Este desplazamiento religioso tan importante se está realizando mucho más rápidamente que en cualquier otra época de la historia. La insistencia de los creyentes en el mensaje social de Jesús y en su preocupación por la liberación de los pobres, los marginados y los oprimidos, ha contribuido a despertar el interés por la fe cristiana en la mayoría de los países del sur, independientemente de sus tradiciones religiosas autóctonas. En la India, por ejemplo, los parias han encontrado en el Evangelio la esperanza y la dignidad que les negaba el sistema de castas de la institución brahmánica; en China los obreros descubren en el cristianismo valores y respuestas claras a las inquietudes existenciales que preocupan a todo ser humano y que el marxismo no les respondía satisfactoriamente; los africanos, por su parte, que viven en medio de una pobreza cruel y deshumanizante, dirigidos en muchas ocasiones por régimenes corruptos, sufriendo continuas guerras y enfermedades mortales como el SIDA, se acogen pronto al mensaje de Jesucristo porque en él hay esperanza y sanidad para el cuerpo y el alma. Es lógico, por tanto, que el cristianismo crezca hoy más que nunca entre los pueblos del sur.
No obstante, este rápido crecimiento está generando polémicas importantes en el seno de las respectivas confesiones cristianas ya que ha traído también la proliferación de interpretaciones diversas de la fe. Algunos teólogos asiáticos y africanos partidarios del diálogo interreligioso están proponiendo relaciones próximas entre las verdades cristianas y las tradiciones hindúes, budistas o animistas de sus propios pueblos. Esto constituye uno de los principales peligros para el cristianismo futuro, no el de inculturarse en cada tradición, algo que sería necesario y deseable, sino el de convertirse en una religión global que lo incluya todo. En una especie de esperanto religioso hipermoderno, sincretista y variopinto.
Los chinos convertidos al catolicismo, por ejemplo, continúan practicando la veneración de sus antepasados en la misa del Año Nuevo chino, tal como hacían en su antigua tradición confuciana. En la India se concibe el sacrificio de Cristo en la cruz como el acto mediante el cual eliminó su karma malo, lo que le permitió acabar con las futuras reencarnaciones. En América Latina muchos católicos siguen adorando además a los ancestrales ídolos africanos que los esclavos llevaron consigo hace cuatrocientos años, así como a las antiguas divinidades precolombinas. Y, en fin, entre los evangélicos de todo el mundo proliferan las congregaciones inspiradas en revelaciones personales de un líder carismático, que se apartan de la Biblia, y usan la teología de la prosperidad para capitalizar las carencias de pueblos marginados económicamente. Se aprovechan de la tendencia al sentimentalismo y al trance emocional de determinadas culturas para difundir sus ideas y crear así más iglesias.
De esta manera, según la Enciclopedia Cristiana Mundial,
se ha alcanzado ya la cifra de 33.800 denominaciones cristianas a escala mundial (Woodward, 2001). Frente a tales tendencias que se están dando en todos los ámbitos del mundo cristiano, el Vaticano ha reaccionado publicando un documento, que ha sido muy conflictivo y criticado tanto desde sectores protestantes como católicos, cuyo fin principal sería reducir este sincretismo, esta mezcla de religiones que se detecta actualmente dentro de la iglesia de Roma. La Congregación para la Doctrina de la Fe hizo manifestaciones en el
Dominus Iesus, afirmando que la “única religión verdadera subsiste en la Iglesia católica” o que “las Comunidades eclesiales que no han conservado el Episcopado válido y la genuina e íntegra sustancia del misterio eucarístico, no son iglesia en sentido propio”. Asimismo acerca de las otras religiones no cristianas se decía que “se hallan en una situación gravemente deficitaria si se compara con la de aquellos que, en la Iglesia, tienen la plenitud de los medios salvíficos”.
Hasta cierto punto es razonable la reacción adversa de las iglesias protestantes ante este documento que fue presentado al Papa por el cardenal Ratzinger el día 16 de junio del 2000. Sin embargo, en mi opinión, no parece un texto dirigido específicamente contra los protestantes sino más bien contra las múltiples facciones católicas por todo el mundo que amenazan con avenirse a otras religiones e independizarse poco a poco de Roma. Seguramente cuando se marcan unos caminos estrictos para la salvación, lo que se quiere recordar a todo el mundo católico, diverso y lleno de vivencias diferentes, es que no se puede hacer nada al margen del Vaticano romano. En el fondo este documento responde a una doble amenaza, la del sincretismo religioso y la del deseo de autonomía de las iglesias católicas regionales o nacionales.
