Aquí, en la tierra del «sueño americano» (hace poco un grupo de teatro colombiano puso en escena con bastante éxito la obra «El insomnio americano»; insomnio que para más de 11 millones de indocumentados no termina de transformarse en sueño) se gana la vida cortando el césped y arreglando jardines. Como tantos profesionales graduados al sur del Río Grande que aquí trabajan en lo que sea. Hay médicos que cargan cajas, ingenieros que abren zanjas, abogados que atienden clientes en una tienda por departamentos. Profesores que sirven en un restaurante, tenedores de libros que venden flores en las esquinas o que conducen un taxi. Periodistas que venden pan en una panadería.
Este tiene una virtud especial: es ratón de biblioteca. No solo lee sino que devora los libros. Es un autodidacta nato. Siempre está leyendo varios libros a la vez.
A sus manos llegó, hace un tiempo,
Desesperanza, de Ana Rando, de Málaga, una de los nuevos autores que está formando ALEC, la Asociación Latinoamericana de Escritores Cristianos.
Un día este jardinero, que sabe cultivarse, me llamó por teléfono para decirme:
«Cuando empecé a leer Desesperanza por el principio, o sea, por Nabucodonosor, me dije: “Esto no pudo haberlo escrito la señora Rando. Tiene que haberlo copiado de alguna parte”». «¿Por qué?» le pregunté, extrañado. «Porque es demasiado bueno para que lo haya escrito una principiante».
Le iba a replicar, cuando prosiguió: «Pero seguí leyendo. Y a medida que avanzaba con los otros relatos, fui poco a poco convenciéndome que sí ella pudo haberlo escrito». «¡Vaya!», lo interrumpí. «¡Qué interesante! ¿Y por qué llegó a esa conclusión?» «Porque los demás relatos son tan buenos o mejores que el primero. Oiga», agregó, sentencioso, «esa señora tiene talento ¿eh?» Le iba a decir que sí, que efectivamente tiene talento, cuando me dijo algo que me sorprendió: «¿Y sabe una cosa? Esa historia, la de Nabucodonosor, deberían leerla todos los psicólogos, tanto los que enseñan como los que dan consultoría; sí, señor, todos. Está cargada de enseñanzas que se necesitan hoy más que nunca».
Yo ya había leído
Desesperanza y, como con los demás libros de la Colección Primicias de ALEC, había adoptado una actitud de reposado entusiasmo. Reconozco que por ser quien soy dentro de este movimiento, he perdido mucha de la objetividad que pudiera tener un lector como mi amigo el jardinero. Pero entonces, volví a leer la historia que tanto le había impresionado. Ahora, olvidándome algo de mi propia opinión y pensando más en lo que me había dicho él fui, línea por línea, desenrollando la trama. Y tuve que coincidir con su opinión. Y con la que yo ya tenía. Esa pieza literaria tiene calidad.
Para quienes no han leído aun el libro de Ana Rando y saben poco o nada de este personaje de nombre tan largo, Nabucodonosor fue rey de Babilonia por allá por los años 600 antes de Cristo. Emprendió campañas militares exitosas contra Jerusalén y los judíos, destruyendo la ciudad, llevando a buena parte del pueblo cautivo para que le sirvieran como esclavos.
En forma indirecta pero aparentemente consciente, desafió el poder del Dios de Israel profanando el templo y ensañándose con el rey ante cuya presencia dio muerte a los hijos de éste después de lo cual le sacó los ojos mandándolo en seguida encadenado a Babilonia, donde murió.
Ana Rando lo hace reflexionar así:
«¿Por qué Dios no impidió entonces mi victoria? ¿Por qué permitió que su pueblo fuese masacrado y llevado al exilio? Incluso los utensilios del templo fueron puestos en el templo de mis dioses como una muestra de que estos eran más poderosos y de que aquel Dios de que hablaban los hebreos había sido derrotado. Fui proclamado vencedor sobre él... Vivía feliz y confiado en la capital del reino. Ya mis conquistas abarcaban aun hasta donde no se podía llegar con el pensamiento. Fue con mi poder y para mi propia honra que construí la Gran Babilonia... Pero mientras estaba tranquilo y descansaba en toda mi prosperidad, él ya estaba tramando la peor de las venganzas. Mientras yo paseaba con aire distinguido, él se frotaba las manos habiendo decidido mi destino. Liberó al animal para que se apropiara completamente de mis actos. Lo alimentó durante mucho tiempo con vanagloria, orgullo, soberbia y crueldad y, cuando estaba pletórico de fuerzas, resolvió volverlo contra mí, permitiéndole que me suplantara».
El relato bíblico dice que, de acuerdo con la interpretación que hizo el joven Daniel de un sueño que había tenido, Nabucodonosor perdió la razón, convirtiéndose en una bestia del campo, situación en la que permaneció por siete años, después de los cuales Dios le devolvió la cordura.
Como consecuencia de esa experiencia, Nabucodonosor reflexiona así:
«Hoy reconozco mi error, el error que me condujo a la locura. No puede el hombre ser Dios. Si acaso podrá elevarse un poco por encima de las bestias. No puede el rey, por muy numerosas que hayan sido sus conquistas pretender haberlas logrado con su propio poder. Hay un mal irrefrenable en el corazón humano que lo lleva a desfallecer en anhelos inútiles e inservibles. Hay una inclinación permanente hacia la muerte mientras se aferra con todo su ser a la vida... He regresado de tierras de oscuridad para darme cuenta de que siempre he morado allí. Se me ha permitido destruir para que comprenda que lo difícil es edificar. Y se me ha dado la victoria porque soy tan cobarde que no hubiera podido soportar una derrota. Si hubiera permanecido en la locura se me habría hecho justicia. Nunca merecí la razón. Hoy reconozco que no puede el rey ser Dios, pero que Dios sí puede ser Rey. Rey sobre todos los reinos del cielo y de la tierra y que nadie jamás podría arrebatarle algo que Él no quisiera dar. Hoy reconozco que estuve loco».
El viernes 17 de agosto recién pasado estuve con un grupo de jóvenes de la Iglesia del Nazareno de Lima. Platicamos sobre el seminario-taller que llevaremos a cabo en el Perú en noviembre próximo; hablamos de la Asociación, de sus orígenes y de cómo había venido creciendo; de los autores publicados y de aquellos que están en vías de serlo. De la importancia de los libros y de los talentos escondidos que hay que desenterrar, tarea en la que nosotros estamos empeñados.
Y les leí Nabucodonosor.
A medida que avanzaba en la lectura, me di cuenta que todos los que escuchaban estaban metidos, completamente, dentro de la historia. Sus rostros así lo atestiguaban. Sus ojos fijos en mí. Inmóviles. Casi no respiraban. Verlos de esa manera y recordar las palabras de mi amigo jardinero fue todo uno.
Cuando terminé no fue necesario preguntarles su opinión. Sus expresiones eran más elocuentes que cualquiera frase que pudieron haberme dicho. Una foto contra mil palabras. Decir algo habría roto el hechizo. Así es que les pregunté: «¿Cuántos de ustedes piensan asistir al seminario?» Seis respondieron afirmativamente. Seis de doce. Magnifico.
Desesperanza seguía haciendo su trabajo. Un gran trabajo.
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