Un buen número de comentaristas y analistas mostraron sorpresa, y hasta hicieron elogios, ante la decisión papal de encontrase con algunas víctimas de la pederastia clerical en Estados Unidos. Olvidaron que por la peculiaridad de la sociedad estadounidense, en cuanto a su composición religiosa y la vigilancia que ejerce de los liderazgos de cualquier talante, Benedicto XVI se vio prácticamente obligado a mostrar algunos signos de que los escandalosos abusos ya
no volverán a pasar.
Se conoce la dimensión de los abusos sexuales perpetrados por curas católicos en Estados Unidos gracias a la movilización de los agredidos, por la solidaridad de quienes contribuyeron con ellos y ellas tanto a difundir los tamaños de la problemática como a demandar ante las instancias legales a los pederastas. Fue la organización de los ciudadanos, su insistencia en documentar y hacer públicos los ataques sexuales clericales, lo que hizo que la cuestión tomara dimensiones públicas y de interés nacional en Estados Unidos.
Las distintas instancias de autoridades eclesiásticas en EU y Roma hicieron todo lo posible por ocultar los escándalos. Cuando fracasaron en su intentona, operaron un control de daños y minimizaron la problemática, cuestión en la que
no tuvieron éxito. Fue toda una red de complicidad al interior de la Iglesia católica estadounidense la que permitió los miles de casos de abuso sexual, no la conducta solitaria de uno que otro clérigo.
Al respecto existen datos contundentes. “Un estudio ordenado por la Conferencia Episcopal Norteamericana en 2004…cifra en más de 11 mil el número de niños victimados por cerca de 5 mil sacerdotes en las tres décadas recientes. Como muchos casos se resolvieron conforme a la cultura y la ley estadounidenses mediante indemnizaciones civiles, la estadística pertinente incluye los 2 mil millones de dólares que se han pagado a ese respecto, y que han causado la quiebra de más de un gobierno diocesano” (Miguel Ángel Granados Chapa, “El Papa y la pederastia clerical en México”,
Proceso, 20 de abril).
El Papa tuvo palabras y acciones favorables a los inmigrantes latinoamericanos, la mayoría de ellos y ellas entraron a Estados Unidos sin visa. El aparato productivo norteamericano se ha beneficiado en gran escala mediante los bajos salarios y las casi nulas prestaciones sociales que padecen los llamados ilegales. Éstos, en su mayor parte, llegan a la nación estadounidense como católicos y son el principal factor del crecimiento del catolicismo allá. Tal realidad tiene otra cara, la menos conocida y que crea inquietudes en la sede papal en Roma.
De acuerdo con datos hechos públicos la semana pasada por
The Pew Forum on Religion and Public Life, 44 por ciento de los norteamericanos han cambiado de creencias religiosas en el paso de la infancia y primera juventud a la edad adulta. Un buen porcentaje de esos cambios suceden entre el amplio abanico que representa en Estados Unidos el cristianismo protestante/evangélico. Al respecto podemos decir que quienes eligen tal opción, permanecen dentro de la familia confesional protestante/evangélica aunque su compromiso específico sea con una rama de esa familia, es decir, no se trata de un cambio abrupto sino de una readscripción al interior de una confesión lo bastante amplia como para reconocer en su seno a luteranos, reformados, bautistas, metodistas, congregacionales, la extensa gama de pentecostalismos y las allá conocidas como iglesias emergentes.
Por doquier, en Estados Unidos las iglesias protestantes anglos se ven “invadidas” por creyentes latinoamericanos que primero solicitan usar algún salón de las bien equipadas instalaciones de las congregaciones de aquellos. Después los advenedizos se van a sus propias construcciones, erigidas o compradas mientras eran huéspedes de los
anglos. No son pocos los casos, particularmente en el sur de California, donde crecientes iglesias hispanoamericanas evangélicas atraen a su seno a quienes primero les facilitaron sus instalaciones. Éstos
anglos se van a las congregaciones donde la lengua es el español, nadie dice castellano entre los latinoamericanos que viven en Estados Unidos, porque, arguyen, en ellas hay vida y sentido de comunidad. No entienden mucho, por lo cual necesitan traductores en los cultos y reuniones, pero se sienten bien porque son aceptados por quienes para todo se refieren a ellos como hermanos(as). De los orígenes y desarrollos de los protestantismos latinoamericanos allá en el Norte, da cuenta la obra coordinada por Juan F. Martínez Guerra y Luis Scott,
Iglesias peregrinas en busca de identidad. Cuadros del protestantismo latino en los Estados Unidos (Ediciones Kairós-CEHILA, 2004).
En lo que respecta a los católicos en Estados Unidos, casi un tercio de la población fue criada en aquella fe pero hoy se reconocen como católicos 24 por ciento de los norteamericanos, menos de la mitad de quienes se identificaron como protestantes/evangélicos, casi 52 por ciento. El estudio muestra claramente que la Iglesia católica tiene su mayor feligresía entre las familias de inmigración reciente. 46 por ciento de los norteamericanos nacidos fuera de Estados Unidos son católicos, ante 24 por ciento de protestantes. La situación cambia cuando el indicador tomado es la adscripción religiosa de los nacidos en Estados Unidos, 55 por ciento es de protestantes y 21 por ciento de católicos. Es decir, un porcentaje significativo de quienes en su infancia eran católicos, con los años deciden cambiar a distintos credos, entre éstos tienen primacía las iglesias de corte evangélico/pentecostal.
La propagandizada vitalidad del catolicismo entre los inmigrantes sin documentos válidos para las autoridades norteamericanas tiene matices, ya que entre la grey que los clérigos creen pasiva en los hechos existe gran movilidad. En un campo religioso como el estadounidense, en el que existe amplia competitividad, la Iglesia católica, y Benedicto XVI lo sabe, está urgida de estrategias para que sus feligreses permanezcan en ella. Para su infortunio, la dinámica del cambio la definen otros factores sobre los que carece de control.
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