La Biblia se refiere indirectamente a ella, cuando afirma que también en lo más íntimo de la persona, en su corazón, se puede llegar a pecar.
“Cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón” (
Mt. 5:28), dijo el Señor Jesús. Ese mundo interior personal capaz de contener los mensajes que le llegan del exterior, se pone también de manifiesto en expresiones como:
“pero María guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (
Lc. 2:19). Al meditar nos sumergimos en nuestra propia conciencia.
De manera que, a diferencia de los animales, la conciencia humana le aporta profundidad a la persona y permite que ésta, en su sola intimidad, sea capaz de enfrentarse al mundo y a los interrogantes que éste plantea. Es en lo más hondo de cada uno donde se llega, por ejemplo, a dudar de Dios, a rechazarlo o a creer sinceramente en él. Ningún animal es capaz de hacer algo así. Si la intimidad es nuestro mundo interior donde nos vemos tal como somos, nos juzgamos, nos comparamos con los demás, nos sentimos queridos o rechazados, allí donde aparecen nuestros gustos, creencias, intereses, ideas o pensamientos, sin ningún tipo de hipocresía, entonces la conciencia sería ante todo el descubrimiento personal de esa intimidad. La voz interior que emite juicios implacables, en términos de lo que está bien y lo que está mal. Una especie de reducto moral íntimo donde se generan sentencias de aprobación o condena, donde se crean sentimientos de paz y tranquilidad o, por el contrario, de remordimiento y culpa.
Pero la voz de la conciencia puede ser silenciada o distorsionada voluntariamente y entonces, cuando esto ocurre, se entra en una especie de caos o desorientación moral, pues a base de no querer oír la propia voz, se puede terminar escuchando cualquier ruido externo o, lo que es peor, no escuchando nada.
Algunas personas no sintonizan casi nunca con la propia conciencia por miedo a que ésta les recrimine su actitud. Para evitar cualquier tipo de responsabilidad moral, a veces, se prefiere salir fuera del mundo interior y cerrar los oídos a la voz de la conciencia. Esta actitud, sin duda, es un grave error porque contribuye a la propia despersonalización o deshumanización.
SER PERSONA
El hecho de que cada ser humano posea su propia conciencia implica también que cada hombre o mujer es persona. O sea, un ser totalmente nuevo en la creación y esencialmente distinto del animal, alguien singular e irrepetible, dotado de un valor absoluto, deseado por el Creador como fin en sí mismo y no como medio para prolongar su especie.
Por ser persona, el ser humano no es sólo un producto más de la biología, que sólo es capaz de repetir aproximadamente lo que ya existía. No, la reproducción del hombre es mucho más que la de los animales. Éstos, aunque posean diferencias entre ellos, en el fondo son idénticos entre sí. Un león es igual a otro león, como un gorila equivale a otro de su misma especie. Pero cada ser humano es un ente individual, singular, imposible de repetir. El hombre, como persona, se eleva por encima de la cadena biológica de la reproducción. Más que hijo de sus padres y miembro de la especie
Homo sapiens, es ante todo creación inmediata de Dios e imagen de él. El Creador nos conoce a cada uno y nos llama por nuestro nombre propio. De ahí que la espiritualidad de cada ser humano sea personal y no heredada de los antepasados o la naturaleza.
Si sólo se analiza desde el punto de vista de la biología, hay que admitir que el hombre parece un animal inacabado, no especializado y más bien carencial. Cada especie viva de este planeta está perfectamente adaptada al hábitat que ocupa, sin embargo para el ser humano no existe ambiente idóneo, ya que puede adaptarse casi a cualquier lugar.
En unas hipotéticas olimpiadas del reino animal, no ganaría ninguna medalla. No es un gran corredor, ni el mejor nadador, ni vuela, ni salta demasiado, ni puede levantar mucho peso, etc., etc. La cuestión que esto plantea es, ¿cómo un ser así, tan mediocre e inadaptado desde la perspectiva biológica, ha podido dominar el mundo?
La respuesta apunta una vez más hacia esa singular propiedad humana llamada conciencia reflexiva. Aquello que nos diferencia de las máquinas y de los animales, que no reside en ningún punto concreto del cerebro, que cesa cuando dormimos y para la que aún no se ha encontrado ninguna explicación material. Todas las especies animales carecen de ella, tienen un techo que las limita y que no pueden atravesar. El hombre, sin embargo, se desarrolla a partir de ese nivel. Usa un lenguaje reflexivo, es capaz de saber que sabe, puede tratarse a sí mismo como objeto de estudio, posee capacidad simbólica o de abstracción por lo que ha podido desarrollar una cultura, tiene creatividad técnica, artística y ética. En fin, el ser humano no es ningún animal perfeccionado como propone el evolucionismo, ni el ángel caído de tantas religiones, sino simplemente una criatura consciente y libre, hecha a imagen de su Creador.
En lo más profundo de nuestra conciencia descubrimos que existe una ley escrita por Dios que nos llama a amar, a hacer el bien y a apartarnos del mal.
DIGNIDAD Y CONCIENCIA
Es lo que dice el apóstol Pablo a los romanos:
“Porque cuando los gentiles que no tienen ley, hacen por naturaleza lo que es de la ley, éstos, aunque no tengan ley, son ley para sí mismos, mostrando la obra de la ley escrita en sus corazones, dando testimonio de su conciencia, y acusándoles o defendiéndoles sus razonamientos, en el día en que Dios juzgará por Jesucristo los secretos de los hombres, conforme a mi evangelio” (
Ro. 2:14-16).
Cada persona al escuchar su propia conciencia moral, puede oír la voz de Dios que le habla y le dice lo que es justo y recto.
Por eso cuando el ser humano lee la Biblia y medita en ella, su conciencia sintoniza con esa voz divina y puede descubrir la voluntad del Creador para su vida. Y así, al aceptar a Jesucristo como Señor y Salvador, su Palabra empieza a educar la conciencia humana que está sometida a la influencia negativa del pecado, iniciándose el desarrollo hacia la madurez espiritual.
La realidad de la conciencia humana permite realizar un salto metafísico y suponer que el Creador que la formó es también absolutamente consciente. El Dios que es la conciencia suprema del universo, al hacernos a su imagen y semejanza, nos diseñó precisamente como seres conscientes y no como animales irracionales. Por eso, si queremos vivir de acuerdo a su voluntad y disfrutar de la dignidad de personas humanas que se nos otorgó al principio, debemos permitir que nuestra conciencia sea educada por su voz, con el fin de alcanzar cada día una mayor justicia y rectitud moral.
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