Y es así porque fue entonces cuando empezó la dignificación femenina que se recoge en las páginas del Nuevo Testamento.
La predicación de Jesús está llena de mensajes que pretenden otorgar a la mujer su verdadera dimensión.
El hecho de que un rabino judío entablara conversación con una mujer en plena vía pública, rompía escandalosamente todos los esquemas hebreos de la corrección y el civismo (
Lc. 7:36-39;
Jn. 4:27;
8:2-11). El Maestro abrió un diálogo maduro, personal, igualitario y digno con las mujeres marginadas de su tiempo. Atacó mediante palabras y gestos todos los prejuicios de género con que los hombres habían arrinconado a las mujeres y estableció con ellas una relación nueva y diferente.
A la pregunta capciosa de los fariseos acerca del divorcio, Cristo respondió que “al principio no fue así” (
Mt. 19:1-8). La igualdad sexual entre varón y hembra que Dios estableció al principio de la creación, se había pervertido mediante la caída. De ahí que los hombres empezaran a abusar injustamente de las mujeres sometiéndolas a sus pasiones y caprichos o repudiándolas por motivos insignificantes. Pero ahora, con la venida de Cristo, la redención restablecía aquella creación original así como la absoluta igualdad de valor entre el hombre y la mujer delante del Creador. De manera que en la Iglesia cristiana ya no debía aceptarse la discriminación femenina, ni las estructuras jerárquicas derivadas de la caída, sino el modelo original de la creación al que se remitió Jesucristo.
Durante los primeros tiempos del cristianismo, la mujer tuvo un protagonismo inesperado en medio de aquellas culturas patriarcales. Junto a los discípulos que seguían al Maestro viajaban también algunas mujeres que habían sido sanadas, como María Magdalena, Juana, que era la esposa de un intendente de Herodes llamado Chuza, Susana y otras muchas que colaboraban económicamente con el grupo de Jesús (
Lc. 8:1-3). El Evangelio presenta a María Magdalena, mujer de la que habían salido siete demonios, como la primera persona que descubrió la resurrección de Jesús y la anunció a los apóstoles. Esto resulta sorprendente, sobre todo si se tiene en cuenta que en la cultura judía una mujer no podía ser testigo ya que, según los religiosos de la época, de pasajes como
Génesis 18:15 podía deducirse que todas las hembras eran mentirosas por naturaleza.
Pero Jesús contradijo todos estos prejuicios contra la mujer y utilizó la función femenina como ejemplo positivo en sus parábolas. Era una mujer quien amasaba la levadura o barría su casa hasta encontrar la moneda perdida, como hace Dios con el pecador. Desde las diez vírgenes hasta la viuda y el juez injusto, pasando por el símil de la mujer que da a luz, el rol femenino es usado para expresar diligencia, perseverancia, tristeza por la despedida, conversión y otras conductas dignas de seguir.
Cristo entabló una amistad especial con dos hermanas, Marta y María, en cuya casa solía alojarse frecuentemente. A una de ellas, a María, le manifestó el más grande de todos los misterios:
“Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto vivirá” (
Jn. 11:25). También a la mujer samaritana le reveló que él era el Mesías prometido. Se dejó ungir por mujeres, las sanó y llegó a llamarlas “hijas de Abraham”, concepto que estaba reservado exclusivamente a los varones judíos.
Incluso hasta el mismo apóstol Pablo, a quien algunos consideran como el principal opositor del Nuevo Testamento al ministerio femenino, en realidad se rodeó de numerosas mujeres cristianas que colaboraron con él en la predicación del Evangelio.
La Escritura habla de Evodia y Síntique, dos mujeres que eran líderes en la iglesia de Filipos (
Fil. 4:2-3); de Priscila, esposa de Aquila, quien generalmente aparece mencionada antes que su marido, algo extraño en aquella época, lo cual indicaría probablemente la importancia de su ministerio en la Iglesia (
Ro. 16:3-4); también de María, Trifena, Trifosa y Pérsida el apóstol afirma que “trabajaron en el Señor”, es decir, se dedicaron al ministerio cristiano, presidiendo y amonestando a los creyentes (
Ro. 16: 6,12). Es muy curioso el caso de Junia (
Ro. 16:7) a quien Pablo considera “apóstol”, demostrando con ello que la condición de apóstol no fue exclusiva de los varones. Durante siglos los comentaristas pretendieron que se trataba de un hombre pero, en la actualidad, resulta difícil mantener este punto de vista. De la misma manera, Febe, tuvo un importante cargo en la iglesia de Cencrea (
Ro. 16:1).
De todo esto, es posible deducir que Pablo no fue machista, como en ocasiones se sugiere, ni se opuso al ministerio de la enseñanza realizado por mujeres consagradas.
Tampoco la Iglesia primitiva marginó al sexo femenino porque, como muy bien expresó el apóstol, habían comprendido que en la Iglesia de Cristo
“ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (
Gá. 3:28).
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