Hay quien huye del mar. Yo prefiero acudir a él en busca de consuelo. Antes de llegar aquí, he atravesado un poco de selva (digo un poco, porque no se podía considerar selva del todo, pues antes de mi han pasado muchos, y el desierto se abre camino)… y he atravesado Poza Rica, donde me quedaré a dormir.
En Poza Rica, hay un puesto donde se vendían tortugas de Florida. Son esas tortugas muy pequeñas, que la gente suele (solemos) confundir con las galápagos. El tendero me ve enseguida cara de extranjero, creo que les enseñan de pequeños, y lo hacen muy bien. Es su vida. Me ve y me habla en algo que luego detecto como inglés.
Me cuenta una historia sobre las tortugas, de esas que uno nunca sabe hasta qué punto es cierta científicamente, o si sólo es fruto de la imaginación popular, a pesar de tener su lógica. Me dice que esas tortugas huyen del entorno donde se han criado, y que viajan cientos de millas hasta las costas de este lado del Atlántico, hasta los bancos de arena de donde emergen, como nuevos seres naciendo de una nueva placenta hecha de corales, algas y sal. Entonces empieza su vida adulta de verdad.
No le compro ninguna tortuga, porque no quiero cargar con la responsabilidad de un ser vivo. Pero sí le compro la historia. Me la ha escrito en un par de párrafos, y la ha firmado. La tengo en el cuaderno. Y me paso por la playa más cercana, para ver si aparece alguna de esas tortugas con experiencia en la vida.
Sentado en la arena blanca, que todavía palpita por el efecto del sol invernal, entiendo al releer la historia, que la vida de esas tortugas es parecida a la mía: en un momento, tiene que salir de su entorno, de su medio ambiente en apariencia controlado, echarse su pequeño caparazón a cuestas, y ver qué le depara el mundo. Empiezo a comprender que aún no he pasado por ningún banco de arena, y que mi necesidad de dar rodeos se parezca a estar en medio de uno, del que no se sabe muy bien cómo salir.
Veo que tengo que luchar contra la arena, abrirme paso y sacar mi cabecita al exterior, y mirar hacia arriba, y no volver la vista atrás. Sólo así mi viaje podrá tener algo de sentido.
El mar, o lo inabarcable, me ha traído hasta aquí. No es posible mi madurez si no lo tengo en cuenta. Tengo cosas que hacer en esta tierra, y del mismo modo que sé que sin el mar, sin lo inabarcable, yo no existiría, también sé que tengo que caminar, que atravesar el banco de arena, el cual bien puede estar construido de dudas, de prejuicios, de apatía… y asomarme, y avanzar.
No es posible vivir de verdad, sin haber nacido de nuevo.
Ya he nacido de nuevo.
Ahora tengo que aprender a caminar.
Al volver a Poza Rica, busco al hombre de las tortugas. Me saluda y me pide que me acerque. Pone entre mis manos una pequeña tortuga de madera, pintada con alegres colores, con un sol rojo, y puntitos blancos. Retiro la mano hacia el bolsillo, y niega con la cabeza mientras sonríe. Es un regalo.
20 de febrero
Antes de irme, quiero decir adiós al hombre de las tortugas. Ya no está, me cuenta el caballero del puesto de souvenirs. Se ha ido a deslumbrar a otros con su maravillosa historia.
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