Hormiguero

Paseo por el callejón del Beso, en pleno corazón de un casco histórico que ostenta, entre otras cosas, el título de Patrimonio Cultural de la Unesco. Subo empinadas cuestas, algo habitual en este hormiguero, entre coches y “peceras”, esos autobuses turísticos de dos plantas, y voy dejando atrás, o mejor dicho, abajo, iglesias y más iglesias, cúpulas junto a tendederos con sábanas anchas y blancas (esas que son al final las auténticas banderas del mundo), y tímidas antenas en forma de peine que se tuesta al sol... aún no he visto en todo México un sombrero charro fuera del acostumbrado tenderete con souvenirs, pero sí que he visto pieles morenas y pelos ámbar, sí que he oído gallos cantando a tiempo y a destiempo, el claqué de los caballos por suelos empedrados y guitarras lejanas y algo desafinadas interpretando libremente canciones que algunos considerábamos extinguidas; y he podido oler jardines y la cal de algunas paredes, que luego serán pintadas del color del pistacho, de la sandía, de la grosella, y del limón. Este es el hormiguero Guanajuato, y esto es México. Al principio te pica un poco el poncho, pero después te acostumbras.

Contemplo la ciudad desde lo alto de la colina. Me dejo llevar por los detalles pequeños de las azoteas más cercanas, donde habita el ruido. A veces se nos compara a los seres humanos con hormigas. Es así: a veces hay que subir, como hacen las hormigas, a puntos más altos, y observar desde las alturas. A mí eso me hace sentirme pequeño, y no tan importante, ni tampoco tan aislado del resto del paisaje. Necesitamos un modo de organizarnos, y todos dependemos de lo que ocurre en nuestra colonia. Esta ciudad colonial es una prueba palpable de que esto es cierto.

Pero aún así, a pesar de que por un rato pueda dejarme llevar con libertad por este hormiguero, no puedo dejar de sentirme como un intruso, como un extranjero permanente, como un inconformista de este siglo. Todo lugar pierde su encanto, cuando dejas de sentir que perteneces a él...

Siento algo de frío, y decido pasar el resto de la tarde en la azotea del hotel, en una de esas que hay en el fondo de la colina, donde uno puede aprovechar un último rato de sol.