Día de colegio

Camina descalzo, dando pequeños brincos, un grano de trigo yendo a su antojo por calles dormidas. Y es que la vida se refugia ahora en la casa propia, con las puertas y las ventanas siempre abiertas para dejar pasar las estudiadas corrientes de aire... o bien en las azoteas de las que cuelgan banderas de una tal señora Revolución.

Resuenan con estruendo de tambores la carne en las sartenes, y también las risas esquivas, las palmas y los tacones altos y afilados en el piso de abajo. No todos los días se cumplen catorce quince años, y además, cada día tiene que ser distinto del anterior. El abuelo enciende su cigarro. El barrio resopla en las altas horas de calor y de color. La limonada puede ser también rosa, o canela oscuro si la mezclas con cola, una de esas cosas que se han traído y adaptado del país que da la espalda a la isla. El café no se deja enfriar junto a la ventana: cuanto más queme, mejor. Parece un mundo de contradicciones, pero es así como se supera una vida que ha de avanzar día a día.

Cada instante debe ser brillante, digno de ser recordado. Todo se aprovecha, todo tiene un valor. Nadie se queja, a pesar de llevar cuarenta años pastando en el desierto. Suenan los flashes de las cámaras de foto. Suben y bajan con nerviosismo las cremalleras para los distintos trajes de la chica que cumple hoy los quince, la hermana del muchacho que hoy no pisa el colegio. Sin duda es un día normal, un día de colegio, para la ciudad. Pero en esta casa, el día impone un ritmo diferente, un ritmo que desarma.

El chico se detiene frente a una puerta parecida a una tienda de ultramarinos. El paso del autobús, tan inesperado como anecdótico, impide ver la entrada del muchacho, que sale de allí a los pocos instantes con un paquete bajo el brazo, un paquete voluminoso, rígido. El paquete conduce al muchacho a la puerta de enfrente. Un señor mayor le aconseja, le dice: “No tomes el camino por coger la vereda”. El paquete ya no está cuando sale. Se ha transformado en una tela voluptuosa, blanca.

Al cerrarse la puerta, la sombra de una cruz se proyecta en el suelo de un modo firme, nítido. El muchacho vuelve, y antes de entrar al edificio y escapar de mi vista desde la azotea, donde una hamaca me espera, dice algo a otro chico parecido a él en constitución, aunque algo mayor, y luego repite la sombra de la cruz, contorneándola con su pulgar sobre su frente.

Así es el trasiego de la vida: un constante ir y venir, estar al tanto de lo que ocurre, .y ante todo, tener fe.

El día de colegio decaerá con el ocaso. Mañana vendrá otro, pero ya no será el mismo. Bástele a cada día su propio bien, su propio mal, y su propia fiesta de quince años; su propio chico de los recados, y su propio camino en las callejuelas de la vida, bajo la mirada atenta desde una azotea bañada en luz.