Ya sé que el neoliberalismo pretende hacer suya esta seña de identidad y que le sienta muy mal que se le califique de neoconservador, soliendo protestar enfáticamente frente a dicha calificación. No obstante, como la mera protesta no es suficiente para dilucidar la no existencia se dicha identificación, se impone, pues, un breve repaso histórico.
A diferencia del liberalismo inicial que tuvo su origen en las clases emergentes de hace unos siglos, el neoliberalismo es hijo de las clases acomodadas de nuestra época. Procede de la reacción de las élites conservadoras norteamericanas a mediados de los años cincuenta del pasado siglo. De las élites beneficiarias de un sistema social y económico que habiendo cobrado carta de naturaleza a lo largo del siglo XIX por medio de la llamada revolución industrial se sintieron profundamente amenazadas.
Y es que, a pesar de su lejanía de la escena europea, el siglo XX les regaló dolores de cabeza sin cuento. El primero, el surgimiento a finales del segundo decenio del primer estado comunista. Luego, su recuperación económica entre guerras. Más tarde, la pérdida de China como colonia de facto y su caída bajo la bota comunista de Mao. Por último, el influjo de estos países y del marxismo en las masas del proletariado occidental y el expansionismo soviético en Europa y otros lugares del mundo. Sin olvidarnos de los ocasionados por el fracaso militar en Corea, la transformación del casino cubano en república marxista y la pérdida de influencia europea en Oriente Medio. Mención aparte merece el estupor causado por la pérdida de las elecciones del conservador W. Churchill en 1945, nada más terminar la Segunda Guerra Mundial a manos del laborista Mr. Attle, pérdida que fue considerada por los conservadores del otro lado del Atlántico, con total falta de realismo, como .expresión de la penetración del pensamiento marxista.
Pero no fue sólo lo que ocurría al otro lado del Atlántico lo que llevó a los conservadores a la acción. Lo que ocurría en su propio país también los incitó a la acción. No se sabe bien si por una sincera falta de realismo o por un posicionamiento estratégico, la cuestión es que las élites conservadoras norteamericanas vieron la penetración ideológica del marxismo en su propio territorio. Hasta en algunos de sus propios presidentes. Quien más, Franklin D. Roosvelt. Curiosamente, el presidente que sacó a los USA de una gran depresión que ha pasado a la historia no con minúscula, sino con mayúscula. La Gran Depresión; aquélla de principios de los treinta de la cual no se hubiera salido jamás con las recetas económicas tradicionales. Visto que las recetas conservadoras, perversamente liberales, puesto que sólo contemplaban la libertad de los grandes hombres de negocio y empresarios, aplicadas por su predecesor fracasaron estrepitosamente, Roosvelt decidió intervenir. Siguiendo a Keynes, economista británico de la época de no menor talla que Adam Smith, transformó al estado de mero observador del devenir de la economía en agente económico de primer orden. Por ello, y a pesar de que ninguno de los dos era anticapitalista, comunista o antiliberal, ambos fueron considerados como tales por los adalides conservadores.
Iniciaron una auténtica cruzada contra la supuesta, pero cierta según ellos, infiltración del pensamiento marxista, cuya manifestación más burda y temprana fue la caza de brujas desatada por el senador McCarthy contra sus compatriotas. Vistos ya a corto plazo los efectos contraproducentes de tal proceder, se cambió de estrategia. Se forjó una alianza conservadora formada por libertarios o anarco capitalistas, anticomunistas viscerales y tradicionalistas cuyo propósito fue la de recuperar el poder en manos demócratas desde hacía más de dos décadas mediante la construcción de un relato muy seductor: el de la libertad. Agrupados en torno a una revista de escasa tirada y pocos recursos, puesta en escena en 1955, la National Review, consiguieron, y eso hay que reconocérselo, incrementar su tirada de forma espectacular, el número de publicaciones y entidades afectas, así como un buen número de pensadores brillantes que, a base de magnificar el pobre intervencionismo estatal característico de las democracias capitalistas occidentales con la quintaesencia marxista y de repetir machaconamente que el Estado es el problema en vez de la solución, consiguieron articular un discurso embaucador que acabó con el Sr. Reagan y la Dama de Hierro instalados en el poder.
Como lo ocurrido con posterioridad es de sobra conocido, sólo me resta subrayar que la caída de los regímenes comunistas les ha ayudado en la tarea, puesto que se mire como se mire es el fracaso de un experimento que encarnó, al menos durante sus inicios, las esperanzas de progreso de la humanidad acabando en poco tiempo con el feudalismo, el analfabetismo y el hambre, y desarrollando la medicina y la ciencia hasta niveles totalmente homologables con los estándares europeos. Pero sería faltar a la verdad silenciar que los grandes beneficiarios de esta desaparición fueron los conservadores, quienes, además de saborear la aniquilación del enemigo, se encontraron con la oportunidad de recuperar las posiciones cedidas durante casi un siglo en aras de una supervivencia que en más de una ocasión no fue sólo ideológica.
