Prácticamente caminamos sin cruzarnos con otras personas en nuestra travesía por Sierra Madre Oriental. Sólo un par de individuos que llevan un burro, cargados con hierbas atadas con cuerdas de pita. Ciudad Victoria descansa abajo, al abrigo de los montes. O somos nosotros los que descansamos cuando miramos abajo, hacia la ciudad bulliciosa y ansiosa de contemporaneidad, que ya no representa desde nuestra altura más que un pequeño círculo en un campo verde, un plato humeante de judías rojas y picantes. A un lado, la enorme extensión del Altiplano Mexicano asombra hasta dar hipo.
Manuel recita un verso del poeta Alfonso Reyes: “Viajero, has llegado a la región más transparente del aire”.
Hemos ascendido ya como unos 2.000 metros, y comenzamos a notar la presión, el frío intenso, el rugir del aire en el agua de nuestras miradas, confundidas con las gotas de lluvia punzantes, impracticables.
- Falta poco – dice Manuel, al verme toser entre fuertes aspavientos –. Unos mil metros más, y podremos rodear el monte.
- ¿Sólo 1.000 metros, dices? Gracias. Ya estoy mucho más tranquilo.
- Lo único...
- ¿Hay alguna pega?
- ¿Pega?
- Ah, perdona... pega significa problema. Inconveniente.
- Inconveniente... – repite Manuel – Pega. No es muy importante que digamos... San Blas tiene algunos accidentes geográficos curiosos... saltitos...
- ¿Saltito?
- Sí. Uno no más, uno chiquito, mano(1).
- Tiene gracia... deberías haberme dado el sobre después del saltito ese que dices...
- No hay que asustarse... Yo me fío de...
- Tú tienes eso que se llama fe... pero suelo hacer lo contrario de lo que se espera de mí, así que no te hagas demasiadas ilusiones...
- Tranquilo.
Llegamos al “saltito”, una hora después. Es una zanja de 2 metros de ancho, cuya otra orilla se encuentra a un nivel inferior; y con un calado que no puedo determinar. De caer en la zanja, el sonido del golpe llegaría antes que yo al suelo. Se podría probar la densidad de las nubes mullidas y grises que se pueden ver desde el borde del precipicio.
Primero lanzamos nuestras mochilas. Hasta aquí todo bien. Pero es que cuando uno se encuentra frente al barranco, justo en lo alto del despeñadero, sólo se ve la profundidad del tajo. Es más fácil si miras sobre dónde tienes que saltar; lo difícil, lo arriesgado, lo valiente también, es dar el paso, ese paso que, en el fondo, es tan natural e inevitable como respirar, como atarse los zapatos antes de salir de casa... tan lógico y esencial como hacer el gesto de otear el horizonte al atardecer, o bostezar, o estirarse por las mañanas.
Dar un salto, con la fe que requiere, es complicado, a pesar de todo esto; pues creemos que al ver al otro haciéndolo es como si no fueran necesarios más saltos, ni mucho menos el nuestro. Pero cada salto entre los límites, cada línea que se salta, es única, diferente, personal. Mis pies son mis pies, como mi columna vertebral y mi alma son las propias. Y nadie puede ocupar un lugar que no le corresponde. Manuel salta, como una gacela, como si lo hiciese todos los días después de desayunar.
- Vamos. ¿Ves qué fácil?
- Ya voy, hombre.
Él tiene razón. Parece fácil. Ya sé que él ha dicho que es fácil, no que lo parece. Pero tengo algo de vértigo. Andar por aquí es más complejo de lo que a simple vista parece, más si no se está muy acostumbrado... y no digamos ya si hay que tomar impulso para sortear una brecha. Respirar correctamente es un esfuerzo. Tengo algunas dudas. Manuel ha atravesado el viento domesticado, sin problemas. ¿Podré hacerlo yo igual? Al menos, me conformo con llegar al otro lado sano y salvo.
La aventura marca ahora mi forma de caminar. No he venido hasta aquí desde tan lejos para acobardarme. Cierro los ojos, unos instantes, y mientras el paisaje sigue sus propias reflexiones, mi guía se muerde las uñas, y yo me imagino cayendo por la ley de la gravedad, principalmente. Recuerdo que algunos desafiaron las leyes de la física alguna vez. Yo también lo haré: saltaré, alto y con seguridad, y Manuel se encargará de recoger mis fragmentos...
Espanto esta idea con un agitado y vigoroso movimiento de mano.
- Se va a hacer de noche.
- Voy.
- Mi hijo pequeño ha saltado cosas más difíciles.
- Tu hijo está más acostumbrado que yo a estas cosas.
La aspiración es honda, la entrada del aire en mis pulmones es intensa, como la sima. La vida normal tiene estos saltos de fe camuflados en las circunstancias, por más banal que pueda parecernos nuestro trabajo de vendedor de sellos, de modo que...
- La roca tarda miles de años en moverse sola – dice Manuel.
- Ya lo sé.
Sé que es más sencillo de lo que pretendo hacer. Saltar o no. Este es el resumen de todo.
Salto.
La brisa me acaricia los pómulos y ciega mi sentido del olfato. El pulso se acelera contra el frío y la humedad. Casi llego por mi mismo cuando veo que el suelo desaparece bajo mis pies y soy una torpe ave, para volver a ver la roca y caer en ella, para alzar un gesto triunfante, victorioso, desafiante, que cede con la piedra descompuesta que, de no ser porque Manuel me agarra del hombro en el último momento, me hubiera enviado al manto de niebla.
- ¿A que ha sido divertido?... cuidado, no te agarres a eso, es una pitahaya...
- ¿Un qué?
- Un cactus.
Me palmea en la espalda, y emprendemos el final del ascenso.
Olvidaba la parte más importante de cualquier salto que necesite de la fe para ser salvado: nunca se está del todo solo, ni del todo arropado. Y también que no siempre dependo sola y exclusivamente de mis capacidades, por importantes que estas parezcan.
El viento vuelve a cantar con desesperación, en los entresijos de este paisaje rocoso y repleto de pruebas.
1) En español, en el original
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