Ante la situación de mundialización en que nos encontramos, las siguientes cuestiones resultan hoy más relevantes que nunca, ¿son positivas y convenientes las relaciones interconfesionales y el diálogo interreligioso? Es cierto que el ecumenismo no ha dado los resultados que se esperaban pero, ¿significa eso que ya no debe haber ningún tipo de relación entre católicos y protestantes? ¿qué tipo de relación sería oportuno mantener? El diálogo con los católicos no tiene por qué suponer una pérdida de nuestra propia identidad, como se piensa a veces, sino más bien un enriquecimiento de la misma. El conocer y compartir de ideas y puntos de vista doctrinales o teológicos puede contribuir a fortalecer nuestras propias creencias y a que conozcamos mejor aquello que nos define.
Pero la relación interconfesional no puede limitarse a una mera discusión teológica de eruditos, sino que debe ampliarse a la relación diaria entre personas que viven juntas, se aman y se respetan a pesar de pertenecer a confesiones diferentes. Tal relación puede suponer también el reto de asumir un compromiso común frente a situaciones de justicia, de defensa de la fe y los valores cristianos, así como actividades que contribuyan a dignificar al ser humano. Si la doctrina separa, la acción es capaz de unir. No deberíamos olvidar que aunque subsisten diferencias importantes, es mucho más lo que nos une que lo que nos separa. Y ¿por qué no? el diálogo puede llevar también, en determinadas situaciones, a la oración conjunta a Jesucristo, el centro de toda relación de unidad entre los cristianos. En muchos lugares se está viviendo ya una unión práctica y diaria de los creyentes, aunque la unión oficial de sus respectivas Iglesias no llegue a ser nunca una realidad.
El guirigay moral y ético de las actuales sociedades postmodernas supone un reto común a todas las iglesias cristianas. Los atentados contra la familia, la educación o los valores del Evangelio son continuos en nuestro mundo occidental. La enseñanza de una “religión” de inspiración agnóstica, o incluso atea, en las escuelas supuestamente laicas implica una necesidad y supone una oportunidad para hacer un frente común por encima de nuestras diferencias teológicas. Todo aquello que represente una amenaza directa a la fe que compartimos debe ser interpelado desde la unidad de todos los cristianos.
En este sentido se han llevado a cabo ya importantes acciones de carácter interconfesional como la “Declaración conjunta en defensa de la familia y de la vida” suscrita en Estados Unidos por católicos, protestantes, ortodoxos y judíos o la “Carta Ecuménica Europea”, firmada en Estrasburgo por representantes de todas las confesiones cristianas en Europa (católicos, anglicanos, protestantes, evangélicos y ortodoxos) que consideran como misión prioritaria común, “devolver al continente el alma que parece haber perdido”. En palabras del Papa Juan Pablo II, “Europa no puede ser comprendida ni edificada sin tener en cuenta las raíces que se encuentran en su identidad original, ni puede tampoco construirse rechazando la espiritualidad cristiana de que está impregnada” (
La Vanguardia, 22.04.01). Urge, por tanto, un esfuerzo común encaminado al anuncio claro del Evangelio con independencia de trasfondo confesional. De lo contrario, -añadió el rumano Daniel, metropolitano ortodoxo– “La experiencia de la secularización en los países del Este es que cuando las personas abandonan la tradición cristiana en la que se formaron, no pueden quedarse así, sino que tienden hacia una religiosidad difusa y sincrética”.
En el mismo sentido habría que valorar el diálogo interreligioso en países de tradición no cristiana, en los que no se respetan los principios más elementales de libertad religiosa y la fe cristiana sufre verdadera persecución. Quizá si tal diálogo se practicara podría terminarse con tantos crímenes y con esa sangría de mártires de la fe que persiste todavía hoy en algunos países.
Esta relaciones entre religiones no implican en absoluto la renuncia a nuestros principios doctrinales, ni la traición de las bases históricas de nuestra fe evangélica. Son más bien la respuesta necesaria a una problemática común, ante la grave amenaza de ese enemigo poderoso que es la religión laica.
Cada vez será más imperiosa la necesidad de unir nuestros esfuerzos a la hora de plantear ante gobiernos y administraciones públicas nuestros derechos como cristianos, en una acción reivindicativa cuyo éxito solo es viable, hoy en día, desde la perspectiva de una acción interconfesional conjunta.
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