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Viernes Santo, una semana después

Cuando el traumatólogo nos citó para el viernes 21 de marzo a las 3 de la tarde, no nos percatamos que ese día era Viernes Santo(*) y, curiosamente, la hora aproximada a la que se cree ocurrió la muerte de Jesús. Preguntamos, entonces, a la enfermera si, tratándose de una de las fechas religiosas de mayor importancia en el calendario del Cristianismo, atenderían ese día. «¡Cómo no!» nos respondió, un tanto sorprendida. «Es que como el viernes 21 es Viernes Santo» agregamos, a modo de justificaci
EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 28 DE MARZO DE 2008 23:00 h

Y el viernes 21 nos atendieron como si se tratara de un día cualquiera. En la respuesta de la enfermera no pudimos definir si su aparente molestia se debía a la forma en que la sociedad estadounidense ha venido tomando esta fecha, lo cual justificaría su reacción; o al hecho que tendría que trabajar ese viernes cuando en muchos de nuestros países latinoamericanos es feriado, lo cual también la justificaría. A esto volveremos en otra ocasión.

¿Un traumatólogo? Simple. Mi esposa se cayó en casa fracturándose una pierna en dos partes: tibia y peroné. ¡Vaya contratiempo! Metida la pierna en una bota ortopédica por un periodo que podría llegar hasta los cuatro meses. Ojalá sin moverse para que los huesos suelden (¿o solden?) sin necesidad de cirugía. ¡Por los suelos toda esa bendita rutina a la que tanto estamos acostumbrados y que, al fin y al cabo, nos resulta casi imprescindible para vivir!

La pregunta que surge cada vez que alguien: uno mismo, un familiar, un hermano o un conocido es víctima de un accidente o de una enfermedad repentina es: «¿Por qué, Señor?» No, «¿para qué, Señor?» sino «¿Por qué, Señor?»

Una querida amiga y creyente de toda la vida, al saber la noticia de la caída de doña Cire, nos escribió diciendo: «Eugenio, te sugiero que te reúnas con hermanos-amigos, unos tres, pero que sean verdaderos hijos del Señor y oren por liberación. Alguien anda como león rugiente…» Yo, que pese a la seriedad de la situación no dejo pasar ocasión para reír un poco, le contesté: «¿Tres? ¡Imposible conseguir tantos, mi hermana!»

La recomendación, hecha absolutamente de buena fe y con la mejor intención, no deja de traer su mensajito subliminal. «Tres hermanos que sean también amigos». ¿Existen, entonces, los hermanos que no son amigos? Buena pregunta que valdría la pena tratar de contestar. Luego, «que sean verdaderos hijos del Señor». Eso sugiere que hay hijos del Señor que no son verdaderos. Y lo contrario a verdadero es falso; serían, entonces, falsos hijos de Dios. Bonito tema para analizar. En cuanto a que «alguien anda como león rugiente» no hay problema porque sabemos quien es y cualquier cristiano medianamente familiarizado con la Escritura conoce el nombre del tal. A esto también espero volver en un próximo artículo. Vale la pena.

No sé por qué (quizás algún lector lo sepa) pero cada vez que nos ocurre algo como el accidente de doña Cire, aparecen en forma automática los Elifaz, los Bildad y los Zofar y empiezan a buscar razones ocultas que justifiquen «el castigo» del que estamos siendo objeto por parte de Dios. Y en ocasiones, hasta la que, de la manera más dulce, nos sugiere: «¡Maldice a Dios y muérete de una buena vez!» Tiene, en tales circunstancias, que surgir el clamor potente de Job, alzándose por sobre las demás voces para tratar de poner las cosas en su justo lugar: «Si nos gusta recibir las cosas buenas de Dios ¿por qué no habríamos de estar dispuestos también a recibir las cosas malas?» (paráfrasis de Job 2.10). ¡Es que la comodidad es tan buena compañera!

