Uno de esos buenos amigos, de los que van quedando pocos hoy día, me regaló en cierta ocasión un libro. Una novela. ¿Su título?
Calypso. ¿La autora? Tatiana Lobo. Me escribió una dedicatoria donde me decía que era un admirador de la escritora y que estaba siempre esperando la aparición de su próxima obra. Leí la novela y solicité mi ingreso inmediato al Club de Admiradores de Tatiana. Su talento me deslumbró. Como mi amigo «regalón» vive en Costa Rica y Tatiana Lobo también, en uno de mis viajes a Centroamérica me propuse conocerla. La llamé por teléfono, le dije quién era y la invité a tomar un café en el Café del Teatro Nacional en el centro de San José. Corría el riesgo que me dijera que muchas gracias, que por ahora estoy muy ocupada, que quizás en otra ocasión, que voy saliendo, que acabo de llegar, que la patita de la guagua y que la tapa de la urna. Pero me dijo que sí, de modo que ostentando mi mejor sonrisa, me fui a su encuentro.
La mujer con la que me encontré me impresionó. Y me impresionó por varias razones. Su porte serio. Más que serio, grave. Su mirada, escrutadora, como queriendo leerte los pensamientos antes de que se te formen en la cabeza. Cautelosa. De pocas palabras. Yo, mientras conversábamos y entre sorbo y sorbo del sabroso café tico, trataba de ver a la novelista más allá de la mujer. Me preguntaba qué se siente teniendo tan cerca a una persona a la que admiras por su talento. Y las respuestas se agolpaban en mi cerebro queriendo cada una ser la primera en definir su perfil.
Por aquellos años, todavía no aparecía en el horizonte de mi vida la idea loca de echar a caminar un proyecto para formar escritores cristianos hispanos. La semilla, en forma de germen, andaba rondando por ahí, pero no pasaba de ser algo que escocía pero que no lograba cuajar en lo que finalmente terminó siendo la Asociación Latinoamericana de Escritores Cristianos, ALEC. Solo me movía mi interés por los libros. Asi es que hablamos de libros, de autores, de sus novelas, de
Calypso y de Chile. Cuando terminamos el café, salimos a caminar por la Avenida Central y fuimos a parar a una librería, donde compré varios de los otros títulos que se le han publicado:
Asalto al Paraíso,
El año del laberinto y, para que no nos falte, dos ejemplares más de
Calypso. La idea era regalarlos, como lo hice, a dos buenos amigos míos. (Favor con favor se paga.) Nos despedimos y no quedamos de volver a vernos. Han pasado los años y aunque mantenemos cierta comunicación por medio del correo electrónico, no hubo una nueva charla de café. Le leí su última novela
El corazón del silencio y me quedé esperando la siguiente, que ahora me anuncia que pronto aparecerá bajo el título de
Candelaria del Azar.
Mientras regresaba a casa y por varios días, esa mirada franca y retadora junto con ese porte de mujer desafiante me persiguió adondequiera que fui. Era como un intento de encontrar un punto en el cual coincidieran la impresión que me había dejado y un concepto que no lograba definir bien. Hasta que un día, no sé cómo, me imaginé a mi amiga Tatiana Lobo montada en un brioso corcel azabache, ataviada con un vestido vaporoso y de un blanco inmaculado que ondeaba al viento, con un arco en la mano y un carcaj lleno de flechas en su espalda. Cabalgaba entre árboles frondosos sin rumbo fijo aparente pero de pronto, en un claro del bosque, se detenía, empezaba a sacar una tras otra las flechas que llevaba en su carcaj y las iba disparando contra un blanco que se me antojaba difuso y cambiante. Mientras esto hacía ella, vinieron a mi mente algunas de las ideas contenidas en su poema «Agradezco ser mujer». Y algunas de las frases que me había dicho cuando conversamos en el Café del Teatro Nacional. Satisfecho, como aquel armador de rompecabezas que logra completar el cuadro con las últimas piezas que no sabía dónde calzaban, me dije: «¡Eso es! ¡Tatiana es una moderna amazona y sus flechas son los dardos certeros que dispara sin titubeos cuando dice lo que piensa y está dispuesta a mantener ante quien sea lo que cree! Eso, lo que cree, es el sustento de su estilo de vida. Es lo que la hace una mujer de pocas palabras pero imponente en lo que dice, vive y escribe. Y así la he visto desde entonces.
