Durante más de dos siglos, la Palma consiguió ser la isla canaria más popular, a pesar de ser una de las eternas hermanas pequeñas, con una fuente termal cuyas espectaculares curas pronto hicieron “que fueran llamadas milagrosas”, tal como cuenta Soler.
Pero la Palma, más que una isla, es una colonia de volcanes, un verdadero hervidero de actividad subterránea que siempre ha condicionado la forma y el color de la zona y, lógicamente, la vida de sus habitantes. En el siglo XVII, uno de los gigantes, el volcán San Antonio, sepultó la fuente bajo sus coladas y escorias. Fue en 1677, año en el que ese manantial de aguas termales que surgía en marea baja, al pie de un abrupto acantilado, desapareció. Fue como si el rugir de las entrañas de la tierra arrasara con todo, para condenar al silencio y a la oscuridad esas aguas a la que miles de enfermos de toda Europa –e incluso de América- acudían para curarse y librarse de enfermedades como la sífilis y la lepra, aunque “también tenía fama de sanar cualquier enfermedad de la piel, de los huesos, del estómago e incluso el reuma y la sarna”.
Soler detalla que la terapia para los casos graves consistía en un primer baño en la llamada Pileta de San Blas, donde el agua de la fuente estaba ligeramente enfriada al mezclarse con el agua de mar.
La terapia, por eso, era un proceso realmente duro, ya que el enfermo se arañaba las heridas con un cepillo de púas de hierro, hasta que lograba levantarse las pústulas. Con las heridas en carne viva, y con un dolor “lacerante e insufrible”, se sumergía en otra pileta, la de San Lorenzo, donde las llagas se cauterizaban por las altas temperaturas del agua. Soler, pues, tiene claro que las aguas no eran precisamente milagrosas, y que de curar, nada de nada, “aunque podían combatir los síntomas, ganar algo de calidad de vida y hasta vivir más años”. Un tratamiento, pues, “doloroso”, pero que se completaba con otro más suave, y hasta placentero, basado en lodos y baños marinos en una zona abierta hacia el sur, donde nacía la fuente. A pesar de hablar de ella con el término fuente, se trata de toda una galería bajo la roca con varias vías que conectan con las diferentes piletas, lo que hoy día serían unas piscinitas, con agua con diferentes temperaturas y propiedades, a pesar de encontrarse la una cerca de la otra.
La constante presencia de visitantes –algunos tan ilustres como Pedro de Mendoza y Alvar Núñez Cabeza de Vaca, conquistadores de las lejanas tierras americanas en el siglo XVI-, convirtió la Palma en la de mayor afluencia y renta de todo el archipiélago, llegándose a construir la ciudad de Pago de las Indias, llamada así por el dinero que se movía gracias a las limosnas y a los hospedajes.
Pero cuando la fama inundaba la pequeña cala donde surgía la prodigiosa fuente, apunta Soler, “bruscamente todo se acabó”. Así, un aciago día de noviembre de 1677 se desató la furia y comenzó la erupción del volcán San Antonio. Las coladas fluyeron durante días, aunque los palmeros, acostumbrados a estas furias, pensaban que todo era recuperable. Las explosiones duraron varios días, pero la alarma surgió cuando una de las coladas se dirigía hacia el sur, donde se encontraba el acantilado a cuyo pie surgía la fuente.
Los palmeros, en comitiva, se enfrentaron al avance de la colada con procesiones y rogativas. A cien metros de llegar a la parte superior de la fuente, bruscamente se desvió hacia el sur. La fuente quedó en medio, mientras dos coladas caían a cada lado, sepultando la costa en un espectáculo de fuego y estruendo. Pensaban que todo había acabado, pero dos días más tarde una nueva y última colada encontró el camino abierto por las anteriores, sepultando la Fuente Santa con más de 40 metros de altura y haciendo retroceder la costa unos 300 metros mar adentro. “Nunca el lamento de una isla fue mayor”, precisa Soler.
Una década más tarde, en 1687, los palmeros se reúnen para excavar un pozo, aunque lo que hicieron fue comenzar una lucha contra la naturaleza en la que la falta de estabilidad de las escorias sueltas y la dureza del basalto les van a obligar a desistir. El carácter palmero, no obstante, no se amilanó y generación tras generación ha intentado encontrar la antigua fuente perdida. De hecho, siempre se ha dicho en la isla que los primeros intentos acabaron con una marca que indicaba el lugar exacto donde se encontraba enterrada la Fuente Santa. Unos aseguraban que la señal era una cruz que marcaba el emplazamiento. Soler añade que desde la última generación que contempló con sus ojos el mítico manantial, se han conservado algunas frases que la tradición ha trasmitido al largo de los años, y que hacen referencia a un elevado risco de color plomizo o al hecho de que el agua brotaba de un material de tan blanda naturaleza, que con una lanza fácilmente se le hacían regatones. Otros aseguraban que la fuente se encontraba al pie de una cruz, aunque nadie la supo situar.
“Muchas han sido las búsquedas durante más de tres siglos”, aunque las huellas y las pistas para encontrarla han sido un gran enigma. Historiadores, ingenieros, naturalistas, geólogos y otros, han intentado encontrarla, con proyectos que nunca se llevaron a cabo, ya que el recuerdo de la fuente se fue disipando con el tiempo, y la historia transformándose casi en leyenda, ya que nadie sabía dónde estaba ni si tan solo seguiría manando en su oculto cobijo. Y llegamos a 1995, cuando el alcalde de Fuencaliente, Pedro Nolasco Pérez, solicitó al Servicio Hidráulico de Tenerife la colaboración para reiniciar la búsqueda.
