Cuando no queda nada

Todo está quieto, conservado y expuesto para conmoverme. Me palpo la frente y compruebo que tengo fiebre.

Es un raro contraste: un par de días antes estuve en un pueblo llamado Chillac, donde la desnudez de lo que me rodeaba era de vivos colores, y donde la comida era picante hasta el dolor, salpicada de sal, pimienta, limón, chile y todo siempre cocinado a altas temperaturas, sin importar el fuerte calor seco de estos lugares; ahora la desnudez es total, pues no hay nada que ver, y no llevo más que agua y un pan duro que aún tienen que durarme hasta mañana, cuando alcance a ver de nuevo la civilización. Mientras, la hierba crece cada vez más alta, y sin pedir permiso a nada ni nadie…

Una tristeza profunda se apodera de mí por unos instantes.

Un árbol deshojado y solitario hunde su tronco en el barro con textura de crema achocolatada en una tonalidad clara. No se rinde. Estira sus brazos para tratar de agarrarse a las escasas nubes de blancura y densidad imposibles, que de cuando en cuando se conjuran para llorarnos. Está torcido, y partido, y aún hoy sigue derramando savia. Pero no se queja, ni se da golpes en el pecho, ni culpa a otros de su condición. No me mira, está ocupado en vivir, y no se desespera cuando a su alrededor ve que no queda nada.

Podría pasarme horas hablando de cuestiones asociadas a la visión de un árbol que se retuerce, de lo bueno y lo malo, de las verdades y las mentiras, de lo que fue y no regresará, o de lo que puede pasar... hablaría del tiempo y del destino, de lo que un día me arrepentí... de la soledad y del desconcierto... de aquella vez que tuve que decidir algo importante... sentarme y contar esos éxitos y fracasos, esas decepciones, y esa última ocasión donde la vergüenza se apoderó de la situación, o yo me apoderé del miedo... de la lluvia o del espacio infinito, del significado de las miradas, de las mañanas en las calles, de las noches en vela... de la paz mundial, la libertad, o de las sábanas secándose al viento... de las últimas llamadas, de los trenes perdidos, de las palabras malinterpretadas, y lo que me hace sentir vivo...

Sin embargo, me visto de tristeza esmeralda y me restriego los ojos empañados en cristal.

¿Tendré que aferrarme también a las nubes? ¿No debo estar triste porque tengo esperanza, porque soy creyente? ¿Tengo que sonreír porque es lo que se espera de mi carácter alegre?

A veces también me retuerzo de dolor. Sencillamente, el árbol refleja un poco mi estado, y me indica cómo va el viaje, igual que esos letreros de las carreteras donde aparecen los kilómetros que faltan, o el peligro que uno se encontrará, o si se cruzará con otros seres en los próximos minutos… miro a los lados del camino, y nada me empuja a seguir, si bien es cierto que nada me anima a detenerme.

Precisamente porque no hay casi nada alrededor. Precisamente porque el cielo está abierto, y el campo es amplio, no queda sino avanzar. Pero no nos pongamos tristes, ya llegará el momento en que tenga motivos de sobra para ello.