Que se ignore esta filiación, que no se quiera saber o que, incluso, porque de todo hay, se niegue, nada añade o quita. Está ahí, simplemente. Y cuando las sirenas enmudezcan o el hechizo se trunque por la llegada del naufragio, cosa que inevitablemente ocurrirá, las clases medias y trabajadoras que de forma generalizada están asistiendo embaucadas al desmantelamiento lento pero inexorable de todas las conquistas logradas durante más de un siglo de lucha, cruenta en más de una ocasión, ya no tendrán tiempo más que para preguntarse por el qué y el cómo de su seducción.
“NO SOMOS POLÍTICOS”
Prestando mis servicios en una sucursal bancaria de una ciudad dormitorio de Madrid a finales de los años setenta, me cayó en suerte un director un tanto peculiar. Llegado a esta ciudad dormitorio por una serie de circunstancias que poco tenían que ver con la capacidad profesional presuntamente requerida para tal puesto de trabajo, no hacía si no que proclamar su apoliticidad. Franquista hasta los tuétanos repetía con pasmosa asiduidad que la política no le gustaba, que la política sólo eran politiqueos y que la política no era para él. Sin embargo, ni entre los empleados ni entre los clientes de aquella sucursal existía una persona más politizada. ¡Se pasaba el día hablando de política! Tan era así que, salvados las dos o tres primeras jornadas de trabajo, ninguno de nosotros dispuso de un solo momento para poder creerse su sempiterna soflama. Desde primera hora iniciaba su letanía que comprendía el repudio de Fraga y algunos otros personajes del régimen por liberales y el encomio de Arias Navarro y Silva Muñoz y otros como cabales hombres de gobierno. Amén de despotricar contra cualquiera que no perteneciera al núcleo duro del ya extinto franquismo.
Con esta pequeña introducción no quiero, como supongo ya habrán tenido en cuenta los lectores, decir que todos los que afirman no ser políticos sean iguales a este personaje. Lo que sí quiero subrayar y, además, con énfasis, es que quienes presumen de no ser políticos son, por regla general, los más politizados. Quienes más se significan en la defensa de una determinada política de partido y quienes menos tolerancia tienen hacia otras posiciones.
La inmensa mayoría de los evangélicos españoles de cierta edad nos hemos pasado las décadas del franquismo diciendo que no éramos políticos. Craso error. De un lado, porque aunque fuera en los círculos íntimos casi todos hablaban de la situación política; de otro, porque, se quiera o no se quiera y desde su sentido más lato y genuino, el hombre es un animal político. Sin saberlo y, desde luego, sin mala fe, se repetía el estribillo de no ser políticos por cuanto se identificaba el vocablo
política con todo aquello que tiene que ver con la lucha partidista por ganar unas elecciones, por confeccionar y administrar un presupuesto y con el chalaneo, que esto a lo que quedan reducidas en democracia las inevitables negociaciones cuando, como ocurre en los periodos electorales, las diferencias entre unos y otros se agigantan hasta lo irreconciliable y luego, claro, resulta hay que tragarse mucho de lo dicho, sobre todo si no se logra una mayoría absoluta. Pero política es más que eso. Es todo aquello que tiene que ver con la polis griega que era al mismo tiempo ciudad y estado. Con lo público. Con todo lo que afectaba a la ciudadanía, a saber: la guerra y la paz, la práctica de la religión, la enseñanza, el orden social, el bienestar... En resumidas cuentas, todo cuanto tiene que ver con aquello que hoy solemos denominar social.
Desde la perspectiva de la lucha por el poder, los protestantes españoles eran perfectamente apolíticos. No desde la perspectiva amplia y genuina del término. Su posicionamiento frente al franquismo que, en líneas generales, no tragaban y sus peticiones de libertad religiosa, de prensa y opinión no fueron precisamente actitudes apolíticas, por más que ellos así lo dijeran. Tan políticas fueron que obligaron al régimen a promulgar una ley de libertad religiosa con que salvar la cara en el foro internacional.
Dado este precedente, no me extraña que el canto de sirena del que hoy me ocupo haya seducido a más de uno. Suena a música celestial porque a primera vista parece coherente con aquello de que “no tenemos aquí ciudad permanente”. No obstante, y a diferencia de lo que ocurría con los protestantes españoles durante el franquismo, en este caso sí existe intención perversa. El neoliberalismo miente. Miente porque sí está interesado en alcanzar el poder, diseñar el presupuesto nacional, administrarlo y ejecutarlo, asegurarse el marco jurídico más favorable y, por añadidura, en regir los destinos de pueblos y naciones. Y tal como demuestra lo ocurrido hace bien poco en América del Centro y del Sur, así como la aventura del Sr. Bush en Irak, todo ello con sobrado descaro y pocos escrúpulos democráticos.
Jesús, a diferencia del neoliberalismo, jamás se planteó lo que podría hacer por las masas si él alcanzara el poder. Y si se lo planteó, tal como puede desprenderse de su tentación en el desierto, lo descartó inmediatamente. Su vida que fue política en el sentido lato antes mencionado, hasta el extremo de costarle la vida, fue perfectamente apolítica desde el punto de vista de su identificación con cualquiera de los movimientos políticos. Así debería seguir siendo. Lo contrario, tal como demuestran las experiencias de los partidos cristianos confesionales recientes, no es más que una aventura abocada al desastre: descrédito generalizado y líderes que dicen conversar con Dios, pero igual de venales que los demás, genocidas incluidos.
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