo sigue creyendo en ellas porque evidentemente las necesita. Este es quizás el mayor acto de fe del transformismo.


Artículos anteriores de esta serie:
1La selección natural de Darwin
2El mito del darwinismo social
3La caja negra de Darwin
 

 


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