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Izquierdas y derechas

¿Qué haría la derecha sin la izquierda? ¿O la izquierda sin la derecha? Cualquiera diría que voy a escribir de política, pero creo que no será ese el tema central de este artículo aunque algo se tocará en forma tangencial. Escribiré del cuerpo humano, pero del cuerpo humano en su expresión más inclusiva, partiendo de la experiencia exclusiva de una persona.
EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 11 DE ABRIL DE 2008 22:00 h

Como lo he mencionado en artículos anteriores, mi esposa, Dña. Cire, sufrió el día 4 de marzo una caída, a consecuencias de la cual se fracturó en dos partes su pierna derecha. La derecha en crisis. La derecha quebrada, rota, fracturada, inservible. Cualquiera diría: «¡Qué bueno! ¡Bien merecido se lo tiene! ¡Que se joda la derecha! ¡Que viva la izquierda!»

Pero el cuerpo de mi esposa no pensó así. Si pudiéramos ponerlo en palabras, en palabras de la pierna izquierda, a lo mejor habría dicho: «¡Qué mala pata, comadre! ¿Cómo se fue a romper esos huesos? Pero no se preocupe que aquí me tiene a mí para salir en su ayuda». «¡Gracias, comadre!» le pudo haber respondido la pierna derecha. «La verdad es que no sé cómo agradecerle su buena voluntad. Espero que algún día yo tenga la oportunidad de hacer lo mismo por usted». «No, por favor, mi hermanita. No me desee cosas tan desagradables». «Estoy bromeando, comadre. Pero sepa que si en algún momento hay necesidad que salga en su ayuda, lo haré con la misma disposición con que usted ha decidido socorrerme en esta desgracia que me ha caído encima».

Quien crea que arreglárselas con una sola pierna es fácil, pues tengo que decirle que está muy equivocado. Lo he visto en el caso de mi esposa. La pierna izquierda trabaja diez veces más. Y no se queja. La derecha, a su lado, la mira, la siente, se apena pero no puede hacer nada. Las instrucciones que se le han dado son que se mantenga completamente inactiva. Es la única manera en que pueda restablecerse sin necesidad de abrirla quirúrgicamente e insertarle placas de platino y tornillos y pernos igualmente ad hoc.

Cuando Dios creó el cuerpo humano, lo creó de tal manera que cada miembro cooperara con el otro para que todo funcionara bien. El ojo izquierdo con el derecho. Una mano lavando la otra y las dos lavando la cara. Los oídos, interconectados mediante dispositivos casi incomprensibles para la mente humana, trabajan juntos y coordinadamente. El corazón coopera con los riñones, los pulmones con los bronquios y el sistema digestivo con el colón. Los glóbulos rojos forman equipo con los blancos mientras el plasma hace todo lo que puede por darles el mejor ambiente para que cumplan con su función. Así, las cosas marchan bien. ¿Pero qué sería del cuerpo humano si la derecha le declarara la guerra a la izquierda y quisiera ahogarla mediante el bloqueo de sangre, oxígeno o anticuerpos? ¿O que la izquierda, en represalia por los atentados de la derecha, decidiera ponerle un par de bombas de lo que sea o el hígado se convirtiera en proveedor de piedras-proyectiles? Sería un caos. Y de hecho algo así ocurre cuando las cosas no caminan bien en el cuerpo humano. Hay que acudir a los médicos, hay que empezar a ingerir toda clase de medicamentos, hay que recurrir a la intervención quirúrgica y, en último término, hay que empezar a pensar en funerales, en coronas de flores y en capillas ardientes.

Pero, no obstante que tenemos el más claro ejemplo en nuestro propio cuerpo, no terminamos de aprender que nada funcionará bien si falta el sentido de colaboración y solidaridad entre las partes que forman la sociedad humana. Y seguimos viendo cómo la derecha trata de liquidar a la izquierda, y a ésta intentando debilitar a aquélla. Y para conseguirlo se acude a medidas tan letales que es un milagro que la sociedad humana todavía perviva. Inventamos armamentos sofisticados y apocalípticos que destruyen y matan y lo justificamos diciendo que es para salvaguardar nuestro sistema de gobierno que es mejor que cualquiera otro. Ponemos satélites espías en el espacio y procuramos montar por aquí y por allá escudos que nos protejan de misiles enemigos de largo alcance. Y mientras los inventamos e instalamos, desde el otro lado se trabaja para que con un simple mecanismo de alta tecnología los escudos queden obsoletos antes de entrar en acción y los misiles puedan pasar tranquilamente, llegar a su destino y matar y destruir.

