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Por qué no te callas

Al escribir el título de este artículo prescindo, deliberadamente y por una cuestión elemental, de los signos exclamativos o interrogativos. Si a la frase le añadiera signos interrogativos, estaría dándole una connotación de ruego, de súplica, de «mi hermano querido, ¿serías tan amable de guardar silencio mientras terminamos de exponer nuestras ideas?».
EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 26 DE ENERO DE 2008 23:00 h

Y si le agrego signos exclamativos, estaría dándole una connotación parecida a «Oye infeliz, ¡te vas a callar de una buena vez o quieres que...!» (Tampoco tomo en cuenta el gesto que el dueño de la frase hizo con la mano mientras la pronunciaba. Dicen que hizo un ademán con uno de los dedos. No me fijé si lo hizo y, si lo hizo, cuál fue. Ni me interesa averiguarlo porque, como se sabe, ciertos gestos con ciertos dedos tienen, en ciertos lugares, ciertos sentidos, algunos de ellos no muy de gente decente. Así es que esto del gesto mejor no meneallo.)

Slogan de un periódico que quizás en alguna parte del mundo haya existido: «¡El único que calla lo que los demás no se atreven a decir!»

Juancito dice que hasta los cinco años de edad estaba convencido que se llamaba Cállate. Porque todo el mundo le decía: «¡Cállate!»

«Os digo que si éstos callaran, las piedras hablarían» (Jesús en Lucas 19:40, dirigiéndose a los fariseos que quizás con una mano en alto y un dedo sobresaliendo de los demás le conminaban a que hiciera callar a sus discípulos.)

Hasta el momento que perdió la paciencia, siempre tuve un alto respeto por el rey Juan Carlos. A simple vista me parecía un hombre público ecuánime, paciente, bien centrado, un caballero. Claro, no había recibido aun la andanada de datos, comentarios e informes que me han venido llegando por Internet después de la famosa frasecita. No sé si lo que se dice de él será verdad o no; por eso, prefiero ignorarlos, como ignoramos el gesto que presumiblemente hizo con la mano.

Las reacciones de la gente han sido abrumadora en favor del rey. La razón es muy sencilla. Los medios hace rato que han venido tratando de hacer callar al señor Chávez. Y como hoy por hoy la gran prensa de esta parte del mundo sigue una sola línea, esa misma línea es la que siguen los lectores. Precisamente de eso se trata. Si no fuera así, no se la llamaría el «Cuarto Poder».
(Aunque no aparece como una de las causales, fue en repudio a esta abrumadora influencia sobre el modo de pensar de las gentes que mi amigo Anastasio terminó colgándose de la lámpara de lágrimas con las dos corbatas que le había regalado su esposa Isabelina. Ver «Las corbatas de Isabelina» en P+D del 11/11/2007.)

En lo que a mí respecta, espero que el señor Presidente de la República Bolivariana de Venezuela haya aprendido la lección. Y que hable menos y haga más. «Por la boca muere el pez» advierte el dicho popular. Y «el que mucho habla, mucho yerra».

Por otra parte, para que un hombre de la talla del rey de España haya contestado un exabrupto con otro exabrupto tiene que sentirse plenamente identificado con el personaje a quien se estaba refiriendo el señor Chávez. Tenemos, entonces, que lo que aquí se produjo fue lo que quiere decir ese otro refrán popular, según el cual «un clavo saca otro clavo». O, como dicen los chilenos: «Hoy por ti, mañana por... la Alameda».

Claro que las acusaciones contra el ex jefe del gobierno español eran duras. Y quizás para la mayoría de la gente no haya forma de saber si tales acusaciones eran verdad o eran mentira. Solo que, como dicen en Costa Rica con tanta sapiencia: «Por la víspera se saca el día»; es decir, analiza esto y aquello y lo otro y podrás llegar a una conclusión más o menos exacta.

Hay otro asunto, sin embargo, que habría que tocar. Y es que, hasta donde me doy cuenta, poco más se ha hablado del encontronazo de Santiago de Chile. ¿Por qué será? ¿Será por la misma razón que tuvo Don Quijote para decirle a Sancho: «Esto, Sancho, mejor no meneallo»? Y es que esas palabras, y ese rostro alterado y esa mano alzada nos trajeron a la memoria algo que los sudacas no podemos olvidar: la conquista de América por nuestros ancestros. Tan indelebles son las marcas que quedan entre nosotros de aquel oscuro pasado que ya debería estar completamente perdido en las nebulosas del tiempo pero que no lo está, que cuando se trató de «celebrar» los 500 años del Descubrimiento de América, las celebraciones terminaron siendo cualquier cosa menos eso.

