Dinero escondido entre ruinas

Paseo por los mercados espontáneos que surgen por toda la ciudad, en donde se desprende de vez en cuando, del modo más insospechado, momentos de calma, de silencio violento tras el bullicio y el trajinar de monedas y productos de toda clase, desde fruta y pequeños animales domésticos, hasta objetos de dudosa procedencia india/colonial. En una esquina, sobre un muro de piedra auténtico, un cartel del Partido Revolucionario Institucional, nos da la bienvenida a todos, salvo a aquellos que no están de acuerdo con que la ciudad salga adelante gracias a la presencia de los turistas.

Pero mi preocupación es más personal. Mi voz clamando en el desierto está dirigida a la necesidad de gastar. Camino entre zócalos, y reparo por vez primera en mucho tiempo en los medios por los que he llegado hasta este instante, al ver la economía en plena acción. Si un día no hubiese alguien depositado un maletín lleno de dinero en mi puerta, no estaría con estas reflexiones.

A mucha gente que le toca la lotería le supera el hecho de verse de pronto con una cantidad importante en su cuenta bancaria. A mí me supera lo ancho y lo largo del mundo. Me supera la responsabilidad de disponer de una cantidad de dinero que no sé a quién pertenece, y que sin embargo ha estado ahí para poder moverme por este mundo. La hoja amarillenta decía que podía disponer de él… sin embargo, estoy convencido de que yo no era el destinatario. Un sentimiento de culpa me recorre la espalda, a pesar de que he tratado por todos los medios de hacer un buen uso de esa cantidad.

Me encamino a Monte Albán con un guía local. Me deja apartarme unos metros de la Gran Plaza limitada por enormes y sorprendentes construcciones. Rodeo la arcaica depuradora de agua, y tras comprobar mi soledad, y que los caprichos del viento no me molestarán en mi tarea, logro esconder una parte considerable del dinero en un lugar que el guía me ha aconsejado, y que él mismo se encargará de vigilar, bajo previo pago, por supuesto.

La señal para el lugar es una cruz de madera, vacía y limpia, y pintada con vivacidad. Alguien se acerca. Otro guía explica a unos turistas que por allí pasaron hace unos años gente como John Lennon, Aldous Huxley, Walt Disney o Bob Dylan, atraídos por los supuestos conocimientos de una sacerdotisa llamada María Sabina, descubierta por el escritor Robert Gordon Wasson allá por finales de los cincuenta.

Me sacudo el polvo de las manos. Vuelvo junto a mi guía y aprovecho el resto del día paseando por las ruinas de otra civilización que pensaba en el mañana de otra manera distinta a como la vemos hoy. Quizá con una mezcla entre miedo y curiosidad por su posición privilegiada de últimos habitantes de la tierra.

Hoy será difícil que seamos conscientes de que este mundo tiene fecha de caducidad. Demasiada responsabilidad.