Hace un tiempo húmedo, y estoy cubierto por varias capas de ropa de franela; calzo botas altas que crujen en la escarcha débil. Ni los grillos se atreven a salir. Mañana he de continuar solo esta senda, y tenía que pararme un poco para ver el cielo de México, que no es ni mucho menos el mismo que el de otros lugares. Es, con todo, una buena noche para las charlas largas.
- Necesito un favor – dice Manuel. Unos faros de coche provisional nos deslumbra unos instantes, y las estrellas, junto con el bosque, y el resto de personas que hay por allí cerca, algún astrónomo aficionado entre ellas, se esconden.
- Lo que quieras.
- Necesito que buque a mis tíos, los García... son la única familia que me queda en Cuba.
- Dalo por hecho.
- Y que les dé esto – me da un sobre abultado –. Es algo personal que les vendrá bien... sólo le pido, y confío mucho en usted, que no lo abra, y que lo cuide.
- Con mi vida, si hace falta, Manuel.
Esto le tranquiliza, y se da por satisfecho. Una nueva bifurcación, es lo primero que pasa por mi cabeza cuando noto el peso del sobre, y del secreto que contiene, sobre la palma de la mano. Cuando ahondamos en la vida de alguien nunca somos conscientes del todo de hasta qué punto podemos influir en esta vida, ni cómo esa influencia vuelve a nosotros. Estoy sorprendido; no imaginaba que Manuel fuese capaz de hilvanar más de dos frases seguidas, tan silencioso y prudente es. Cauto, como rama de árbol. E imprescindible.
Me alegro de no ir solo cuando se nos pincha una rueda, en la oscuridad. Un bache hace que demos un brusco salto, y que pueda probar por mí mismo el sabor de la guantera. Noto la sangre precipitarse en el labio inferior. Vinagre.
- ¿Está bien? – me palmea el hombro y ríe, bajando del vehículo.
- Prefiero ver el rodeo sentado, más que participar en él – digo, poniéndome un pañuelo en la herida, que me duele al sonreír –. Bonitos recuerdos me voy a llevar de México... una mordedura de serpiente, y un golpe en el labio.
- Podría ser peor...
- Espera, te ayudo...
- No, no, déjelo – cuando desciendo del vehículo, Manuel ya tiene la rueda de repuesto a punto para colocarla en su sitio.
- Podríamos haber venido a caballo... ellos no sufren pinchazos en las ruedas.
- Aunque no lo parezca... aquí seríamos unos bichos raros por aparecer con caballos.
- Demasiado cerca de la ciudad, ¿eh? – él asiente.
Contemplo su destreza con la llave inglesa. Su destreza es un secreto. Yo soy un secreto. El sobre que duerme en mi abrigo central es un secreto. Este cielo, este viaje, Ciudad Victoria, y todo México es un secreto. La iglesia de piedra abandonada en uno de los recodos perdidos del trayecto, un recodo secreto por el que no volveré a pasar, es un secreto. La humanidad sigue siendo un secreto. No un misterio, sino un secreto que sólo Dios puede desplegar en su totalidad. Pensamos y vivimos con la idea de que podemos conocer el secreto, pero no es sino una ilusión.
Manuel en sí mismo es un secreto que poco a poco se descubre. Me cuenta al fin algo de su historia:
“Nací y viví casi 20 años en mi Cuba. Por motivos que no vienen al caso, tuve que cruzar a Miami, y de allí recorrer todo el sur de los Estados Unidos. Pasé por Nogales al desierto de sonora, atravesé la otra Sierra Madre, trabajé en las minas de yeso de Plinio, bajo el Chihuahua, en Naica. A 50º o más, sacábamos esos cristales puros como esas estrellas... y nos ocupábamos de bombear y mantener la humedad en el interior de las cuevas, creando vías para las aguas subterráneas. Hacía mucho calor allí abajo. Costaba horrores respirar. Cuando salí de allí, volví a cruzar una sierra, la otra Madre, y finalmente me quedé en ese lugar donde nos encontramos. Otro día, en Reynosa, conocí a la que ahora es mi esposa... esa es más o menos mi historia”
Cuando acaba de desvelarse, de exponer esta parte importante de su vida, unas lágrimas le brillan en los ojos. Yo también hago que las mías se descubran.
- ¿Necesitas ayuda? – es lo único que sé decirle.
- Sí... levante el pulgar.
- Que levante... ¿así?
- Sí, hacia arriba... extienda más el brazo... perfecto... no tardará en recogernos alguien.
- Pero, la rueda...
- No sirve. El recambio es de otro coche.
Pronto pasa una familia en coche, con unos niños ruidosos que me llenan la cabeza de gritos y el pelo de algo parecido al guacamole. A los padres les hace gracia. Por mi parte, estoy lo bastante dolorido y cansado, y conmovido aún por la biografía breve de Manuel, como para preocuparme por unos niños que se divierten al convertirme en blanco de sus bromas. La familia se ha dado cuenta enseguida de que no somos mejicanos. Oigo a Manuel que dice en español: “sí, dejé mi tierra... hace ya un titipuchal de años”. No sé qué significa esta frase.
Nos sueltan, literalmente, en la puerta de nuestro motel. Los niños me han dejado un último recuerdo: me ataron los cordones de las botas entre sí, de modo que a los dos pasos de bajar del coche, me desplomo sobre el suelo. Ahí, tumbado, no dejo de preguntarme qué pudo motivar a Manuel a abandonar su vida en Cuba, calculo que a una edad similar a la que tengo ahora.
Para seguir con mi historia, no me quedará más remedio, en algún momento, que descubrir la suya. Conocer una vida, entrar en ella, es algo que sí puedo hacer.
Miro al cielo y veo su mano fuerte, que se ofrece a ayudarme a ponerme en pie.
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