Quemamos templos y matamos pastores, líderes eclesiásticos y fieles, en la esperanza que de esta manera nuestros «enemigos religiosos» se extinguirán y al fin tendremos un mundo cristianizado, islamismizado, budistizado, harekhrisnizado o nuevaerizado. Nos olvidamos lo que dijo Pablo en 1 Corintios 12. «¿Porque no soy mano, no soy del cuerpo? ¿O porque no soy ojo no soy del cuerpo? ¿Si todo el cuerpo fuese ojo, ¿dónde estaría el oído? Y si todo fuese oído ¿dónde estaría el olfato?» No podemos ser todos pierna derecha, o pierna izquierda. Lo que sí podemos, y debemos, es saber convivir juntos. No podemos tratar de convertir al cristianismo a una nación como Irak, o Marruecos, o la India, o China. Tratar de hacerlo sería querer que todos seamos oreja, u ojo u olfato. Lo que en términos religiosos lo que tenemos que tratar de hacer es traer a todos a Cristo. A Cristo sin apellido. En Cristo hay unidad con diversidad. Y es la única cruzada que se justifica y que rinde frutos reales. Jesús no dijo a sus discípulos que hicieran grande el Cristianismo. Lo que dijo fue que salieran (y saliéramos) a anunciar el evangelio que transforma y redime, primero al individuo, luego a la familia, a la nación y al mundo. ¿Pero que todos tenemos que ser de color blanco? ¡Imposible! ¿O que todos tenemos que cantar los mismos himnos, rezar los mismos rezos o vestir de la misma forma, o todos llamarnos Juan, o Pedro o Khalil o Benvenutto? ¡Jamás!

Una de las razones que se tuvo para invadir Irak fue querer convertir a esa nación al Cristianismo. Craso error. Y los resultados están a la vista. Eso nunca se conseguirá, menos a través de la fuerza de las armas. La Historia está llena de ejemplos en que unos mataron a otros en su afán de convertirlos a su fe religiosa. Y lo único que se consiguió fue agrandar los cementerios y hacer más impenetrables las capas sensibles de quienes pertenecen a otras tradiciones religiosas.

En términos sociopolíticos, el panorama no es menos grave. El hombre, desde sus trincheras ideológicas, políticas, socioeconómicas, trata de destruir a su otra parte. Esa otra parte que le es tan útil para vivir una vida normal como lo es la pierna derecha de mi esposa respecto de su pierna izquierda. Muchas veces, acicalándose frente al espejo (porque este es un ritual que ni siquiera con la pierna quebrada las mujeres dejan de practicar) mi esposa me dice: «¡Ya no soporto más!» Yo, que me doy cuenta a qué se refiere, me hago como el que no lo sé y le pregunto: «¿Qué no soporta más, mi amor?» Me mira a través del espejo con unos ojos como queriéndome decirme no te hagas el zonzo y me contesta: «El cansancio de mi pierna izquierda». Porque durante diez minutos todo el peso de su cuerpo ha estado descansando en esa sufrida pierna. Nótese que no es ella la que se queja, sino el cuerpo entero que se expresa a través del cerebro y del recurso del habla del individuo. La pierna izquierda no se queja. Si no fuera porque el cuerpo sufre, ella se quedaría allí, ayudando a la inválida todo el día. Igual cosa ocurre con la sociedad humana. Cuando la derecha ataca a la izquierda, o ésta a la derecha; cuando una nación ataca a otra; cuando una fe religiosa trata de destruir a los que conforman otra para hacerlos adherentes a su fe es la sociedad entera la que se queja, la que sufre, la que clama y ruega: «¡Por favor, dejen de pelearse y aprendan a convivir en paz!»

¿Pero por qué no se puede llegar a una convivencia de respeto y de armonía entre los hombres cuando fuimos creados para eso? Aquí se podrían citar una y mil razones. Pero quiero hacer solo referencia al editorial de Protestante Digital «La inmoralidad de nuestro tiempo» (semana del 01 de abril) en la que se reflexiona en torno a las declaraciones del obispo anglicano de Rochester, Michael Nazir-Ali que pueden resumirse en la sentencia bíblica: «El amor al dinero es el principio de todos los males». («Porque raíz de todos los males es el amor al dinero, el cual codiciando algunos, se extraviaron de la fe, y fueron traspasados de muchos dolores».)

No hay duda que el desenfreno por acumular bienes materiales subyace en todas estas confrontaciones entre miembros de un mismo cuerpo. Si queremos buscar causas y razones, alcemos la vista y observemos qué hacen con el dinero que acumulan las naciones y los grandes ricos. Y también los no tan grandes. Aquí está la raíz de todos los males. Y de aquí parten las enemistades, los pleitos y los afanes de destruirnos los unos a los otros cuando en el plan de Dios ha estado siempre el construir (y disfrutar) una comunidad unificada sobre la base de la tolerancia, tolerancia que es posible cuando por sobre el amor al dinero, está el amor y el temor de Dios.
 

 


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