François-Marie Arouet (Voltaire), en su brevísimo
Del horrible peligro de la lectura, se ocupa del oscurantismo que a toda costa anhela expandirse, que hace de la ignorancia el lugar preferido en el que quiere mantener a las personas. Hoy, en la época de la corrección política, sería un imprudente quien escribiese en términos semejantes a los de Voltaire. En la posmodernidad que todo relativiza, y pone en igualdad valorativa a casi cualquier propuesta filosófica o ética, aquel, o aquella, que sostiene convicciones firmes es visto con sospecha. Pero una cosa son las creencias bien ancladas y bastante otra las formas de propagarlas. Persuadir en la plaza pública de las ideas es lo congruente con una personalidad democrática. Lo contrario es la imposición intolerante.
Para ejemplificar los ímpetus que niegan a las personas su derecho a sopesar otras ideas, otras propuestas intelectuales y de vida,
Voltaire echó mano del integrismo islámico. Pero semejantes posturas policíacas del pensamiento a las descritas por el escritor francés encontramos en Occidente. En el caso del catolicismo la Inquisición se ocupó tanto de evitar la contaminación de sus feligreses con los que juzgaba impresos heréticos, como de enjuiciarlos, torturarlos y llevarles a la muerte en la hoguera. En algunos momentos los liderazgos protestantes del siglo XVI también establecieron fuertes controles para evitar que en sus dominios circulasen libros y panfletos de, como ellos llamaban a sus autores, libertinos y fanáticos, como Miguel Servet, Sebastián Castellio y diversos escritores anabautistas.
En el de las
militancias políticas el terreno ha sido fértil en la búsqueda de extirpar a los heterodoxos y sus obras. El nazismo quemó libros y personas. En la URSS de Stalin fue inmisericorde la persecución de pensadores y sus escritos que cuestionaban el férreo dominio de quien decía gobernar para bien del pueblo. En la Revolución Cultural China, en tiempos de Mao, y en el delirante gobierno del Jemer Rojo en la República Democrática de Kampuchea en los setentas del siglo pasado, quienes usan anteojos, gafas o lentes para ver mejor padecen hostigamientos y hasta cárcel porque su debilidad visual los delataba como lectores. Esta conclusión se basaba en la creencia de que entre quienes leen la necesidad de usar esos instrumentos correctores de la visión es mayor es mayor que en el resto de la población.
En
Hispanoamérica tenemos múltiples ejemplos de miedo de los dirigentes políticos a que la gente piense por sí misma, a que lea con toda libertad. De la extensa pléyade golpista elijo dos. No debería olvidarse nunca el grito del fascista español, general Millán Astray (autonombrado defensor de la civilización cristiana, al igual que Francisco Franco), quien incapaz de rebatir el 12 de octubre de 1936, en la Universidad de Salamanca, a Miguel de Unamuno le gritó enfurecido “¡Muera la inteligencia”! Por su parte, en 1976, el dictador argentino Jorge Rafael Videla, experto en desapariciones de sus opositores y consumado torturador, dijo que “un terrorista no es sólo alguien con una arma de fuego o una bomba, sino una persona que disemina ideas contrarias a la civilización occidental y cristiana. Alguien que lee”.
Bien hará quien no haya leído a Voltaire en conseguir un ejemplar de su
Tratado de la tolerancia. En esta obra el autor hace una vigorosa denuncia del fanatismo religioso católico, sobre todo de los clérigos, que se confabuló para enjuiciar y condenar a muerte al protestante Jean Calas (9 de marzo de 1762), acusado injustamente del asesinato de uno de sus hijos. Después de demostrar los mecanismos de la intolerancia que se conjugaron para eliminar a Calas, Voltaire defiende la diversidad y el derecho a elegir las ideas que han de normar la vida de cada quien.
Dejo a los lectores del escrito de Voltaire el ejercicio de sustituir los nombres ficticios y medidas controladoras que él describe, con nombres verdaderos y acciones comprobables de la larga, muy larga, lista intolerancias en la historia humana.
