Por desgracia, esta indiferencia religiosa no sólo se extiende por los ambientes seculares, sino que también ha penetrado en el seno de las congregaciones evangélicas produciendo
creyentes “acostumbrados a Dios” que, a la hora de la verdad, viven y actúan como si no fueran creyentes.
La Iglesia católica reconoce que los no creyentes pueden darse incluso entre los mismos sacerdotes, religiosos y religiosas. En el mundo protestante ocurre lo mismo y también
se dan casos de pastores o líderes religiosos que han dejado de creer pero continúan predicando y desarrollando sus funciones ministeriales para salvar las apariencias, porque necesitan vivir de su profesión o ésta les supone un negocio lucrativo.
Muchos fieles se acostumbraron tanto a las manifestaciones externas de la fe que descuidaron la relación personal con el Señor, así como la reflexión espiritual y su convicción se marchitó como aquella higuera estéril de que habla el Evangelio.
Esta incredulidad de ciertos creyentes ha sobrevenido, en parte, porque pensaban que poseían la salvación a pesar de vivir como incrédulos.
Estaban convencidos de que tenían bien atrapado a Jesucristo y no se preocuparon por seguir buscando a Dios cada día para nutrirse de él.
El drama de la pérdida de fe puede surgir de esa actitud soberbia del que piensa que ya lo tiene todo muy claro. El orgullo de creer que la propia denominación, o la iglesia local, es la única verdadera y que después de haberse convertido en ella ya no se necesita nada más, le hace perder de vista a muchos creyentes que Dios es siempre más grande que nuestras concepciones humanas acerca de él. Y esto puede conducir a que no se le siga buscando cada día con temor y temblor.
El tremendo error de abandonar la oración, la lectura y la meditación de la Escritura con el fin de conocer mejor a Dios, desemboca frecuentemente en la apatía espiritual. En esta acomodación a la rutina de lo religioso se confunde, a veces, la asistencia a los cultos con la fidelidad al Señor. Las formas se sustituyen por el fondo. El canto puede reemplazar a la reflexión espiritual. Ciertas costumbres de la congregación se tornan más importantes que la vivencia práctica de la fe y, por tanto, el testimonio cristiano ante el mundo tiende a confundirse con la participación o la regularidad en las reuniones.
Lo trágico es que, en ocasiones, de tanto alabar a Dios se puede dejar de alabarle. Al cantar de forma rutinaria se corre el riesgo de convertir al Señor en una caricatura idolátrica que sólo atina a regalar, en función de la intensidad musical. Igualmente
es posible dejar de orar a base de tanto orar. Es lo que le ocurrió, por ejemplo, al sacerdote Zacarías (
Lc. 1:5-18).
Había estado pidiéndole a Dios durante años un hijo porque su esposa Elisabet era estéril y ambos tenían ya una edad avanzada. Pero de tanto hacer oraciones había dejado de creer que el Señor le fuera a responder. Es decir, había dejado de orar de verdad aunque siguiera pronunciando las mismas palabras rutinarias de siempre. Hacía oraciones incrédulas que era lo mismo que no hacer nada. Y cuando el ángel del Señor se le apareció y le dijo que su petición había sido oída y que tendría un varón al que debería poner por nombre, Juan, él se asustó y respondió de forma escéptica:
“¿En qué conoceré esto? Porque yo soy viejo, y mi mujer es de edad avanzada”. ¡Como si Dios no supiera la edad que tenían y la situación de su esposa! Ni siquiera la presencia de un ángel bastó para convencerlo. Y por culpa de su soberbia incrédula se quedó mudo durante los nueve meses de la gestación.
La incredulidad de los creyentes acostumbrados de hoy puede también dejar muda a la Iglesia del tercer milenio. Muda para testificar y difundir el reino de Dios en la tierra. Muda para expresar su desacuerdo con todo aquello que atenta contra la dignidad del ser humano.
De ahí que en la actualidad la labor de evangelizar el mundo, implique también empezar por evangelizar nuestra propia increencia. Hay que revisar el estado de nuestra fe y examinar cómo estamos viviendo los creyentes.
Es tarea urgente en cada congregación iniciar esta labor de introspección cuyo fin sea terminar con la acomodación. Es verdad que el ser humano es capaz de vivir de espaldas a Dios y que el creyente puede subsistir casi en estado de vida latente bajo mínimos, pero lo que está claro es que sin Dios el hombre malvive y el cristiano se acomoda al mundo.
En definitiva, quien sale perjudicado es el propio hombre ya que todo humanismo que no conoce a Dios se convierte pronto en un instrumento de opresión para la criatura humana.
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