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No todos los teólogos

Los ríos, dicen, son los únicos que no se devuelven. Esto, en relación con la necesidad de poner reversa, de vez en cuando, en ciertas circunstancias de la vida. Hace poco, el 26 de junio pasado para ser exacto, dije algo en mi artículo de esa semana que merece una rectificación. No es río revuelto sino río medio vuelto. Di una opinión sobre los teólogos en cuanto segmento dentro de la amplia comunidad de fe de la que somos integrantes, opinión que mantengo. Pero, como en todo, hay excepciones.
EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 21 DE SEPTIEMBRE DE 2007 22:00 h

Entre mis amigos teólogos, tengo a uno que es una loable excepción. Mi aprecio e identificación con su quehacer teológico es el que me ha inducido a escribir el presente artículo.

Se trata de mi distinguido amigo Juan Stam, estadounidense naturalizado costarricense que vive, precisamente, en Costa Rica, desde donde hace teología a nivel de pueblo. Por eso, precisamente, por su sensibilidad hacia las clases populares y su identificación con los dolores, angustias, luchas y esperanzas de los postergados de la tierra es que me apresuro a sacarlo del saco en el que lo había metido con todos los demás.

Supe de Juan Stam mucho antes de conocerlo; mucho antes de saber que existía. No. No lo vi debajo de la higuera con la nariz metida en sus libros sino que medió otra situación bastante sui generis en este encuentro. Cuando nuestros caminos coincidieron ―de esto hará unos treintisiete años― mi sorpresa fue tan grande como grata. Lo estimé, no por lo que es ni por la forma en que vive lo que es (que en ese tiempo aun no lo sabía), sino por ser parte de la familia de otro Juan Stam. Éste, conocido como John y de quien había leído cuando tenía yo apenas unos 12 años.

Alguien escribió un libro titulado El triunfo de John y Betty Stam en el que se hacía un recuento de su quehacer evangelístico y de su muerte en China, el 8 de diciembre de 1934, a manos de individuos aparentemente movidos por su odio a los cristianos y su interés por las cosas que estos tenían. Los malhechores, después de matarlos, les robaron y quemaron su casa. Algunos días después, amigos cristianos removiendo los escombros se encontraron con la Biblia de Betty en la cual había escrito: «Señor, abandono mis planes y propósitos, todos mis deseos, esperanzas y ambiciones y acepto tu voluntad para mi vida. A ti entrego mi vida y todo mi ser para siempre. “Para mí el vivir es Cristo y el morir es ganancia”, Fil. 1.21».

El libro, como muchos otros, había caído en mis manos al ser elegido bibliotecario por la Liga de Jóvenes de la iglesia de la Alianza Cristiana y Misionera de la ciudad de Concepción en la cual daba mis primeros pasos como creyente. La Liga tenía, por aquel entonces, una biblioteca con una buena cantidad de libros que se movían con bastante parsimonia. Mi responsabilidad, entonces, era desarrollar entre la juventud y otros miembros de la iglesia el interés por leer. De alguna manera entendí, a esa edad, que un buen bibliotecario tenía que ser primero un buen lector. Así es que me propuse dedicarme a la lectura. Así leí El triunfo de John y Betty Stam, En sus pasos o qué haría Jesús, Moral católica, Julian y la Biblia, Pepa y la virgen y otros cuyos títulos ya he olvidado. Fue el nacimiento de mi pasión por los libros, factor que pareciera que Dios tomó en cuenta para encargarme ―años después― la noble tarea de formar escritores cristianos en nuestro mundo hispano, tarea en la que avanzamos poco a poco.

Pues bien. Dios tiene sus caminos y planes que a veces nos son ocultos y aunque andemos por ellos y empecemos a realizarlos, muchas veces lo hacemos sin la conciencia de que estamos yendo por donde Dios nos quiere llevar.

Muchos años después, la iglesia en la que militamos en la ciudad de Miami nos pidió que nos hiciéramos cargo de la clase de adultos de la Escuela Dominical. Aceptamos sin saber que nuestro primer compromiso sería enseñar el libro de Apocalipsis. Estuvimos a punto de renunciar antes de comenzar. Y lo habríamos hecho de no haber tenido en nuestra biblioteca ―regalos de él y dedicados por su propia mano― los dos primeros tomos del comentario sobre Apocalipsis de mi amigo Juan Stam (Kairos Ediciones, Buenos Aires, 2003).