Pero otra idea vino a mi mente. Esta vez, en forma de pregunta: ¿Puede vivir tranquilo quien habla con franqueza y dice lo que piensa en un mundo donde menos y menos se habla con franqueza y se dice lo que se piensa? Y luego, ¿habrá en este sentido algo en común entre ella y yo?
Tatiana me dijo: «Me gusta estar lejos del hacinamiento de la ciudad, por eso vivo en la playa o en el campo. Mi vida es austera. Disfruto la soledad y la sencillez». ¡Qué parecidos somos! Por eso, cuando le pregunté qué opinaba sobre Isabel Allende y Paulo Coelho, me contestó: «No los leo». Y cuando le pregunté si el golpe militar de Chile le había hecho mucho daño, me respondió: «Es un trauma que perdura hasta la fecha». Y me respondió cuando le pregunté si era dable enseñarle a la gente a escribir: «Aprender a escribir se hace en la escuela y eso basta para escribir novelas si la persona se disciplina lo suficiente». Nada de medias tintas. Como dice la Escritura: «Que tu sí sea sí y que tu no sea no». Punto.
Quizás el mérito mayor de este artículo, como otros que han salido de mi pluma, sea su singularidad. Posiblemente alguien más que mi amigo Pedro Tarquis se va a sorprender cuando lo reciba y lo lea, foto incluída. Es un intento de poner a la verdadera Tatiana Lobo junto al poema «Agradezco ser mujer» del que es autora, junto al nombre que ahora sí corresponde a quien es y junto a la foto que sí debió de haber ido en lugar de la hermosa joven que, sin ella quererlo, vino a provocar estas lucubraciones de El escribidor.
¡Esta es Tatiana Lobo, nacida hace 69 años en Puerto Montt, a unos 1.200 kilómetros al sur de la capital chilena, la mujer que ha vivido porciones de su vida en Alemania, España, Centroamérica y que sueña con volver a su hermosa tierra portomontina! ¡Esta es la mujer que escribió ese poema que, según me confesó, anda rondando hace años por los laberintos de la Internet, publicado a veces con el título original de Tedeam Laudeamus y otras veces en latín macarrónico. ¡Esta es la mujer que lleva clavada en el pecho la ignominia y la vergüenza que resumidas en dos palabras se llaman Angusto Pinochet! ¡Esta es la mujer que denuncia, desde su modesta casa de campo en un rincón perdido entre los cerros de Costa Rica, los atropellos que se cometen a diario contra la población latinoamericana dizque en defensa del progreso y de la democracia y que no buscan otra cosa sino el mantenimiento e incremento del statuo quo social, económico, político. Esta es la mujer que ha recibido galardones por su creación literaria y que, en la soledad de su entorno físico y espiritual, sabe disfrutarlos sin alardes ni fatuidades.(*)
Sin querer pecar de vanidoso, ¡Tatiana y yo nos parecemos tanto! Tanto, que casi podría asegurar que por ahí, en algún entrepliegue de su vida, debe tener también a su Anastasio colgado de la lámpara de lágrimas con algo parecido a las dos corbatas que al mío le regaló su mujer y que le sirvieron para terminar haciendo mutis por el foro, hastiado de convivir con una sociedad humana con la que nunca se pudo entender.
(*) Asalto al Paraíso ganó el premio Sor Juana Inés de la Cruz de la Feria del Libro de Guadalajara y Mención de Honor de la Municipalidad de Santiago de Chile. El Corazón del silencio y Entre Dios y el diablo ganaron el premio nacional Aquileo Echevarría, de Costa Rica.
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