Aunque tengan a todo el establishment a su favor, los españoles que vienen a América Latina tienen que andarse con mucho cuidado. Porque nosotros, los sudacas, tenemos, por un lado, sangre española (por lo tanto, siendo medio hermanos nos asiste algún derecho de decir las cosas como las vemos y las sentimos y de perder la paciencia como la pierden ellos). Pero también tenemos sangre mapuche, sangre araucana, sangre yaguita, sangre alacalufe, sangre ona, sangre incaica, sangre azteca. Y esa mezcla, a veces tiende a ser... a ver... cómo decirlo para no errar... un tanto alborotadora. Interprete usted lo de alborotadora como le parezca. Quizás por esto ha sido que la frasecita del rey Juan Carlos se ha archivado rápidamente y ya muy poco se habla de ella.

Entre todos los libros que tengo en mi biblioteca, hay uno que aprecio como si fuera oro macizo. Es «La Araucana» (Aguilar, S.A. de Ediciones Juan Bravo, 38, Madrid, España, 1968, 885 páginas impresas en papel biblia, tamaño bolsillo), un poema épico escrito por Don Alonso de Ercilla y Zúñiga y publicado hace la friolera de 400 y tantos años. Para quienes saben de la existencia de esta epopeya escrita en octavas reales, no habría mucho más que explicar. Pero para quienes no, baste decir que es un poema en el que se exalta la bravura de nuestros indios, araucanos y mapuches que lucharon en total desigualdad de condiciones contra los conquistadores. Estos mismos araucanos y mapuches, con quienes hoy, después de más de 500 años nos sentimos tan identificados pese a lo mal que lo están pasando los pobres(*).

Uno se pregunta: «¿Cómo fue que a un poeta tan fino y sensible como D. Alonso se le ocurrió unirse a los aventureros que, recogidos de por aquí y de por allá en la Península, formaron aquellas bandas de conquistadores que llegaron a nuestras costas cargados de baratijas para cambiarlas por oro?

Los que detentan el poder, sea éste político, económico, mediático, publicitario, bélico, tienden a hacer callar a los demás. Que nadie hable. Que nadie diga nada. Que todos se sientan felices con lo que tienen. Y con lo que no tienen. Y si alguien habla para denunciar lo que haya que denunciar, saltan cien reyes de España gritándole «¡Por qué no te callas!»

Fue lo que querían los fariseos en los tiempos de Jesús. Que los discípulos cerraran la boca. «Maestro, reprende a tus discípulos. Diles que se callen». Pero Jesús les contestó con su propia boca abierta el doble que las de sus muchachos. «Si éstos callaran, las piedras hablarían» o, como dice la NVI, «las piedras gritarían».

A veces, encontramos profetas entre personas que no son «tan» cristianas como nosotros creemos que somos. (Algo de esto dijimos en nuestro artículo «Esas anchas alamedas» en P+D del 08/09/2007.) Personas que, según nuestra «santa» opinión son candidatos seguros al infierno. (En realidad, si fuera por nosotros, ya deberían estar allí muchos de los que persisten en hablar, en gritar, en clamar, en denunciar.) Pero habrá una clase de personas a quienes, según Apocalipsis 6, llegado el día no les irá nada de bien. «Los reyes de la tierra, los magnates, los jefes militares, los ricos, los poderosos... todos gritaban a las montañas y a las peñas: “¡Caigan sobre nosotros, y escóndannos del rostro de la mirada del que está sentado en el trono y de la ira del Cordero, porque ha llegado el gran día del castigo! ¿Quién podrá mantenerse en pie?”» (vv. 15-17, NVI). Ahí lo dejamos por hoy.



(*) Después de capturar al toqui Caupolicán, los españoles armaron una especie de cadalso, pusieron un tronco de árbol en el medio, al que le aguzaron uno de los extremos. Y, con las manos amarradas, sentaron allí al prisionero, muriendo atravesado por la pica. Cuando llegó al cielo y al saber que se trataba del jefe indio, San Pedro, amablemente, lo hizo pasar a su oficina, diciéndole: «¡Pase, hombre, pase! ¡Tome asiento!» A lo que Caupolicán contestó: «¡No, gracias! ¡Paradito no más!»
 

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