La señora se resiste a aceptar que su hija quiera unir su vida a la del chino. Y trata de disuadirla. Pero la hija, furiosa, le grita antes de salir corriendo y encaramarse en la motocicleta que conduce su amado bajo una lluvia torrencial: «¡Mamá! ¡Esto es algo que a ti no te concierne, así es que me voy!» Y se fue.
Hoy día, los asuntos de matrimonio de los jóvenes es algo que, en criterio de éstos, son algo en lo que los padres no tienen nada que hacer. Y deciden unir sus vidas con el primero que se les pone a tiro de casamiento. ¡De ahí que tantas parejas se descasan con la misma rapidez con que se casan! (¿O debería poner esta frase entre signos interrogativos?)
En épocas dejadas atrás hace mucho tiempo, los matrimonios eran asunto exclusivo de los padres. Y por una cuestión de simple lógica, sospecho que las cosas andaban bastante mejor que como andan ahora. Estos, sin la influencia del factor enamoramiento que tantas veces obnubiliza las mentes, eran capaces de analizar los valores y antivalores de los candidatos, los asuntos de familia e incluso de historia clínica, sopesar ventajas y desventajas de tipo económico, cultural y religioso, evaluar elementos de personalidad y afinidad de caracteres y, finalmente, decidir: «Este es el que más le conviene a nuestra hija» o, «Esta va a ser una buena esposa y madre para nuestro hijo». Y aunque nunca hubo un cien por ciento de garantía, había mejores posibilidades de acertar que simplemente casarse a ojos cerrados como es la moda hoy día.
Vikran Seth, el novelista y poeta indio nacido en 1952, escribió, entre otras obras, una novelita de apenas 1474 páginas
A Suitable Boy. La comienza con un esposorio (la prefiero a desposorio, contrariando de nuevo a los buenos de la RAE) arreglado por la madre de uno de los contrayentes y, dentro de tal escena, con una charla entre esta madona y otra de sus hijas, todavía soltera. La muchacha, estudiante universitaria y bastante avispada, acepta resignada el veredicto de su madre, a lo menos en esta instancia, cuando ella le dice: «Yo tengo el mejor marido para ti. No lo dudes».
Cuando Miguel Angel Moreno Gómez, el autor de
Peones ciegos decidió dar vida dentro de su novela a dos personajes jóvenes y atrayentes, rápidamente los hice enamorarse y antes que ellos se dieran cuenta, ya los tenía casi con un pie en el altar. Me parecía una pareja ideal. Más o menos la misma estatura. Ella esbelta y hermosa; él más bien delgado pero de contextura fuerte. Ambos bien educados y evidentemente de buenas costumbres. Típicos ingleses (aunque cuidado, que a veces los latinoamericanos nos llevamos más de una sorpresa cuando creemos que el súmmum de la perfección está por allá y que nosotros somos todo lo contrario: mal educados, cochinos, irrespetuosos y con un bajo cuociente de inteligencia. Un día, en una de mis habituales visitas a Costa Rica, viajé en un avión cargado de turistas europeos. Los malos olores no se aguantaban. Y el escándalo que traían nunca lo he visto en un avión lleno de latinos. Parecían una tropa de sementales en celo). Pues, sí. Decidí que eran el uno para el otro. Pero el plan no prosperó. Y no prosperó por una razón muy sencilla. Yo era el lector y el que decide qué hacen los personajes en una novela es el autor. Y en el caso de
Peones ciegos, Moreno Gómez, muy a mi disgusto, los unió en una empresa que nada tenía que ver con el amor y, cuando menos me lo esperaba, los separó para siempre.
Hay otros personajes en el relato bíblico a quienes, en cuanto lector, les habría dado características de personalidad distintas a las que tienen. O los habría hecho más altos, más chiquitos, más amables y en algunos casos, hasta más respondones.
Por ejemplo, Mical. A Mical, la hija de Saúl y por un tiempo esposa de Paltiel y por otro tanto esposa de David, me la imagino menudita, más blanca que tostada, de no más de un metro cincuenta, pizpireta, de risa franca pero temible cuando decidía montarse en la yegua cólera. Pelo revuelto. Ojos claros. Vestidos vaporosos. Blusa blanca. Busto más bien pequeño. Muslos firmes. Agresiva, aunque más para ocultar un poco cierto complejo de inferioridad que la hacía sufrir por cualquier minucia o expresar una alegría inusitada cuando algo la complacía más allá de lo normal. Rápida de pensamiento y más rápida en sus decisiones.
Se había enamorado de Paltiel pero su padre decidió otra cosa: dársela en matrimonio a David. Siempre dentro de mis propios gustos, aceptó a éste más que nada por la fama que tenía y por ser un guerrero ya de prestigio.
Paltiel, por su parte, y siempre según mis gustos, era un muchacho risueño, que sabía definir bien lo que le gustaba y lo que no; que vivía cerca de la familia real y que en cuanto dependía de él, siempre estaba dispuesto a complacer al que llegaría a ser su suegro, el rey Saúl. Había nacido bajo el signo de Tauro, por lo tanto era amable, prefería la soledad a la algarabía y disfrutaba caminando por los senderos solitarios, apenas acompañado por sus pensamientos y, de vez en cuando, por Mical. Esta, sin embargo, aunque disfrutaba de tales paseos, no podía permanecer quieta. Corría adelante y a los cincuenta metros se volvía y le gritaba ven, corre, aquí te espero. Luego recogía una piedrecilla y se la lanzaba provocando las risas de éste. A veces se sentaban a la sombra de algún árbol, ella ponía su cabeza sobre las piernas de Paltiel y así permanecían por largos minutos.
Pero Bertha Carpio, la autora de Una flor roja, el tríptico de cuentos publicado por ALEC junto con las otras seis obras que hemos venido reseñando aquí, tenía una imagen muy distinta de ella y de Paltiel. Por eso, cuando leí los cuentos
Una flor roja y
El collar de perlas, tuve que hacer dos cosas: primero, reconocer lo acertada que había estado la autora al presentarnos a una Mical muy diferente «a la mía»; y dos, allanarme a reemplazar a mi Mical por la de ella.
En
Una flor roja Paltiel no lucha por recuperar a su amada. Acepta en silencio y con una especie de resignación fatalista la perla que su esposa le entrega y la deja ir.
Mical se marcha de su lado sin volverse para mirar atrás. Va al encuentro de David con quien no volvería a ser feliz y de quien más tarde se burlaría públicamente, exteriorizando una especie de odio que mucho parecía tener que ver con los caprichos de su padre al darla, quitarla y volverla a dar.
Aquella perla, que había pertenecido al collar que la anciana criada le había regalado a su «bebita» poco antes de morir, Paltiel la llevó al patio de su casa, la enterró en el jardín y al poco tiempo nació allí una exuberante flor roja.
El rojo del amor perdido. El rojo de la más cruel de las angustias. El rojo de la tristeza y del desmoronamiento de todo lo que había empezado a construir al lado de la mujer de su vida y que ahora se venía estrepitosamente al suelo. El rojo del olvido.
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