Doy gracias a Dios porque en mi caso no fue así, aunque tuve mis propias batallas dialécticas. Recuerdo con nostalgia aquellos debates de juventud sobre la creación y la evolución mantenidos con mis sufridos pastores, Sixto Paredes y Samuel Vila, quienes descansan en el Señor desde hace años.
Ellos me conducían con paciencia por los versículos del Génesis, mientras yo les espetaba la selección natural del señor Darwin, recién aprendida en las aulas de naturales. No obstante, aquellas conversaciones apasionadas, lejos de apartarme de la fe, despertaron en mi una sed por conocer mejor los mecanismos de las propuestas evolucionistas para contrastarlas con las verdades reveladas en la Escritura. Debo confesar que ahí empezó la afición que siempre he tenido por el tema de los orígenes.
Sin embargo, otros muchos perdieron la fe.
Este fue el caso, por ejemplo, del abogado norteamericano, Lee Strobel, quien en su libro,
El caso de la fe, escribe: “[...] creo que se puede decir que perdí los últimos restos de mi fe en Dios durante la clase de biología en la escuela secundaria. [...] cuando por primera vez me enseñaron que la evolución explicaba el origen y el desarrollo de la vida. Las implicaciones fueron claras: la teoría de Charles Darwin eliminó la necesidad de un Creador sobrenatural” (Strobel, 2001: 101) Afortunadamente, muchos años después conoció a Cristo y hoy es pastor de una iglesia en California. En esta misma obra menciona experiencias similares ocurridas a otras personas.
El ateísmo que profesan en la actualidad tantas criaturas, sobre todo en mi país natal, España, se debe en buena medida a la formación secular que han recibido, íntimamente ligada a la teoría de la evolución y a una pretendida neutralidad religiosa.
Esta situación se refleja bien en escritos como los del biólogo español, Javier Sampedro, quien se confiesa “ateo impenitente” y en su libro,
Deconstruyendo a Darwin, dice entre otras muchas cosas que el padre de la evolución acabó: “con una superstición tan antigua como la propia humanidad: la de creer que Dios existe. [...] Si quieren loar a la persona que mató a Dios no busquen en el entorno de Nietzsche. Pidan la lista de los pasajeros del
H.M.S. Beagle (
el barco de Darwin)” (Sampedro, 2002: 23). ¿Cómo es posible que hoy, en pleno siglo XXI y ante los nuevos descubrimientos científicos, se continúen manteniendo ideas tan alejadas de la evidencia?
Es cierto, como enseña la Biblia, que el corazón se entenebrece cuando se deja guiar por razonamientos inútiles e insensatos. Si en los días de Darwin muchos creyeron que su teoría hacía innecesario a Dios, hoy ya no es posible seguir manteniendo esta postura. En la actualidad se sabe, como veremos más adelante, que la selección natural es incapaz de explicar el origen de la vida y la sofisticada complejidad de los organismos.
No obstante, hay personas que no desean creer en la realidad de un Creador y siguen aferrándose a la idea de que debe existir alguna explicación lógica, todavía por descubrir, que elimine la necesidad de Dios. Desde luego, quienes así piensan son libres de hacerlo, pero que no recurran a la ciencia para apoyar su increencia. Las últimas revelaciones científicas confirman más bien todo lo contrario. Este mundo evidencia por todas partes una inteligencia creadora que lo proyectó con esmero y sabiduría. El diseño natural insinúa a Dios.
Entre los pensadores agnósticos hay quienes afirman que si la selección natural de Darwin mató a Dios, los descubrimientos de la ciencia actual parecen resucitarlo. Aunque para los creyentes tales afirmaciones resulten absurdas e incluso blasfemas, (¡cómo puede el ser humano matar a Dios!) lo cierto es que la segunda parte de esta idea da de lleno en el blanco. El orden natural del universo así como las capacidades intelectuales del ser humano, que hacen posible la ciencia o la solución de los misterios que ésta revela poco a poco, apuntan hacia la existencia de un Creador capaz de diseñar el mundo con esmero y de esconder su enigmático plan en las entrañas de la materia y la vida.
Pero, si se acepta tal evidencia, surgen inmediatamente cuestiones de carácter metafísico. ¿Por qué crear? ¿Qué necesidad tenía Dios de su creación? ¿Cuál es el sentido último de la misma? ¿Sería lógico esperar que el Creador intentara comunicarse con el ser consciente por excelencia de su obra para manifestarle su voluntad? A estas preguntas sólo es posible responder de manera adecuada desde la reflexión teológica. No obstante, el sentido común puede también resultar muy útil.
Por ejemplo, si se compara la tarea creadora original con aquello que realizan los artistas humanos en la Tierra, es posible plantearse: ¿por qué crean los pintores? ¿Cuál es la motivación que llevó, por ejemplo, al florentino Leonardo de Vinci a plasmar en un lienzo su magnífica
Gioconda? ¿O a Rafael, a pintar el famoso fresco de
La escuela de Atenas, mediante el que intentaba hermanar el saber antiguo con la revelación cristiana?
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