Pregunto a mis lectores que son miembros de alguna iglesia: ¿Cuántos sermones sobre Apocalipsis han escuchado a lo largo de su vida? ¿Diez? ¿Cinco? ¿Uno? ¿Ninguno? Pregunto a algún pastor que pudiera estar leyendo este artículo: ¿Cuántos sermones sobre Apocalipsis ha predicado en los últimos, digamos, cinco años?

Es cierto que el libro es enmarañado. Tanta alegoría tiende a confundir. Las conexiones con otros libros y pasajes escatológicos de la Escritura forman una red de enlace que se antoja un laberinto por el cual no nos atrevemos a transitar. ¿Cómo desmenuzar un libro con tantas señales en los cielos, tanto dragón maligno, tanto anciano que alaba, tantas copas que al vaciarse sobre la tierra derraman ira, amargura y muerte? ¿Caballos de colores, langostas que parecen ejércitos blindados, trompetas que anuncian catástrofes nunca vistas, bestias que suben de los abismos, estrellas que caen de los cielos, lunas que se visten de sangre y soles que pierden su calor?

Me dispuse a refugiarme en los comentarios de mi amigo Juan. Y la forma sencilla, sin perder su sesgo teológico, con que trata los numerosos pasajes del libro me abrió los ojos a una visión nueva y totalmente comprensible del libro. Y empezamos a estudiarlo. Mis alumnos, tan sencillos y tan poco acostumbrados a este ejercicio intelecto-espiritual como su maestro, han ido brincando de sorpresa en sorpresa. Y están animados en su fe sencilla por algo que Juan, mi amigo, destaca reiteradamente contextualizando su exégesis con la realidad que vivimos hoy: ser cristiano es de verdad un privilegio. No solo porque los ayayay de los incrédulos serán los bienaventurados de nosotros sino porque quienes clamarán a las rocas que caigan sobre ellos no seremos los creyentes, sino los incrédulos, aquellos que depredan el planeta movidos por su avaricia sin límites. Los ayayay no serán el clamor de los que creen sino de los que persisten en no creer. Los que no podrán sostener la mirada ante los ojos llameantes de Dios serán aquellos, no nosotros. La mirada del Rey que viene hacia sus hijos será una mirada del más profundo amor. Juan Stam mira hacia atrás con ojos proféticos (porque el buen profeta no solo mira hacia adelante y dice lo que va a ocurrir, sino que mira hacia atrás y señala por qué ocurrió lo que ocurrió) y describe las caídas de los imperios que fueron y denuncia la maldad de los imperios de hoy.

¿Qué se saca en limpio al estudiar Apocalipsis de Juan el teólogo del primer siglo de la era cristiana de la mano de su colega, el teólogo del siglo XXI? Primero, que Cristo reina; luego, que las tribulaciones están diseñadas para quienes vivieron de espaldas al llamado de Dios de creer en su Hijo; luego, que aunque ha habido y habrá persecución de los creyentes, estos terminarán reinando victoriosos con el Rey de reyes y Señor de señores. Que aunque en el día presente parezca que la maldad se impone en el universo y los reinos de este mundo dan la impresión de estar gobernados por la fuerza maligna de Satanás, el control supremo, la última palabra, la tiene el Omnipotente (Por eso Juan dice que bien Apocalipsis pudo haber terminado con el capítulo 11.) Por último, el comentario de Juan el teólogo del siglo XXI nos hace perderle el miedo al libro y su palabra concuerda con la Palabra en el sentido que los pobres, los postergados, los explotados de la tierra, los marginados habrán de ver cómo aquellos que se enriquecieron a costa de ellos, aquellos que medraron sobre su miseria, que vivieron suntuosamente sin importarle la destrucción del planeta clamarán a la muerte para que venga a por ellos, pero la muerte no vendrá; es más, les huirá. Entre estos, definitivamente, no estaremos nosotros. Y ver confirmada esta verdad quizás sea la mayor enseñanza que nos deja el estudio de Apocalipsis. Quizás sea la explicación de la bienaventuranza de 1.3.

Por lo expuesto y muchas otras cosas no dichas en este artículo es que creo que teólogos como mi amigo Juan Stam hay pocos; es más, pareciera ser parte de una especie en extinción o, si no, de una especie que nunca fue muy numerosa entre los estudiosos de la Palabra.
 

 


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