No hay por qué dudar de la autenticidad de muchas actitudes religiosas, ni de la sinceridad del corazón del creyente que ora bajo la influencia del Espíritu Santo, pero sí que es conveniente proclamar que existe el peligro de que extraviemos nuestros caminos
Por ello, es importante señalar y resaltar que
el creador que fue capaz de dar la vida de su Hijo por la humanidad, considera más sagrada la vida del hombre que todos los actos religiosos juntos. El ser humano tiene más valor para Dios que todos los tiempos de oración, alabanza, ceremonias, lugares o utensilios de culto.
Primero el hombre, después lo demás. Por tanto, el único criterio para discernir verdaderamente si nuestro culto y nuestra adoración nos “religan” de verdad a Dios, es que nos comportemos como hermanos ya que nuestra responsabilidad ante el Señor se juega en el terreno de este mundo, en el esfuerzo para que venga su reino y se cumpla su voluntad en la tierra como en el cielo.
Cuando el Señor Jesús respondió a la mujer samaritana que a Dios se le puede adorar en cualquier lugar de la tierra, con tal de que se le adore “en espíritu y en verdad” porque “Dios es Espíritu” (Jn. 4:24), no le estaba insinuando que para poder adorarle tenía que practicar una especie de misticismo que le elevara espiritualmente hasta el séptimo cielo o que tenía que entrar en un trance como si fuera una médium espiritista intentando conectar con el más allá.
No, nada de eso.
Al decir que Dios es Espíritu, el evangelista Juan estaba afirmando que en el creador se da el dinamismo del amor que ha creado al ser humano y sigue actuando en el resto de la creación. El Padre comunica su vida a toda criatura por medio de ese amor que lo caracteriza. Por tanto, decir que Dios es Espíritu significa afirmar que el amor procede de Dios y que Dios es amor.
Por eso cuando el ser humano ama de verdad a sus semejantes se transforma en espíritu porque
“es nacido del Espíritu” (
Jn. 3:6) y se hace semejante a Dios mismo tomando parte de su plenitud (
Jn. 1:16). De manera que el culto a Dios deja de ser vertical e individual porque el Espíritu de Dios está presente en todos los hombres que le aman y aman a su prójimo. Este es el único y verdadero culto que el Padre desea que se le tribute, el culto del amor.
El culto antiguo exigía del ser humano continuos sacrificios de animales y bienes materiales, así como una humillación constante del hombre frente a Dios. Había una gran distancia que separaba a las criaturas del creador. Sin embargo, el nuevo culto que Jesucristo hizo posible dejó de humillar al hombre y empezó a elevarlo acercándolo cada vez más a Dios y haciéndolo muy semejante al Padre.
Ya no había que llamarle
“Señor de los ejércitos”, sino papá (abba) porque se trataba de un padre amoroso.
Por tanto,
Dios ya no quiere cultos como los de la antigua alianza con sacrificios y ofrendas de animales, ni siquiera quiere sacrificios personales, golpes de pecho, derramamiento de lágrimas o promesas difíciles de cumplir. Dios no quiere más sangre animal o humana. Él no espera dones, sino comunicación sincera, amor y responsabilidad por parte del hombre. Su gloria consiste en dar vida y desplegar así el dinamismo del amor.
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