El Turó de la Peira nacía como barrio, aunque moría un poco como parque. La cruz y el mirador que lo coronan pasaron de ser el apéndice de un majestuoso monte a casi una torre de defensa. A su alrededor, se fue tejiendo un laberinto de calles imposibles, estrechas, empinadas, un verdadero reto para sus miles de pobladores. Muchos, engañados por unas edificaciones enfermas desde su nacimiento, afectadas por una aluminosis que, como un cáncer, fue royendo las entrañas de miles de viviendas del barrio, hasta acabar con parte de él.
Hoy, el Turó de la Peira va cambiando de aspecto, con remodelaciones en sus calles y la rehabilitación de muchas construcciones enfermas, pero también con la llegada de una nueva inmigración -convirtiendo el barrio en una pequeña ONU, donde el árabe o el rumano se entremezclan con el castellano y el catalán, en un laberinto paralelo al de sus propias calles- que ya no ha tenido que arañar un lugar donde vivir a la montaña, pero que sí ha sufrido los efectos de la implacable carga que les provoca la burbuja inmobiliaria, esclavizante e injusta.
Un edificio ya histórico del barrio es el de la iglesia bautista del Turó, nacida ahora hace medio siglo. Es una comunidad pequeña –tiene unos 35 miembros-, y tal como explica su pastor desde hace un par de años, Antonio Barbero, “con ánimos renovados” después de algunos años de incertidumbre.
Por raro que pueda sonar, se puede decir que la iglesia del Turó nació en una pollería. Corría el año 1953, cuando la familia Tasqué-García fue a vivir al barrio. Dos años más tarde, se organiza una semana especial de evangelización en la iglesia barcelonesa de Bonanova, la primera bautista de la ciudad. Los Tasqué-García invitaron a varios vecinos del Turó a través del contacto que tenían con ellos desde su negocio, la pollería. Las dificultades de desplazamiento –en esa época, el Turó representaba las afueras de Barcelona- hicieron que muchos nuevos creyentes pensaran en poder hacer los cultos en el mismo barrio. Abel Tasqué y Encarna García, pues, organizaron el primer culto en el Turó, en su local comercial de la calle Montsant, como no con nombre de montaña.
En 1956, ese pequeño grupo inicial –formado por cuatro familias- pidió a la iglesia de la Barceloneta, la segunda bautista –curiosamente, en el otro extremo de la ciudad y con un paisaje llano y a tocar del mar, con el arrullo de la brisa marina, olor a salitre y la banda sonora de las omnipresentes gaviotas- poder ser punto de misión suyo. Tan solo un año más tarde, la iglesia del Turó se independiza y se convierte en la tercera comunidad bautista de la capital catalana.
La iglesia debe convivir con la dictadura franquista y con cambios laborales y familiares, lo que provoca más de un cambio de ubicación, hasta que en 1965 consigue estabilzarse en el que todavía es su local, en la calle Montmajor.
Aparte de su historia, si algo caracteriza esta iglesia es su peculiar local, plagado de símbolos poco habituales en otros lugares. Así, para los primeros cultos se instalaron unos bancos de madera hechos entre varios hermanos, y hasta el boletín
interno tuvo en sus inicios un toque de pura artesanía, con unos dibujos en la portada ¡pintados a mano!. Hoy día, entrar en esta iglesia es todavía adentrarse en un ejercicio de búsqueda, de detectar el más mínimo detalle, cada uno con su historia. En una pared lateral de la zona de entrada, tal como explica el actual pastor, “encontramos la piedra viva” de una forma casi literal, con varios ladrillos sobresaliendo de los demás, en una pared donde también se recogen las otras piedras vivas de la comunidad, en forma de pizarra donde se anotan los motivos de oración y con un gran panel de fotografías, un verdadero testimonio gráfico de su historia, que va del blanco y negro al color pasando por el sepia.
Otro muro, decorado de arriba abajo con restos de huchas de cerámica, recoge el testimonio del esfuerzo de las aportaciones económicas y que sirvieron en su día para ampliar la iglesia. Incluso la disposición física del local copia la del Templo de Jerusalén.
El Turó, en todos estos años, ha vivido retiros espirituales, encuentros de jóvenes, obras de teatro, hasta un memorial sobre Martin Luther King (en 1968), aunque su camino también ha estado marcado con las, por desgracia, habituales divisiones y situaciones problemáticas (en 1980, la iglesia llegó a estar cerrada durante un mes), que provocaron una situación límite, salvada cuando en 1990, la del Turó volvió a convertirse en punto de misión de la iglesia de la Barceloneta, vinculación que duró hasta el 2004.
Se trata, pues, de una comunidad nacida en una modesta tienda de barrio y que, a pesar de todo, ha sabido sobrevivir, estableciendo incluso relación con comunidades formadas por inmigrantes de otros países, ya que entre los años 1995 y 1998, la Iglesia Bautista de China usó sus instalaciones, lo mismo que, desde hace un año, hace la Iglesia Cristiana Bautista Rumana de Barcelona.
El pastor Barbero, antes de coger las riendas del Turó, estuvo vinculado a un par de iglesias de Terrassa, localidad donde parecía que iba a desarrollar su actividad pastoral. Pero un día, todo cambió; Barbero hizo una simple visita al Turó para poder celebrar la santa cena en una comunidad que se encontraba sin líder pastoral, “y ya me quedé”, comenta con una gran sonrisa.
Una comunidad pequeña, un barrio más que peculiar, con nuevas realidades y convivencias. Todo esto forma parte del reto de esta modesta iglesia, donde hace tan solo unas semanas llegó a entrar una persona que, después de echar un vistazo con aire de añoranza, le dijo al pastor: “Yo estaba, hace cincuenta años, entre el grupo de personas fundadoras de esta iglesia”. Barbero, se limitó a decirle: “¿Y por qué no vuelve usted?”.
La misma iglesia del Turó escogió una cita más que explícita, del libro de Isaías, para celebrar su medio siglo, su primer medio siglo, de existencia: “La hierba se seca y la flor se marchita, pero la palabra de nuestro Dios permanece para siempre”. La puerta está abierta.
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