La Iglesia cristiana, siempre ha fomentado y protegido la historia porque ha encontrado en ella un importante aliado, el apoyo científico a la autenticidad de su mensaje. Un sólo documento original del siglo II, que haga referencia a los orígenes del cristianismo, tiene más valor que cien mil páginas de apologética escritas en el día de hoy. Un fragmento del evangelio de Mateo en un pedacito de papiro, da más credibilidad a la Escritura que todos los comentarios publicados durante los últimos cien años.
La historia es fundamental para demostrar la autenticidad de nuestra fe. Sucede, sin embargo,–y esto es muy de lamentar–, que en nuestros círculos evangélicos parece como si, últimamente, el patrimonio de la historia se hubiera olvidado o incluso rechazado. Y así, con este falso concepto en mente, algunos han desarrollado una tendencia a prescindir de la historia. Pretenden, dar un salto acrobático estableciendo un puente directo entre su iglesia o denominación y la Iglesia primitiva.
Como si la actividad de Dios, la obra del Espíritu Santo, se hubiera paralizado después del siglo I, y hubiera permanecido inactiva por mil y tantos años para continuar ahora, en el siglo XX. Todo lo acaecido en la comunidad cristiana durante casi veinte siglos, no les importa.
Esto es un error gravísimo. Aferrarnos obcecadamente a la idea de que nosotros entroncamos directamente con la Iglesia primitiva y no tenemos nada que ver con la historia de la Iglesia, de cara al mundo, más que favorecer la imagen a las iglesias evangélicas, lo que hace es perjudicarlas. Lo único que conseguimos con esta actitud, es que el hombre de la calle nos vea como una secta, algo carente de historia y sin raíces, la creación novedosa de un grupo de iluminados advenedizos o una moda norteamericana.
Si la Iglesia parte de Jesucristo ha de ser forzosamente, en sí misma, un organismo histórico. Por tanto, para el hombre de la calle, todo grupo religioso que se desvincula de la historia de la Iglesia, no es una iglesia, es una secta. Las iglesias evangélicas no somos una secta inventada ayer por un iluminado. No partimos de cero. No nacimos por generación espontánea, engendrados por visión angélica y llamados a recomenzar la historia. Tenemos raíces que entroncan, a través de la Reforma, con toda la historia de la Iglesia hasta el cristianismo primitivo. El Espíritu de Dios obró poderosamente en el nacimiento de la Iglesia y ha continuado haciéndolo, desde entonces, a través hombres de fe. Pequeños núcleos de creyentes en los que la antorcha de la luz verdadera se ha mantenido siempre en alto, encendida y presente. Pensar que la actividad de Dios se paralizó en el primer siglo y que recomienza con nosotros, o con nuestro grupo, no tan solo carece de todo fundamento y de todo sentido, sino que es incluso un acto de presunción.
Sin la Reforma del siglo XVI, no hubiéramos conocido otra iglesia que la de Roma y la ortodoxa. Probablemente, ninguno de los grupos evangélicos actuales existiría porque todos son histórica y doctrinalmente, hijos de la Reforma o derivaciones de su base doctrinal.
No hay ni una sola iglesia, ni una sola denominación que pueda decir que ha nacido por generación espontánea y que no tiene nada que ver con otras o con la historia de la Iglesia. Todo individuo, toda colectividad que pierde sus raíces está en trance de perder su identidad. Como cristianos evangélicos, herederos de la Reforma del siglo XVI –y con ello herederos de la Iglesia antigua– nos es menester asumir nuestra identidad consciente y responsablemente.
Y ello sólo será posible en la medida en que estudiemos, conozcamos y amemos lo que fueron e hicieron nuestros antepasados en la fe. Tenemos que conocer a fondo nuestras fuentes y beber en ellas. El descubrimiento de esta identidad histórica común, ha de servir para fomentar la unidad y la cooperación entre las distintas denominaciones y las distintas iglesias actuales. Hay que evitar las situaciones de mutua descalificación y de guerra psicológica entre ministerios cristianos que con frecuencia juzgamos a veces, erróneamente, como competencia.
El hombre de la calle, por lo menos en España, no distingue entre bautistas y pentecostales, no conoce ni entiende las diferencias entre la iglesia “Jesús te llama” y la iglesia “Jesús viene”. Eso son cosas nuestras. Para él solo existen católicos y protestantes.
Si queremos diferenciarnos, en la proclamación de nuestro mensaje, de la amalgama de sectas que proliferan en el mundo y presentarnos ante los ojos del hombre de hoy, no como una secta, sino como una fe histórica común, digna de crédito, hemos de desenterrar nuestras raíces históricas, apoyarnos en ellas y establecer una identidad común recuperando el principio de unidad en la diversidad, y de mutua colaboración entre todas las iglesias a la hora de anunciar el Evangelio.
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