Hay otros muertos «matados» por oscuros instintos asesinos o desenfrenadas pasiones políticas y económicas cuyo desaparecimiento, después de años, sigue conmoviendo a quienes se sensibilizan ante estas acciones que horadan las bases humanitarias mismas del género humano. Una de estas muertes está por recordarse dentro de unos cuantos dias. Es el homicidio del presidente de Chile, Salvador Allende ocurrido la mañana del 11 de septiembre de 1973 a manos de un ejército instrumentalizado y dirigido por alguien que horas antes había jurado lealtad a la Constitución y a las autoridades democráticamente elegidas.
Aquel 11 de septiembre de 1973 marca el comienzo de la era más negra de la patria chilena. Un hombre pacifista, elegido por el voto popular, ingenuo, soñador y confiado, fue víctima del peor asedio del que se tenga memoria en la patria de Neruda (Otra de las víctimas cuya voz cadenciosa sigue oyéndose por todos los confines de la tierra.) Y acorralado en La Moneda por fuerzas dispuestas a detener lo que ellas veían como una peligrosa avalancha reformista que amenazaba con terminar con el estado de cosas tan favorables a sus intereses, cayó como los grandes. Como los que hacen historia de verdad. Sin embargo, Allende es, en cuanto persona, similar a Pavarotti o a Puerta. Se les quiso y se les quiere. Se les admiró, se les admira y se les recuerda. Posiblemente no haya estatuas conmemorativas para Puerta. En el caso de Pavarotti, sin embargo, ya se ha anunciado que el Teatro Municipal de Módena llevará su nombre. Y seguramente en numerosas ciudades del mundo habrá calles, teatros y coliseos que se bautizarán o rebautizarán con el nombre del gran tenor italiano. En cuanto a Salvador Allende, no solo se le recuerda con cariño y respeto sino que muchos países y ciudades han perpetuado su imagen de diversas formas. A sus asesinos, sin embargo, sus alguna vez seguidores tratan de olvidarlos lo más pronto posible. Ya nadie los menciona. Y cuando alguien habla de ellos, es en algún tribunal donde se siguen investigando las muertes de otras de sus víctimas.
Nunca nadie le ha puesto Nerón a un hijo suyo.
Pero detrás de hombres como Salvador Allende hay una cantidad enorme y aún indeterminada de jóvenes que perecieron víctimas de la maldad de quienes en un momento dado se encontraron con un fusil en la mano y no vacilaron en usarlo para segar vidas de personas tanto o más dignas de vivir que ellos.
Entre todos los que pudieran recordarse al escribir estas líneas, escojo a uno a quien, por supuesto, nunca conocí. Su nombre: Eugenio Ruiz-Tagle Orrego, ingeniero, casado, una hija. Tenía 26 años cuando lo mataron en la nortina ciudad de Antofagasta. En su certificado de defunción se detalla la causa de su muerte con estas palabras: «Anemia aguda. Lesiones causadas por proyectil. Ejecución». Eugenio Ruiz-Tagle Orrego, un muchacho con toda una vida por delante, era gerente de una empresa estatal. Murió por creer en un proyecto condenado -por la fuerza de las armas- a un fracaso temporal. Su madre y su viuda, cuando lograron recuperar el cadáver, se encontraron con un cuerpo que mostraba las horribles torturas a que fue sometido antes de dispararle el tiro de gracia.
En sus últimas palabras pronunciadas desde la asediada casa de gobierno aquella mañana del 11 de septiembre, el presidente Allende habló de unas anchas alamedas que habrían de abrirse algún día para que transitara por ellas el hombre libre. Por muchos años hemos esperando la apertura de esas anchas alamedas. Pero me temo que la mayoría hemos cometido una equivocación en esta larga espera. Porque siempre creímos que las alamedas se abrirían en Chile. Pero no. No sería en Chile, sino que de alguna manera marcarían quizás el comienzo del sueño de Bolivar haciéndose realidad en otras partes. Porque mientras Chile sigue atrapado por las mismas fuerzas que provocaron el golpe militar de 1973, las alamedas están tratando de abrirse camino en la patria grande de Bolivar. Si creemos en la validez de esta percepción, estaremos atribuyendo a Salvador Allende la categoría de profeta social sin él habérselo propuesto.
Illapu, ese excelente conjunto musical chileno que ha sabido cantarle a la vida, al retorno a la patria extraviada, a la esperanza del pobre que nunca perece, a los «salvadores» de quienes nadie sabe quién nos salvará, le canta también al Presidente Allende. Y lo hace en una forma sencilla, simple pero conmovedora (*).
Que puede hacer un hombre que está solo
Solo como el mundo me refiero
Sino vivir este combate por la vida
Con tanta soledad que crece. Aumenta.
Y en el rumbo que toma su mirada
Que es la nuestra, nuestro pueblo
Nuestra herida que se abre en el país
La llave inmensa, el más perfecto
Es dejar atrás la muerte allá tan lejos.
Y es aquel su corazón que cae para siempre
Y es aquel que disparando para siempre
Amó la Patria y es aquel que en esta muerte
Abrió las anchas alamedas para siempre.
Un hombre disparando para siempre
Su sangre es mi canción, un nombre enorme
Deja latir su corazón que al verso llega
Y que otro hombre necesita en esta lucha
Y es aquel su corazón que cae para siempre
Y es aquel que disparando para siempre
Amó la Patria y es aquel que en esta muerte
Abrió las anchas alamedas para siempre.
Abrió las anchas alamedas para siempre.
(*) Puede escuchar o descargar la canción pulsando en la letra. Es un adudio en mp3 de 1´8 Mb.
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