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De juicios, guerras y huelgas

Leyendo El crimen de La Cantuta, de Efraín Rúa (cuarta edición, 2005, E.R.S. ediciones 292 páginas), uno se pregunta cómo se las irá a arreglar el ex presidente Alberto Fujimori para convencer a la justicia peruana que él no tuvo nada que ver con este y otros crímenes en los que aparece comprometido. Y que siete de los cuales son los que lo tienen sentado en el banquillo destinado a los infractores de la ley después de su sonada extradición desde Santiago de Chile el 21 de septiembre de 2
EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 12 DE ENERO DE 2008 23:00 h

Todavía recordamos el desenlace de la toma de la embajada de Japón en Lima el 17 de diciembre de 1996 hecho que culminó el 22 de abril de 1997 con la liberación de los rehenes y la muerte de todos los miembros del grupo guerrillero. También, como se recordará, murieron un juez de la Corte Suprema peruana y dos soldados.

Algunos medios de prensa publicaron tímidamente después de terminado aquel conflicto, que los guerrilleros que no murieron en el enfrentamiento, que se rindieron y depusieron las armas fueron ejecutados a sangre fría por los soldados fujimoristas, hecho que no conmovió a nadie en el mundo, seguramente por tratarse de quienes eran.

Y a propósito, no deja de llamar la atención las etiquetas adhesivas que proliferaron en las defensas de los automóviles después del inicio de la invasión a Irak: «Oremos por nuestros soldados» dicen. No es censurable orar por nuestros soldados; es más, nuestra obligación bíblica es orar los unos por los otros, pero nos preguntamos si eso nos inhibe de orar por los soldados del otro bando. Jesús fue claro y enfático cuando dijo en su tan famoso Sermón de la Montaña: «Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo, y aborrecerás a tu enemigo. Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos» (Mateo 5:43-45). En esta y otras recomendaciones bíblicas nosotros preferimos reelaborar dichas instrucciones enmendando, según nuestro mejor saber y entender, el texto y el espíritu de la Escritura. Y decimos: «Yo estoy dispuesto a amar a mi amigo pero sin que eso vaya en desmedro de mi felicidad y de mi comodidad. En cuanto a mi enemigo, creo que es mejor seguir aborreciéndolo mientras él mismo no dé los pasos necesarios para presentárseme como un amigo. Y, lo siento mucho, pero si se me pone a tiro de metralla, lo siento pero lo despacho sin más trámites».

En su edición de noviembre-diciembre de 2007, el editorialista de una revista publicada en los Estados Unidos por una iglesia, pone en boca de una «very senior British ministerial source», citada antes que él por otra publicación, lo siguiente: «Si la gente hubiera sabido cuán cerca estuvimos de la III Guerra Mundial ese día, se habría desatado un pánico general» («If people had known how close we came to World War III that day there´d have been mass panic»). Y concluye la cita agregando: «[el Primer Ministro Gordon] Brown habría tenido que vérselas con el sangriento libro de Apocalipsis y Armagedón». La cita se refiere a un ataque de la aviación israelí a instalaciones militares sirias, hecho ocurrido, según entiendo, el 6 de septiembre pasado. Armagedón, paso de animal grande. Ya se ve venir.

La guerra. Y los soldados que van a la guerra. Se les convoca y se les manda a luchar por la defensa de ideales, valores y democracia. El desaparecido Camilo José Cela (Iria Flavia, Coruña, 1916-Madrid, 2002) se refiere en su Oficio de tinieblas 5 con un elegante sentido de denuncia que no deja de encerrar verdades tremendas, a este trámite que ha venido practicándose desde que el mundo es mundo. Dice él: «Los soldados van a la guerra cantando porque creen que la guerra es sólo la guerra pero después guardan muy grave silencio y lloran con una amargura infinita en este momento sus madres y sus novias aprovechan para perfumarlos con humo de sándalo y esencia de jazmín húngaro y de menta no tú rechaza el perfume y afiánzate bien sobre los riñones como cuando vas montado a caballo escúpeles a la cara sin exceso para que no te guarden gratitud y huye despavoridamente sin recato alguno húyele a la guerra no temas morir en el combate tú ya estás muerto antes de entrar en combate lo ignoras pero te mataron en tu casa cuando salías para la guerra ignorante de que la guerra no es sólo la guerra te mataron en las escaleras de tu casa con un alambrito casi invisible mientras bajabas las escaleras de dos en dos camino de la guerra muy contento y silbando canciones de soldados puente de los franceses o cualquiera otra date grasa por todo el cuerpo para que resbalen las mujeres que te quieren abrazar tu madre tu novia la madre de tu primo y su novia diles con un hilo de voz que se abracen las unas a las otras igual que las temerosas almas que pueblan el infierno» (p. 29).

