Pensamientos así debieron de ocurrir durante la revolución mexicana, al forjarse a fuego lento por estas calles que piso ahora, y aún hoy vuelven de forma insistente y feroz cuando los acontecimientos de la actualidad son tan cruciales que es totalmente imposible no mirarlos, y uno sólo puede quedarse quieto, mirando embelesado, como estatua de sal o de barro mal cocido, ya sea por efecto de la fascinación, o por un dolor intenso producido, o por un fragmento de esperanza amarga.
Sé que, sin quererlo, soy un testigo torpe de otras voces, de aquellos otros sonidos que habitan estas piedras sobre las que se desarrollan tantas y tantas vidas e historias inesperadas.
Pobre de mí si pretendo abarcar todo, y pobre si intento comprenderlo siquiera..
Sólo puedo registrar impresiones, algo que a veces me resulta frustrante, pues no son para nada objetivas. Lo mejor que se puede decir de ellas es que son propias y sinceras. He hecho un trazado ligero, como una pluma, de mi viaje hasta Cuba, y se me descubren muchas posibilidades. Desde dar vueltas para despistar al caballero que se ha tomado la sana molestia de perseguirme (y de paso despistar de mi mente la idea de que mi senda está escrita de antemano)… hasta ponerme a soñar y buscar una bonita localización, y señalarla con el nombre de Macondo (ya volveré a esto más adelante).
Pero cuando sueño, suelo encontrarme con dificultades que parecen haber salido del sueño de otro.
Para aplacar un poco más los ánimos y despejarme, decido salir a dar una vuelta por el mercado, y nada mejor para empezar mi paseo que tomarme el caramelo que me he encontrado en la habitación del hotel, dispuesto de modo estratégico en la mesita de noche con el fin de despertar mi gratitud.
Camino entre los artesanos apoyados sobre pilas de alfombras y rodeados de colores vivaces, y puestos con frutas troceadas y dispuestas en vasos de plástico: piñas, pomelos, melocotones… paso junto a puestos de aguacates y cocos que se broncean con tubos fluorescentes, junto a una balanza manejada con gran maestría por un lugareño con una gorra que lleva el logotipo de una marca de refresco que hace años que no veo.
Un objeto en la entrada de una casona, cerca de la plaza de Armas de la ciudad, me llama poderosamente la atención, y a la vez me causa cierta inquietud, cierto desasosiego. Se trata de la representación de un esqueleto sonriente y vestido con un traje rosa en el que reposa un crucifijo, algunas mariposas, flores, y cuentas. En una mano lleva un bolso colgando, y desgrana con parsimonia un rosario, con el mismo gesto en las manos que he visto en algunas viudas en los entierros católicos. Me quedo congelado. De fondo, un mariachi toca en la plaza una tonada que parece haber salido de la canción de Johnny Cash
Ring of Fire. Una pareja de turistas habla detrás de mí, y ella dice: “Antes no eras así”.
Alguien me había advertido de que en México el culto a los difuntos está siempre muy presente, lo que no evita que me quede mudo mirando la pequeña estatua, que a su vez me contempla a mí con sus ojos vacíos, con su oscuridad limitada y concentrada… con agujeros como estrellas muertas que van absorbiendo el aire, los pensamientos, y hasta el palmeo de las palomas que van llenando la plaza erosionada por el trote de niños y de bicicletas. Me siento frío, solo de verdad por primera vez.
Pero
sé que la muerte es débil, como la telaraña que la simboliza. Sé que se puede pasar por encima de ella… y sin embargo sigue extendiéndose su palidez, mientras siga ocupando un lugar prioritario, por encima de lo que hay antes y después de ella.
La muerte sonríe, desafiándome a entrar en la casona. Esta casona conserva casi intactos el mobiliario y decoración de la época colonial. Está llena de vestigios del pasado, de restos que antes tuvieron un sentido que dejó de existir cuando se apagaron las vidas de sus habitantes. Al entrar, da la sensación de que en ese espacio barroco, algo presente en otro tiempo se ha esfumado y ha dejado huérfanos a una serie de objetos. Donde los difuntos no pueden defenderse por sí mismos, pues se encuentran ante otro juicio, los que quedamos aquí nada podemos hacer.
Salgo a la calle con una reflexión bastante meditada: no tengo miedo a la muerte en sí, sino a no dejar nada relevante en esta tierra antes de que ésta llegue.
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