Durante el siglo III, el filósofo neoplatónico Porfirio, que fue un adversario de la fe cristiana, llegó a decir despectivamente en una de sus quince obras anticristianas que la Iglesia estaba dominada por las mujeres. Poco a poco, tales puntos de vista de la sociedad civil se fueron introduciendo en las congregaciones hasta conseguir la marginación femenina que a través de la Iglesia católica pasó al protestantismo y así llegó hasta la actualidad.
Un excelente estudio de tal proceso puede encontrarse en la obra “Femenino plural”, de la española, Marga Muñiz (Muñiz, 2000). En este trabajo se explican muy bien aquellos pasajes del Nuevo Testamento que tradicionalmente se usaron para leer a Pablo según los criterios machistas de la filosofía griega.
La iglesia postapostólica cometió el error de interpretar los escritos del apóstol a través de los ojos de Aristóteles, Platón, los filósofos estoicos, los rabinos judíos e Ireneo o Jerónimo entre otros. Sin embargo, textos como 1ª Corintios 11:2-16; Efesios 5:18-32, 1ª Timoteo 2:8-15; 3:1-7 o Gálatas 3:28, no pretenden enseñar la subordinación indiscriminada de la mujer al varón por considerar que ella sea inferior, que no deba enseñar o esté siempre necesitada de tutela masculina, sino promover el orden en las congregaciones cristianas.
El apóstol no deseaba que las iglesias fueran confundidas con los templos paganos donde se celebraban cultos extáticos, como el de Isis, en los que se practicaba un intercambio de roles sexuales y se creía que la verdadera profecía venía de las mujeres que, con los cabellos sueltos y despeinados, lanzaban gritos frenéticos o exaltaban a la gente. Por el contrario, Pablo, por medio de tales reflexiones, lo único que quería enseñar era que la edificación de la comunidad o la proclamación del Evangelio debían hacerse de forma inteligible, con autocontrol y no por medio de actividades orgiásticas.
La libertad y relevancia que poseían las mujeres e incluso los esclavos en la Iglesia cristiana de los primeros siglos, así como la igualdad de trato con los varones libres, se convirtieron en un problema social ya que afuera la situación era muy diferente. Pronto surgieron voces que acusaron a los cristianos de subvertir el orden establecido y corromper las “buenas costumbres” mediante la eliminación de toda diferencia social, racial o sexual. Tales ideas empezaron a hacer mella en la manera de entender las cartas escritas por el apóstol Pablo, hasta lograr que su mensaje, en relación al papel de la mujer, se desvirtuara e interpretara a través de la cultura pagana y sexista de la época. La malinterpretación se fue extendiendo a lo largo de la historia y ni siquiera la Reforma del siglo XVI fue capaz de acabar con la discriminación femenina en el seno de la Iglesia. Por lo que se ha perpetuado hasta hoy y su influencia injusta sigue latente en determinadas comunidades.
Sin embargo,
creo que la Iglesia del siglo XXI debe reflexionar seriamente acerca de esta situación de marginación de la mujer que todavía persiste. No por el deseo de estar acorde con los tiempos actuales o adaptarse a las costumbres sociales de la aldea global sino, simplemente, porque, como dijo Jesucristo, “al principio no fue así”. Con la llegada del Mesías y el inicio de su reino en la tierra quedó eliminada la estructura jerárquica causada por la caída. Volvió a imperar el modelo primitivo de la creación, en que Dios hizo al ser humano como varón y hembra para que por igual fueran beneficiarios de la imagen de Dios y del mandamiento de gobernar la tierra. Ninguno de los dos sexos se asemeja más al Creador que el otro. Es verdad que Jesús fue un varón y que llamó a Dios, Padre, pero la divinidad carece de sexo porque no se limita a lo humano. El hombre no tiene más responsabilidad delante de Dios que la mujer. Ambos son igualmente corresponsables de sus acciones en el mundo. De ahí que, como bien escribe el pastor reformado, John R. W. Stott, “si Dios concede dones espirituales a las mujeres (lo cual hace), [...] la iglesia debe reconocer los dones y la vocación que vienen de Dios, abrir a la mujer esferas de servicio adecuadas, y “ordenarlas” para el ejercicio del ministerio que reciben de Dios” (STOTT, J. R. W. 1999, La fe cristiana frente a los desafíos contemporáneos, Nueva Creación, Grand Rapids, Michigan, EE.UU, 303).
Si esto es así,
¿por qué entonces el Señor Jesús no escogió a ninguna mujer para que formara parte del grupo de los Doce? Hay que tener en cuenta que la institución de los doce apóstoles fue una acción profética y simbólica llevada a cabo por el Maestro. Su propósito consistió en mostrar al mundo, especialmente a los judíos, que con tal elección empezaba el nuevo pueblo de Israel. Por eso tuvo que escoger a doce varones que recordaran a los doce hijos de Jacob y, por tanto, a las doce tribus de Israel. Jesús sabía que así los hebreos entenderían mejor el mensaje que deseaba transmitirles, que con su venida y la predicación apostólica empezaba la Iglesia cristiana, es decir, el nuevo Israel, el nuevo pueblo de Dios.
Si Jesús hubiera elegido, por ejemplo, a seis varones y seis mujeres, sus compatriotas no habrían entendido bien el símbolo ya que en sus censos nunca contaban a las mujeres ni a los niños. Pero, desde luego, no creo que Cristo abrigara los prejuicios sexistas de su época o pensara que la mujer, por razón de su identidad de género, no podía llegar a ser apóstol igual que el hombre.
Para comprender el verdadero papel que Jesús les asignó a las mujeres, por encima de las discriminaciones de su tiempo, es mejor fijarse en el círculo más amplio de sus discípulos y ver que allí fueron admitidas igual que los hombres. Esta fue precisamente una fuente constante de quejas o acusaciones de los escribas y fariseos contra el Maestro que influyó también en su ejecución.
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