El ex presidente Fujimori gobernó al Perú con mano dura. Durísima. Más estudiado e inteligente que el tristemente recordado Pinochet de Chile, no cayó en la torpeza de este cuando dijo que bajo su gobierno dictatorial no se movía una hoja sin su consentimiento. Fujimori fue más cauto pero es casi seguro que en el Perú tampoco se movió una hoja sin que él lo supiera o lo autorizara. Por eso, volviendo a lo del juicio, tendrá que hacer uso de todos los recursos a su alcance, lícitos e ilícitos, para impedir una condena.

No disponemos de información sobre la filiación política de Efraín Rúa. Quizás sea pro o contra de (total, cada uno de nosotros somos pro o contra de algo, incluso cuando nos declaramos imparciales). En su libro, sin embargo, parece adoptar una posición objetiva y opta por narrar los hechos tal como ocurrieron, lo que no le impide ofrecer descripciones bastante descarnadas de personajes como Wladimiro Montesinos. De él dice que se trata de «un tipo de talla y contextura mediana… rostro inteligente y ojos vivaces… duro con sus adversarios… al que nada le complacía más que dañar a sus eventuales oponentes». Uno de estos oponentes fue «el periodista Gustavo Gorriti, de la revista Caretas» quien «descubriera que Montesinos se encargó de la “defensa de reputados narcotraficantes a mediados de los años 80” y que «lo aprendido durante sus años de enlace con la CIA le sirvió para hacer una meteórica y bien remunerada carrera de abogado de narcos» (p. 80).

El establishment condena, y todo el mundo con él, a los grupos como los guerrilleros latinoamericanos (léase FARC, Sendero Luminoso, Movimiento Revolucionario Tupac Amaru, y otros). Los medios de comunicación, en manos de la clase dirigente no dicen, sin embargo, por qué esta gente se alza en armas. Refiriéndose a ciertos acontecimientos político-partidistas ocurridos en el Perú en 1986, dice Rúa: «En ese año, se produce la Tercera Marcha de Sacrificio a Lima en un intento por hacer frente a la grave crisis de la universidad, que en esos años sufre la falta de rentas, la fuga masiva de profesores principales, la falta de renovación y de nuevos aires. La disputa por la dirección de la marcha es elocuente: La mitad de los 2,500 estudiantes lanzaban consignas senderistas. Entre ellos estaban los de escasos recursos, los que carecían de libros, cuadernos y materiales de trabajo. Eran los que pagaban las consecuencias del abandono del gobierno. Cuando Sendero se trazó el objetivo de capturar la universidad, se dio cuenta de que era allí donde tenía las condiciones sociales adecuadas para irrumpir. Allí encontraba a los de los estratos más pobres, a los descontentos con una sociedad que frustraba su realización» (p. 36, itálicas mías).

La clase dirigente de nuestros países no tiene objeción para que «los estratos más pobres o los descontentos con una sociedad que frustra su realización» protesten siempre que lo hagan en orden y ojalá en completo silencio. Si gritan demasiado hay que hacerlos callar, a como sea. Hace unos días, no más de tres, pasé por el downtown (el centro) de la ciudad de Miami y me encontré con una marcha de unos cincuenta huelguistas. Toda gente humilde tirando a pobre. Daban vueltas y vueltas en un radio de unos cien metros. En una mano llevaban las típicas pancartas en las que exponían la causa de su protesta. Y en la otra, unas botellas de medio litro de esas de plástico que se usan para vender agua dentro de las cuales habían metido unas piedrecillas que hacían sonar en forma más o menos rítmica. Los estuve observando un rato y me di cuenta que a nadie molestaban ni nadie los molestaba a ellos. Más bien nadie se preocupaba de ellos. No había policías vigilándolos, no había alteración del orden público. Era, como quien dice, una manifestación huelguística ejemplar. Como deben ser las protestas. Que nadie se entere. Que pase desapercibida. Pregunté quiénes eran y me dijeron que eran trabajadores a quienes no les pagaron lo que correspondía por ciertos trabajos realizados en un edificio en construcción. «Bueno», dije, «tienen derecho a exigir lo que se les debe ¿verdad?» «Hmm», dijo la persona a quien le hice el comentario. Y luego le pregunté, «¿Desde cuándo están en esta manifestación?» Ahora fue más elocuente en su respuesta: «¡Uhh! ¡Hace unos tres meses!» «¿Tres meses y no pasa nada?» «¡Nop!»

Los mapuches chilenos llevan siglos luchando por recuperar sus tierras. Todo está en orden cuando no hacen ruido. Pero cuando lo hacen, les disparan con balas de verdad y los matan, como mataron hace poco al joven estudiante universitario que quiso unir su voz a los de sus ancestros.

Protestas, sí, pero en silencio, por favor. Que nadie se entere. Ni menos que se altere la tranquilidad que tanto nos gusta disfrutar. «A los pobres siempre los tendréis con vosotros» de modo que ¿para qué hacerse mala sangre?
 

 


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