Mientras me impongo por la prensa de hoy, miércoles 17 de octubre de 2007 de las declaraciones de la señora, quien, como para suavizar el contenido bastante lúgubre de sus palabras promete días mejores mediante el artilugio de manejar mejor la globalización para que sea más próspera de lo que es,
leo Mi país inventado, de Isabel Allende.
Hace unos días, estando de paso en la ciudad de Nueva York, mi amigo de toda la vida, el reverendo Angel Bonilla, me llevó a una librería a comprar
Mi país. Él ya lo había leído y, en sus propias palabras, «se había matado de la risa». Lo encontramos y me lo vine leyendo en el avión.
Aunque ideológica y doctrinalmente somos bastante parecidos, Angel y yo diferimos en algunas cosas. Él, por ejemplo, cree que los aviones que chocaron contra las Torres Gemelas estaban comandados por los aprendices de pilotos que se estrenaron con avionetas fumigadoras en la Florida. Yo, en cambio, dudo mucho que con una preparación a ese nivel esos tipos hayan realizado una faena tan milimétricamente perfecta. En cuanto al libro de la Allende, mientras él se mataba de la risa, yo veía con un ojo un poco más grave los cuadros que va pintando la distinguida escritora. No voy a decir que en algunos pasajes no me riera pero creo que más que reír, lloré. O quizás las lágrimas se asomaron a mis ojos expelidas por ambos sentimientos a la vez. Risa y llanto al mismo tiempo.
(Alguna vez escribí un cuento en el cual Pinochet, a quien Isabel Allende trata en
Mi país de siniestro, enseña a su nieto que lo acompañaba cuando trataron de eliminarlo en la Cuesta Creerlo también conocida como el Cajón del Maipo, a dormir con un ojo cerrado y el otro abierto. «Hay que intentarlo muchas veces», le decía al niño, «pero al final se consigue». En aquel cuento, ambientado en uno de los últimos homenajes que las Fuerzas Armadas le ofrecieron, su conciencia se niega a acompañarlo a la ceremonia. Se queda en casa. Y cuando el siniestro regresa, no la encuentra, pero sí hay un papelito sobre la cama que dice: «Me fui para siempre. No te soporto más».)
Volviendo a la Bachelet, me llama la atención que haga referencia a lo que se está conociendo más y más como «el fenómeno del desencanto». Y me llama la atención porque los políticos-parlamentarios evitan hablar de esto, así como evitan decir las veces que en el año se suben los sueldos. Si Pinochet no hubiese sido tan siniestro y tan siniestros sus colaboradores, quizás su gobierno habría evitado el surgimiento del fenómeno del desencanto. Pero no. Hoy en Chile hay más desencantados que nunca. Y los hay cada vez en mayor número porque la clase política: diputados, senadores, ministros, secretarios, subsecretarios, presidentes y ex presidentes de la República, alcaldes y regidores se encargan de fabricarlos todos los días.
Dice la presidenta que habrá que trabajar para que la globalización lleve más prosperidad a nuestros pueblos. ¿Más prosperidad todavía? Si los prósperos son cada vez más prósperos y los imprósperos son cada vez menos prósperos. (En Costa Rica, cuando alguien intenta hacer pasar por tarados a los demás, se dice que les está queriendo dar «atolillo con el dedo»; es decir, creer que los pueden embaucar con cualquier cuento.) La presidenta Bachelet nos está queriendo dar atolillo con el dedo asumiendo que nadie se da cuenta de lo que en verdad ocurre con la famosa globalización.
Isabel Allende me hizo sonreír cuando contó de la vanidad de los ricos que se van a un supermercado high del Santiago de primera clase (que queda de Providencia pa´rriba), agarran un carrito y lo llenan hasta los topes de los más exquisitos manjares: caviar, champaña, filetes de todos los tonos y tamaños después de lo cual se dedican a pasearse por los pasillos empujando el carrito para que todos los vean, admiren y envidien; y cuando se cansan de aquella rutina, lo abandonan en cualquier lugar y salen del supermercado sin siquiera haber comprado una caja de fósforos. Cualquiera que no sea chileno dirá que la Allende está exagerando y que tales cosas no ocurren. Pero sí ocurren. Y peores que esas ocurren.