A continuación ofrecemos íntegramente
Del horrible peligro de la lectura, de Voltaire:
Nosotros, Jusuf Cherébi, por la gracia de Dios, muftí del Santo Imperio Otomano, luz de luces, elegido entre los elegidos, a todos los fieles que vean esto, tontería y bendición.
Como sea que Said Effendi, embajador de la Sublime Puerta, desde un pequeño estado llamado Frankrom, situado entre España e Italia, ha traído entre nosotros el pernicioso uso de la imprenta, habiendo consultado sobre esta novedad a nuestros venerables hermanos los cadís y los imanes de la ciudad imperial de Estambul, y especialmente los fakires conocidos por su celo contra el espíritu, ha parecido bueno a Mahoma y a nosotros, condenar, proscribir, anatematizar el dicho infernal invento de la imprenta, por las causas abajo dichas.
1.- Esta facilidad de comunicar sus pensamientos tiende evidentemente a disipar la ignorancia, que es la guardiana y la salvaguardia de los estados bien gobernados.
2.- Es de temer que entre los libros traídos de Occidente, no dejen de encontrarse algunos sobre la agricultura y sobre los medios de perfeccionar las artes mecánicas, cuyas obras podrían a la larga (no lo quiera Dios) despertar el genio de nuestros cultivadores y manufactureros, incitar su laboriosidad, aumentar sus riquezas, e inspirarles un día alguna elevación del alma, algún amor por el bien público, sentimientos absolutamente opuestos a la sana doctrina.
3.- Ocurriría finalmente que tendríamos libros de historia desprovistos de hechos maravillosos que mantienen a la nación en una feliz estupidez; habría en estos libros la imprudencia de dar justicia a las buenas y a las malas acciones, y recomendar la equidad y el amor a la patria, lo que es visiblemente contrario a los derechos de nuestra posición.
4.- Ocurriría a continuación que miserables filósofos, bajo falaz pretexto, aunque digno de castigo, iluminen a los hombres y los hagan mejores, vendrían a enseñarnos peligrosas virtudes, cuya existencia no debe jamás conocer el pueblo.
5.- Podrían, aumentando el respeto que tienen por Dios, imprimir escandalosamente que ha llenado todo con su presencia, disminuyendo el número de peregrinos a la Meca, con gran detrimento de la salud de las almas.
6.- Llegaría, sin duda, que a fuerza de leer a los autores occidentales que han estudiado las enfermedades contagiosas, y la forma de prevenirlas, nosotros seríamos muy desgraciados por librarnos de la peste, lo que resultaría un enorme atentado contra los designios de la Providencia.
Por estas causas y otras, para la edificación de los fieles, y por el bien de sus almas, les prohibimos y decimos que jamás lean ningún libro, bajo pena de condenación eterna. Y para evitar que les llegue la tentación diabólica de instruirse, prohibimos a los padres y a las madres que enseñen a leer a sus hijos. Y para prevenir cualquier desobediencia a nuestras órdenes, les prohibimos concretamente pensar, bajo las mismas penas; encomiamos a los auténticos creyentes que denuncien ante nuestra autoridad a cualquiera que hubiera pronunciado cuatro frases bien ligadas, de las que pudiera inferirse un sentido claro y sin dudas. Ordenamos que en todas las conversaciones se utilicen términos que nada signifiquen, según los antiguos usos de la Sublime Puerta.
Y para impedir que cualquier pensamiento entre de contrabando en la sagrada ciudad imperial, encargamos especialmente al primer médico de Su Alteza, nacido en un pantano del Occidente septentrional; el cual médico ha matado ya cuatro personas augustas de la familia otomana, para que se interese más que nadie en impedir cualquier entrada de conocimientos en el país; le damos autoridad, por esta carta, para confiscar cualquier idea que se presente por escrito o verbalmente en las puertas de la ciudad, y traernos a la dicha idea atada de pies y manos, para infligirle por nosotros tal castigo cual nos plazca.
Dado en nuestro palacio de la Estupidez, el 7 de la luna de Muharem, el año 1143 de la Hégira.
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