Tomo conciencia de que estoy en un incendio cuando toco el vaso de agua y éste quema. El agua está caliente. El sol ha enrojecido, y me encuentro como si viviera en su estómago.
Por un momento vuelven a mi cabeza imágenes de pueblos antiguos a punto de realizar un sacrificio, pienso en Roma envuelta en esa ropa hiriente que la humanidad descubrió hace tanto, y que aún sigue sin poder controlar cuando ese descubrimiento se agita como protesta.
Una vez me quemé bastante la palma de la mano, cuando la puse sobre un calefactor que había bajo la mesa de la cocina. Me dolió un par de días. Un dolor terrible. También me acuerdo de lo que ocurre cuando pasas demasiado tiempo en la playa y te duchas con agua muy fría, esa sensación de que todo es áspero y está hecho de diminutas púas. El fuego se usó durante mucho tiempo en la Edad Media para vender indulgencias, para dar miedo a la población y ponerla de rodillas.
Sobre los apóstoles se posaron algo así como lenguas de fuego azul y musical. La voz de Dios que habló a Moisés procedía de una zarza que no se desintegraba. Una columna de fuego era una luz en el desierto. El fuego que aparece en la Biblia no quema, ilumina para que nos podamos apartar del auténtico infierno: estar para siempre separado de Dios. El fuego que nosotros producimos hace mucho, mucho daño.
Cuando dejo caer al suelo el vaso hirviendo me obligo a repetirme que hay que calmarse y buscar una salida cuanto antes. Me echo al suelo y me arrastro, tratando de respirar lo menos posible. Me avergüenzo de haber pensado antes de nada en mi dinero y sentir alivio al comprobar que todas mis cosas están a salvo. Salgo al pasillo y oigo gritos y carreras por el piso de abajo. Las llamas cubren el techo como un terciopelo furioso. Paso varias puertas y llego a las escaleras estrechas que dan al descansillo principal. Desciendo lentamente, pegado a la pared.
Nada más llegar abajo, en un descenso interminable, me llega el lloro de una niña que descubro agazapada tras el mostrador de la recepción. Trato de calmarla en vano. Cojo la típica campanilla de hotel que ya no se utiliza casi en ninguna parte del mundo, y le doy golpecitos que atraen la atención de la niña por unos momentos, justo los treinta pasos que nos quedan hasta la salida.
Fuera nos esperan las primeras luces artificiales, cuyo resplandor es aún pequeño en comparación con el fuego que lame las columnas de piedra de la entrada. El caos debe ser como el que vi en una foto con el incendio del Reichstag, o aún peor. La gente vuelca cubos sin parar sobre las sedientas llamas hasta que llegan los bomberos en su camioneta de motor usado. Dejo a la niña correr hacia su madre y me dejo caer sobre la acera, tosiendo hasta volverme violeta. A unos cincuenta metros veo un grupo de unas quince personas arrodilladas en círculo.
Me tambaleo hasta allí y escucho sus oraciones sin entender sus palabras, pero comprendiendo que una buena lluvia pondría las cosas en su sitio. Miro al cielo, y nada parece indicar que vaya a caer agua. Me arrodillo yo también junto a ellos, por qué no. Me arden las mejillas. Tengo sed.
Me cae una gota en el pelo. Sudor. Me palpo la frente. Otra gota, esta vez sobre mi mano. Una gota minúscula. Un pequeño milagro. Me la llevo a los labios, con la duda pegajosa entre los dedos. Otras gotas siguen a las primeras, precipitándose tímidamente al principio, y luego de un modo más intenso, hasta el punto que no me queda más remedio que mirar hacia arriba.
Un manto espeso de nubes color canela se vacía sobre todos nosotros, y hace mucha más fácil la labor a los bomberos. Me pongo en pie y me dejo empapar, abriendo la boca para beber. Una punzada en el estómago me pide que conserve todo lo fresco que pueda este instante. La lluvia huele con ese olor de tierra empantanada, ese olor limpio. La lluvia se marcha como vino, con disimulo. Dejo pasar un buen rato, inmóvil, clavado en el suelo, hasta casi desfallecer. Siento que todo está mojado, cubierto de gracia, incluidos mis calcetines. Me enjugo los cabellos con una toalla que alguien me pasa. Es el padre de la niña. No nos decimos nada. Tampoco hace falta. El cielo está despejado del todo, como si las nubes no se hubiesen desplazado, sino que la oscuridad se las ha bebido.
Sobre la humedad se impone de nuevo el aroma a carbón, a ascuas. Veo a la gente borrosa, gelatinosa, y cubierta con una especie de resplandor esmeralda. El padre de la chica dice algo de que no me preocupe por dónde me quedaré esta noche. Me siento en el asfalto cuarteado, imperfecto de simas apenas perceptibles por las yemas de los dedos entumecidos.
Tengo sueño.
Miro al hombre que me pone la mano en el hombro y veo su sonrisa resplandecer antes de que se vele mi campo de visión. Su sonrisa se empaña. Oscuridad. Cruz de piedra. Juicio. Pesadilla. Caída libre sobre kilos y kilos de algodón. Golpe sordo e indoloro en la nuca. Respiración estable. Pálpitos en la garganta. Mañana será otro día, alguien susurra.
Si quieres comentar o