Pasando y pasando páginas, me encontré con el panegírico que le hace la autora al ex presidente Ricardo Lagos. Lo retrata como un hombre modesto, íntegro, que vive en una casa alquilada en un barrio sin pretensiones. Y que la derecha lo admira por su sencillez. (Para mí que lo admira no por su sencillez sino por lo sencillo que hizo el trámite de favorecer económicamente a los poderosos, nacionales y transnacionales. No así terminó su mandato con más del 70 por ciento de aprobación.) Y agrega que «los Lagos son chilenos criados en los valores de igualdad y justicia social, a quienes la obsesión materialista de hoy parece no haber rozado». Al leer esto, me acordé de unas casas que construyó este hombre criado en los valores de igualdad y justicia social, que no tenían más de cuatro y seis metros cuadrados. Y que la televisión mostró con una mezcla de asombro, vergüenza y bronca. No sé si al fin hubo quien se atreviera a ocupar esas casas porque nunca se volvió a mencionar el asunto. Y escribí al margen de esta página: «Ojalá que no haya otro Riggs en el futuro de este señor porque el anterior, ese que dijo que saldría más pobre de como entró quedó convertido en un vulgar “chaleco de mono” cuando descubrieron que además de asesino, era ladrón».
Los chilenos «nos creemos el centro del mundo», dice la señora Isabel. «Consideramos que Greenwich debería estar en Santiago. Y damos la espalda a América Latina, siempre comnparándonos con Europa. Somos autorreferentes, el resto del mundo solo existe para consumir nuestros vinos y producir equipos de fútbol a los cuales podamos ganar» aunque jamás les ganamos.
Hace algunos años, los miembros de mi familia formamos un grupo compacto y nos fuimos a pasear a Chile. Un día, una de mis hijas, de tanto oír decir que Chile pertenece al primer mundo, me preguntó si tal cosa era efectiva. «Mira, hija», le respondí. «¿Te has fijado en las servilletitas que te ofrecen en los restaurantes? No miden más de cuatro pulgadas por lado. Y están hechas del papel más inadecuado que pueda haber. Cuando veas que en Chile los restaurantes te ponen unas servilletas que parecen sábanas, como en los Estados Unidos, entonces sabrás que este es un país dessarrollado, mientras tanto... olvídate». No nos olvidamos, sino que siempre que nos acordamos de las famosas servilletitas «nos matamos de la risa».
«En Chile», sigue diciendo por ahí Isabel Allende, «se evita hablar del pasado». Y aunque ella se encamina por trillos diferentes, no puedo dejar de pensar en las veces que se me criticó porque con mis artículos publicados en un periodiquito evangélico que todavía circula en el sur de Chile con fugaces asomos en Santiago, dizque contribuía a mantener abiertas las heridas que el 11 de septiembre de 1973 se infligieron a la patria. Después de amordazar a medio mundo, el gobierno militar se especializó en el arte de no hacer pensar a la gente. Y el pueblo aprendió muy bien la lección. «Hay que dar vuelta a la página», decían. «¿Para qué seguir hablando de esas cosas?» Y la situación llegó a su punto crítico cuando denuncié la negativa de pastores y misioneros de pedir perdón por los abusos cometidos cuando otros líderes del país, no militantes de nuestras iglesias, lo hacían.
En Chile se prohibía pensar. Y se sigue prohibiendo aunque la presidenta Bachelet quiera hacernos creer lo contrario. De todas maneras y como para terminar, sería bueno que todos los chilenos leyeran Mi país inventado para ver si alguna vez dejamos de inventar leseras.
(*) Rabanito se les decía a los políticos que presumían de izquierdistas o, de rojos (por fuera) pero que por dentro eran tanto o más blancos que el propio Jorge Alessandri con todo y bufanda.
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