Estamos en vísperas de celebrar que el Cordero inmolado, Jesús el Cristo, venció a los poderes que pretendían sujetarlo y resucitó para vencer a la muerte. Ésta victoria no fue reconocida, en un principio, por sus discípulos. Quienes acompañaron a Jesús por tres, dos o un año en su ministerio de ir
“por todas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo” (
Mateo 9:35), dudaron del testimonio de las mujeres. Ellos ya estaban organizando el regreso a sus actividades, temerosos se dispersaban y, algunos, negaban tener vínculo alguno con el crucificado.
En el Evangelio de Marcos, en el capítulo 16, una vez transcurrido el sábado María Magdalena, María madre de Jacobo y Salomé llevan especies aromáticas para ungir el cuerpo de Jesús. Ellas querían rendirle un último reconocimiento a su maestro. No iban con ánimos festivos, ni expectativas de encontrarse con algo más que un cuerpo inerte, brutalmente lacerado e irreconocible por los golpes que le tundieron sin misericordia.
Al llegar a la tumba la piedra que les preocupaba cómo iban a moverla estaba corrida. Dubitativamente entran al sepulcro, entonces
“vieron a un joven vestido con un manto blanco, sentado a la derecha y se asustaron”. El anuncio que el personaje les da es inverosímil para ellas que sólo deseaban ungir el cuerpo sepultado a toda prisa. La noticia de la resurrección de Jesús, y la encomienda de que las mujeres vayan a comunicarla
“a los discípulos y a Pedro”, las deja
“temblorosas y desconcertadas”. Huyen del sepulcro y hacen un pacto de silencio,
“no dijeron nada a nadie”, por una razón muy humana: “porque tenían miedo”.
Una de las mujeres, nos narra Marcos, María Magdalena, de la que Jesús
“había expulsado siete demonios” queda convencida por la aparición de Jesús ante ella. Entonces su incontrolable temor se torna en fortaleza para ir donde estaban escondidos los discípulos
“lamentándose y llorando”. Tal vez de manera atropellada, sobresaltada por su encuentro con Jesús, María Magdalena les dice a los discípulos que el Señor vive, que ella le había visto. Quizás intentaron calmarla, darle palabras que la hicieran despertar de lo que creían era un arrebato místico. Lo cierto es que Marcos tajantemente escribe que
“no le creyeron”.
En el versículo 12 la narración describe que “Jesús se apareció en otra forma a dos de ellos que iban de camino al campo”. Regresan y avisan a los demás sobre su experiencia. De nueva cuenta la respuesta es la incredulidad ante el testimonio de quienes, pensaron los discípulos, dolidos por la muerte de Jesús comenzaron a tener arrebatos delirantes. Por esto
“no les creyeron a ellos tampoco”. Era natural su respuesta, ¿cómo creer una noticia tan excéntrica? Son este tipo de respuestas plenamente humanas las que hacen tan cautivantes las narraciones de los Evangelios. No “divinizan” a los personajes que seguían a Jesús, les presentan tal y como son en su humanidad oscilante entre lo sublime y la decadencia.
Solamente convenció de la verdad a los discípulos de su “obstinación en no creerles a los que lo habían visto resucitado”, el hecho que de Jesús se presenta ante los “once mientras comían”. En un compartir de alimentos, la Última Cena, Jesús usó pan y vino para representar su sacrificio. En otra comida les anuncia su resurrección. La mesa como espacio para conmemorar tanto la muerte del Señor como para proclamar su victoria total sobre la muerte.
A la fiesta de la resurrección le siguió una encomienda. Jesús el Cristo envía a sus discípulos a que
“anuncien las buenas nuevas a toda criatura”. Pide a sus seguidores que den testimonio externo de una convicción interna: el que crea que sea bautizado. Señales extraordinarias, les promete, acompañarán a quienes vayan por el mundo anunciando las primicias del Reino. Los renuentes a darle crédito a los testimonios de María Magdalena y los dos que iban de camino al campo, son transformados por su encuentro colectivo con Jesús. Al convencimiento le sigue el involucramiento con la encomienda del versículo 15. Por lo tanto
“los discípulos salieron y predicaron por todas partes”. No estaban solos porque
“el señor los ayudaba en la obra y confirmaba su palabra con las señales que la acompañaban” (v. 20).
Como a esos discípulos, a nosotros solamente nos convence de nuestra incredulidad el encuentro personal con Jesús vivo. Por más testimonios y evidencias que nos ofrezcan otros y otras que han tenido ese encuentro, requerimos la experiencia de que, al igual que los discípulos camino a Emaús, nuestro corazón arda (
Lucas 24:32) porque hemos internalizado que Jesús resucitó y esto tiene consecuencias en todo nuestro ser.
Celebrar la resurrección implica tomar decisiones éticas de acuerdo a las encomiendas dadas a sus seguidores por el Resucitado.
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