El mismo alcalde nos recibe al lado del cráter del San Antonio –el gran
culpable de esta historia-, y nos cuenta como quiso recuperar “uno de las grandes objetivos” de los palmeros. Las labores de investigación, lideradas por el equipo de Carlos Soler, empezaron, con un exhaustivo estudio de archivos municipales, textos históricos y un primer levantamiento geológico de toda la zona donde se diferenciaban los terrenos antiguos y los que arrojó el volcán.
Como resultado, puntualiza el mismo Soler, “pudimos concluir que la antigua surgencia se debía buscar a lo largo de una franja costera de 300 metros de ancho y dos quilómetros de longitud”. Del único texto fiable –uno de Fray Abreu Galindo, de 1601-, se deducía que el manantial era termal y que su caudal variaba con la marea. Empezaron una serie de sondeos, aunque con la dificultad de tener que hacerlos en una zona restringida –buena parte de la superficie de la isla estaba declarada como Área de Sensibilidad Ecológica- y con un presupuesto para perforar tres sondeos de 40 metros de profundidad, a los que se podía sumar dos que contrató una empresa privada suiza que hacía años que también buscaba la fuente. Así, Soler destaca el carácter histórico de ese primer sondeo. El primer intento canario encontró un acuífero con aguas a 29 grados, lo que indicaba que “no íbamos desencaminados”, ya que era una temperatura muy superior a las habituales aguas de 20 grados.
El segundo y tercer intento, fueron de los suizos, aunque no acertaron el emplazamiento, con temperaturas de 26 y 25 grados. El equipo de Soler, pues, tenía que afinar mucho más, y con los resultados previos, localizó un punto a 36,6 grados. El último sondeo ya llegó a los 42 grados. La fuente seguía manando y tenía que encontrarse a pocos metros de ese punto. Aplicando técnicas muy avanzadas de perforación, en el año 2000 empezaron las obras, un verdadero trabajo casi de orfebrería en la roca. Un año después, se habían perforado 127 metros de galería y dos anchurones a los 50 y 100 metros de la bocamina.
Después de muchos problemas técnicos, se consiguió excavar una primera piscina, la más cercana a la boca, con el agua a 36 grados y con una delgada capa de calcita. En una segunda piscina, a 42 grados, el aragonito enturbia el agua con un color ocre rojizo típico de esa mineralización. En ambas piscinas, según Soler, “continuamente se precipitan las sales, formando un barro finísimo que, junto con el agua caliente, eran la esencia de las virtudes curativas de estas aguas termales”. En la segunda fase de la obra, iniciada el año 2004, fue necesario incluso inyectar cemento y agua a presión para superar la cada vez menor estabilidad del terreno. De hecho, a medida que se avanzaba, se entró en una playa de cayados que indicaba que la costa no estaba lejos. Un derrumbe llegó a demorar varios meses las obras, pero en el 2005 se pudo iniciar un ramal, hasta que apareció un enorme dique volcánico, un dique que era “el elevado risco de color plomizo”, mientras que “pisábamos aquel material tan blando que con una lanza se le hacían regatones”. Es decir, dice Soler con emoción, “nos encontrábamos justo encima de la Fuente Santa”, a unos decímetros de aquello por lo que quince generaciones de palmeros soñaron. Y apareció, con una temperatura de 45 grados.
Soler relata esta historia con un detallismo abrumador, con una mezcla entre una aventura, un hallazgo histórico y la plasmación del sueño de toda una isla.
Pocas personas han entrado en esas galerías, y nosotros somos unos de esos privilegiados. Tenemos incluso la suerte de bañarnos en esas aguas. Cerrando los ojos, olvidamos la tragedia palmera que sucumbió al avance de un volcán y palpamos en nuestra propia piel la calidez de una historia con final feliz tres siglos más tarde. Fuera, nos espera de nuevo el paisaje lunar, la roca negra, y hasta la furgoneta roja sigue allí.
Ahora, empieza el debate sobre si es necesario o no construir un balneario encima de la Fuente Santa. Es, y será, un debate intenso, pero de momento prefiero recordar el paisaje lunar, la roca negra –y hasta la furgoneta roja- y el tesón de un grupo de personas que han conseguido que una historia que fue derivando hacia una leyenda, haya vuelto a formar parte de un capítulo de la historia canaria.
Pero ahora, de la historia presente. Sentado en una de las rocas negras, la mirada no tarda en perderse en el infinito del océano, con el punto de vista puesto mucho más allá, donde se nos ha prometido que
“el que beba del agua que yo le daré, jamás volverá a tener sed. Porque el agua que yo le daré brotará de él como un manantial de vida eterna” (Jn. 4:14).
Como última ironía del destino, Soler nos invita a mirar hacia la gran montaña rocosa situada enfrente de la fuente; cuesta un poco verla, pero un grupo de piedras forman una gran cruz que, tal como relataban los palmeros de siglos anteriores, ubica la fuente. Ha estado, pues, oculta a la vista de todos, como si esperara
“el sonido de una fuerte cascada” (Ap. 19:6) y nos recordara cual es el verdadero manantial del agua de la vida.
Si quieres comentar o