Esta
es la misma cuestión que planteó Jesús a sus discípulos: “Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?” (
Lc. 18:8). Algo de esto parece estar ocurriendo en Europa. La tierra que fue cuna de evangelizadores y los expandió por todo el mundo, hoy ve como el escepticismo y la incredulidad proliferan por doquier. ¿Quiere esto decir que estamos condenados a ser los últimos cristianos de la historia?
No creo que sea así porque Dios, en su misericordia hacia el ser humano, no va a permitir que se apague la llama de la fe que su Hijo Jesucristo encendió. El futuro de la Iglesia depende ante todo de las previsiones del Creador y no del hombre. Él puede confundir las mejores predicciones sociológicas fundadas en hechos concretos, como ha hecho a lo largo de la historia. Por ejemplo, algunos pensadores pronosticaron en el pasado que el cristianismo sería sustituido por una religión laica que rendiría culto a la razón. Sin embargo, el tiempo se encargó de demostrar que tales creencias eran falsas y quienes deseaban sepultar la fe, murieron y fueron sepultados ellos mismos pero la fe continuó viviendo en el alma de millones de criaturas.
El apóstol Pablo se refirió en su época al ministerio cristiano que él mismo realizaba junto con otros hermanos, señalando que en ocasiones actuaban,
“como moribundos, mas he aquí vivimos; como castigados, mas no muertos; como entristecidos, mas siempre gozosos; como pobres, mas enriqueciendo a muchos; como no teniendo nada, mas poseyéndolo todo” (
2 Co. 6:9-10). Hace miles de años que el cristianismo ha venido mostrando signos de debilidad pero siempre se ha recuperado y el Espíritu Santo ha pasado de generación en generación a través de los tiempos. Además, el Señor Jesús le prometió claramente a Pedro que las fuerzas del mal no prevalecerían sobre la Iglesia (
Mt. 16:18). Por tanto, existen sobrados motivos para suponer que el poder del Maligno no conseguirá jamás acabar con la Iglesia de Jesucristo.
Sin embargo, a pesar de tales certezas fundadas en la Escritura, nada garantiza que la Iglesia cristiana vaya a llegar al final de los tiempos con la misma fortaleza y vigor que tuvo en otras épocas o en otros lugares. La historia confirma que ciertas regiones y ciudades en las que durante un tiempo el cristianismo floreció de manera espectacular y se crearon numerosas congregaciones, con el transcurso de los años fueron sustituidas por otras religiones que las erradicaron casi por completo. Esto es precisamente lo que ocurrió en Asia Menor. Allí floreció la fe en Jesucristo gracias a los primeros viajes apostólicos de Pablo. Se fundaron grandes iglesias y se celebraron los primeros concilios de la Iglesia. Pero en pocos años entró el islam y desplazó radicalmente a los cristianos. De los cincuenta y tantos millones de habitantes que hoy existen en Turquía -la antigua Asia Menor- sólo quedan ciento cuarenta mil cristianos. ¿No puede ocurrir también esto mismo en la vieja Europa? ¿no está aquí ahora disminuyendo la fe cristiana, mientras surge con fuerza en Latinoamérica y en otros continentes? ¿estamos frente a la nueva Diáspora del tercer milenio? No existen garantías para afirmar que en Europa no vaya a ocurrir lo mismo que en Asia Menor. De ahí que preguntarse por el futuro del cristianismo en el Primer Mundo no sea, ni mucho menos, una cuestión descabellada.
El declive de la creencia religiosa se inicia cuando ésta empieza a convertirse en algo convencional. En el momento en que la práctica de la fe se acepta como buena y positiva porque así se ha aprendido de los mayores o porque así lo asume la sociedad, pero sin experiencia personal ni convicción propia, es cuando empiezan a surgir los creyentes convencionales. Durante los primeros siglos del cristianismo no se dio tal convencionalismo porque cada cristiano tuvo que defender sus creencias con riesgo, a veces, de la propia vida. El ambiente que les rodeaba no era propicio para su fe y eso les obligaba a ser sinceros y fieles en todo. Sin embargo, en nuestros días la situación ha cambiado mucho. Es verdad que todavía hay países en los que se persigue a los cristianos, pero, aparte de tales excepciones puntuales, lo cierto es que en la mayor parte del planeta la fe cristiana goza de protección y seguridad. Incluso, en determinados lugares, la práctica religiosa suele facilitar la integración social o se hace necesaria para ganarse la vida. Justo al revés que en la Edad Antigua.
Pues bien, este convencionalismo de la fe cristiana probablemente se va a terminar durante el siglo XXI.
Quizá no seamos los últimos creyentes pero es muy posible que el futuro acabe con los privilegios y seguridades sociales de que disfrutaba el cristianismo. La fe de los discípulos de Cristo tendrá que competir en la arena de la aldea global con otras creencias y religiones procedentes de todos los rincones del planeta.
Será el ocaso de los cristianos convencionales ya que la presión social arrastrará a quienes estén poco convencidos de lo que creen o sean creyentes por tradición familiar. Sólo persistirán aquellos que sepan en quien han creído y mantengan una relación personal con el Señor Jesús, escudriñen frecuentemente su Palabra y la conviertan en experiencia personal diaria. En cambio, los cristianos pasivos que no pongan en práctica su fe ni vivan la radicalidad del compromiso evangélico, pasarán a engrosar las filas de los indiferentes que ni creen, ni dejan de creer. De modo que la tibieza espiritual tenderá a convertirse poco a poco en incredulidad total, en estos tiempos postmodernos en los que se rechazan las verdades absolutas y se acepta el relativismo.
La Iglesia de Jesucristo deberá adaptarse a la nueva realidad y aprender a pasar de su antigua situación privilegiada a una nueva identidad de resistencia, frente a las saetas del Maligno que serán disparadas desde diferentes instituciones que antes le prestaban apoyo. Se tendrán que crear trincheras de aguante y vigor cristiano para contrarrestar tales influjos y, a la vez, influir en la transformación de la estructura social por medio del mensaje eterno del Evangelio.
El proyecto cristiano no deberá limitarse sólo a conseguir la salvación del individuo sino también a poner en paz con Dios todas las cosas de este mundo. La búsqueda de la reconciliación del ser humano con su Creador tiene también como consecuencia la reconciliación final de todos los hombres, como hijos de Dios, hermanos y hermanas. La voluntad de la predicación cristiana es, ante todo, que las sociedades ateas se conviertan al mensaje del Maestro para que se rechace el materialismo, se respete la familia, se satisfagan las necesidades humanas y la voluntad de Dios para este mundo se haga así realidad.
Si quieres comentar o