Nos desvivimos para que nada nos falle en nuestro organismo, desde la mollera hasta la planta de los pies. Así somos felices y disfrutamos la vida cristiana. Pero basta con que nos duela un dedo, nos corra un poco de agua de la nariz, nos ataque una indigestión repentina, nos peguemos con el martillo en un dedo o se nos meta una piedrecilla en el zapato para que nos sintamos morir, y andemos por todas partes quejándonos de la vida y poniéndole colores tristes a nuestra fe. Nos transformamos de cristianos victoriosos en cristianos quejosos. Y ahí vamos, arrastrando nuestra miseria y buscando la conmiseración de medio mundo en lugar de gritar más fuerte que nunca nuestra convicción de que el gozo del Señor es nuestra fortaleza. Y de que nada ni nadie nos separará del amor de Dios que es en Cristo Jesús, Señor nuestro. Y ya que citamos a Pablo, podríamos agregar aquí la lista, por cierto parcial, que nos da de sus sufrimientos y angustias, en medio de las cuales mantuvo en alto su firme convicción de que todas las cosas ayudan a bien a los que aman al Señor.

Quejarnos por lo que nos pasa circunstancialmente es equivalente a aquella falacia que escuchamos tantas veces decir a los pastores que en lugar de tener a ciento cincuenta de sus feligreses en el culto, llegan setenta. «Es que el tiempo está amenazante», dicen. ¡Amenazante de qué! ¿Amenazante aquí en los Estados Unidos donde todos tenemos auto para movilizarnos, donde nos sobra ropa para cobijarnos del frío y donde eso de andar con los zapatos rotos es cosa del lejano pasado? ¡Los hermanos no vinieron al culto porque el tiempo estaba amenazante! ¡Vaya forma de justificar el desinterés, la flojera o la tibieza espiritual! ¡Los hermanos no vinieron al culto simplemente porque no quisieron! Y punto.

Pero volvamos a nuestro asunto. Cuando nos cae encima una de las desgracias mencionadas más arriba, o cuando nos roban el auto (lo que suele ocurrir con cierta frecuencia), nos «pinchan» la identidad o nos cogen el número de nuestra tarjeta de crédito y empìezan a usarla con una frivolidad pasmosa cargando a nuestra cuenta cosas que nosotros jamás compraríamos, tratamos de buscar la explicación en la supuesta garantía que tenemos de que con Dios a nuestro lado nada de estas cosas nos pueden ocurrir. Pero este es un error que debemos aprender a superar.

Lo que le pasó a Cire, o lo que en octubre pasado le pasó a Luis Ruiz y a su esposa Práxedes quienes, después de casi seis meses siguen todavía recuperándose de un accidente de auto, o lo que el 24 de este mes de marzo le pasó a Sheila Burchett quien, como Cire, caminando por su casa, se cayó rompiéndose el hombro son cosas a las que estamos expuestos sin que eso signifique castigo de Dios o «un tirón de orejas» por algo malo que estemos haciendo.

Déjenme decirles cuál es una de las mejores cosas que ocurren cuando vienen estos contratiempos: Se activa un maravilloso mecanismo que tenemos los creyentes: la oración intercesora, formándose una cadena de oración que a veces se extiende por más de un continente. El pueblo de Dios se une para clamar por el hermano que está sufriendo. «De manera que si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él, y si un miembro recibe honra, todos los miembros con él se gozan» (1 Conritios 12.26). Esta es la bendición más grande que puede surgir de una pierna rota, de un esternón dañado, de unas costillas fuera de su lugar, de un hombro fracturado, de un infarto al miocardio o de un cáncer de próstata. El pueblo de Dios se une y clama. Y Dios contesta. Nosotros lo vivimos cuando nuestro nietito Iván fue atacado por un cáncer. Cientos de voces se alzaron y el muchacho, que acaba de cumplir once años, está hoy más fuerte que nunca.

De manera que en todo y por todo, damos gloria a nuestro Dios, que si cuida de las avecillas que revolotean felices por nuestro primer cielo ¿cómo no va a cuidar de nosotros?

Como Job, también debemos estar listos para recibir lo malo (Job 2.10).



(*) Este artículo debió de haber aparecido la semana pasada, pero los cuidados de la Doña me robaron la inspiración. Pido disculpas a mis fans por haberlos dejado en ayunas una semana. Espero que no vuelva a ocurrir.
 

 


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