Uno no se lo suele preguntar, pero es relativamente fácil determinar si nos encontramos en el día o en la noche, sin necesidad de levantar los párpados. Pero antes de despejar el velo, tanteo con la mano la altura a la que me encuentro: unos pocos centímetros, por lo tanto estoy en una cama, o algo así. Ya estoy listo.
Despierto frente a una carnosa media luna. Tampoco suelen coincidir la imaginación y la imagen al despertar, aun cuando conocemos previamente el lugar en el que estamos. Me levanto con murmullos leves, entre quejidos y mareos, la mitad de ellos exagerados. Me apoyo en la pared, pues la cama está contra una pared roja y vacía. La media luna también ha girado y se ha convertido en la sonrisa de un señor de unos cincuenta años, que se anuncia como Lázaro. Estrecho su mano fuerte y áspera, con tres lunares junto al pulgar que son como el cinturón de Orión. Contemplo el resto de la estancia, extrañado. En realidad es una habitación amplia que da a un balcón bañado por un sol parpadeante. Sé que hace calor, pero siento frío. Lázaro tira de mi mano y me ayuda a caminar por la habitación hasta el balcón. El sol es un bálsamo que me va devolviendo la vida poco a poco. Lázaro ríe. Todo en él ríe, hasta sus ojos grises y viejos. Luego asiente y pregunta si tengo hambre. Sí, la tengo. En una mesa hay zanahoria y otras verduras troceadas. Esas son las fichas de dominó.
Observo a Lázaro cocinar la verdura con un poco de arroz. Llenamos dos vasos de agua. Una nube tapa el sol, y todo se oscurece. Callamos durante los dos minutos de cielo nublado, atentos. Es un momento algo solemne.
- Estos días han sido un poco... diferentes... – dice Lázaro, en un inglés tan fluido que llega a sorprenderme, pues hasta ahora sólo nos hemos comunicado por señas y palabras aisladas. Tiene una voz joven.
- Gracias por su ayuda…
- No hay de qué – y con esto quedaba todo dicho – no tiene nada de extraordinario… aun así, los días pasados resultan sorprendentes…
- Creo que toda Cuba es sorprendente.
- Bueno… sí, tienes razón, pero estarás de acuerdo conmigo con que lo ocurrido en el incendio no tiene explicación lógica… fue algo ciertamente inesperado… estas últimas jornadas tienen un aire distinto, especial. Hay lluvias que ya habían sido olvidadas, tardes de calma en lugar de los animados paseos después de la siesta… ven, quiero enseñarte algo…
Dejamos los cubiertos utilizados un millón de veces, y bajamos a la entrada del edificio. La escalera es como un fresco deteriorado, lleno de parches y siluetas de motivos que desaparecieron. Las barandillas están algo oxidadas, pero aun así son resistentes, igual que la estructura de losas color crema. Descendemos un piso y nos encontramos ante los buzones enmarcados en una pared cochambrosa y bastante más estropeada que el resto del interior. Los buzones realmente son huecos de madera abiertos permanentemente. Lázaro me señala un cable por encima de los casilleros. Cruza toda la pared y pende por toda la entrada, un cable negro y delgado que parece haberse extendido como las plantas enredaderas que luchan por abrirse hueco. Es un cable bastante normal, todo lo que puede entenderse por normal, o común.
- Hace dos semanas no teníamos ese cable… nos iluminábamos con velas o haciendo empalmes en los cables del exterior, que cuando hace bueno, no ocurre nada, pero al llover se producen cortocircuitos De pronto, sin avisar, nos encontramos con ese cable. Al principio ni sabíamos para qué servía. Tras unos intentos por descubrir su uso, pensamos en lo más lógico: un cable para la luz. Y así fue. No conocemos a quien lo puso ahí, pero en fin… a veces es bueno observar lo inesperado, y no buscarle demasiadas explicaciones… ¿no crees?
Asiento, no del todo convencido, y me pongo a mirar los casilleros. Llego hasta el de Lázaro, y leo el apellido… abro los ojos como platos y pregunto:
- ¿Es usted de aquí?
- Sí… casi toda mi familia… ¿por qué?
- ¿Le suena el nombre de Manuel?
- Mi hijo se llama Manuel… vive en…
- En Méjico.
Silencio prolongado.
- ¿Cómo lo sabe?
Me llevo la mano al pecho, donde todavía sigue el sobre que mi amigo Manuel García, mi guía en la primera travesía hasta Méjico D.F., compañero de conversaciones a la luz de las estrellas y de los recodos en Sierra Madre. Llevo buscando a su familia desde un tiempo que se me antoja larguísimo. Lo he hecho de todas las formas que se me ocurren, y como últimamente acontece en mi vida, lo inesperado hace acto de presencia. Saco el sombre gastado, ceniciento, y se lo tiendo a Lázaro. Un peso se desprende de mi, aunque ya no me costaba mucho llevarlo.
- Esto es para usted.
Y empieza a llover. Otra vez de un modo inesperado. Fuera, la gente corre a refugiarse bajo los balcones, y una bici pasa furtiva. Un aroma a humedad se cuela en nuestra ausencia de palabras y castiga nuestros huesos con curiosa dulzura. Por unos momentos, echo de menos el último elemento que me unía a la memoria fiel de Manuel, pero la sensación de haber cumplido una promesa, aunque sea casi a pesar de mi ineficacia, me anima como pocas cosas pueden hacerlo. Ahora tengo que contar mi historia de nuevo. Con todo detalle. En el fondo, esta historia es lo único que puedo considerar como mío, como la única pieza del equipaje imposible de abandonar.
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