Estaba sentado ante una pequeña mesa, al centro de la cual había una maquinilla de escribir marca Remington fabricada en 1927 según me informé después. Pese a sus 80 años, la maquinilla se mantenía en tan buen estado que al usarla, el ruido que hacían las teclas era casi imperceptible. Un poco hacia el lado izquierdo de la mesa, había, calculo, unas doscientas hojas de papel tamaño carta y al fondo, pero a la derecha, dos libros cerrados. Uno era un diccionario que había perdido las tapas debido al uso y el otro un Nuevo Testamento.
Esta vez
su oficina era la calle y sus clientes, uno que otro peatón que se detenía, se acercaba, le explicaba lo que quería, escuchaba la tarifa y esperaba mientras mi hombre deslizaba una hoja en la máquina y sin mayor tardanza se ponía a teclear. Antes de cinco minutos sacaba la hoja, se la entregaba al cliente, recibía unos cuantos soles y a esperar al próximo . Mientras llegaba, estiraba las piernas por debajo de la mesa, se desperezaba, luego entrecruzaba los dedos de las manos, se los hacía sonar, los ponía a unas diez pulgadas sobre la cabeza, se afirmaba en el respaldar de la silla y suspiraba, satisfecho.
Lo estuve observando una hora exacta. Él me vio pero nunca se dio por enterado de mi presencia. Me lo imaginaba a lo mucho de unos 50 pero resultó tener 75. Pero 75 bien conservados. Nada de canas ni arrugas. Un bigotillo al estilo Clark Gable y un peinado con partidura al centro. A ambos lados de la cara caían sendos mechones bastante saludables aún. Vestía traje completo color gris con un leve brillo en las solapas, lo que daba fe de los años que llevaba sirviendo. Las mangas del saco las protegía con dos manguitas de una tela negra con elásticos a ambos extremos y que le llegaban desde la muñeca a un poco más debajo de los codos.
―¡Usted tiene que ser, sin duda! ―le dije, acercándome hasta su mesa de trabajo.
―Sí ―me dijo―.Yo soy.
Y luego, como si recién se hubiera dado cuenta de lo que acababa de decir:
―¡Perdón! ¿Quién tengo que ser yo?
―Pues, el Escribidor, de Mario Vargas Llosa.
Una especie de sombra de tristeza mezclada con abatimiento cruzó por su rostro al tiempo que me decía:
―Sí. Yo soy. O más bien debería decir: Yo era. O yo fui. Pretérito pluscuamperfecto del verbo «Adiós muchachos, compañeros de mi vida/ Barra querida, de aquellos tiempos…»
Y se echó a reír.
―¿Que ahora no trabaja para él?
―¡Aquello pertenece a la prehistoria, mi amigo! ¿Y a propósito, usted quién es? Porque no le encuentro cara de ser peruano, o boliviano. Y con ese acento parece… parece…
―Soy chileno, pero que conste que la culpa no es mía ―le dije, riendo también.
Sonrió. Al hacerlo, observé su dentadura. Parecía propia, no por haberla comprado sino por haber nacido con ella. Dos hileras de dientes blancos, firmes y bien cuidados. Una sonrisa agradable.
―Prehistoria ¿eh? ¿Y para quién trabaja ahora?
―Para Gabriel García Márquez.
―¿Para García Márquez?
―¡Sí, para él!
―¿Escribiendo novelas?
―No. Escribiendo cartas de amor.
―¿Y eso?
―¡Pues, eso! Cartas de amor.
―De Mario Vargas Llosa a Gabriel García Márquez ¿eh? No está mal. Me parece como que va subiendo de categoría.
―Sí. Y cuando consiga que me contrate la señora Rowling, después, me retiro.
―¿La señora Rowling?
―Sí, la señora Rowling, la autora de las novelas de Harry Potter.
―¡Oh!
―¿Sabe usted cuántos ejemplares se han vendido de Harry Potter? ¡335 millones! ¿Y sabe cuánta plata ha ganado la señora Rowling? ¡Mil millones de dólares! ¡Cualquier cochiná!
―¿Y cree que esa señora podría interesarse en sus servicios?
―¿Por qué no? Se interesó Vargas Llosa, sacándome de un oscuro rincón de mi querida tierra boliviana...
―Usted ya es famoso. ¿Busca más fama aún?
―¿Fama? ¡Ya la tengo! ¡Lo que no tengo es chavos!
―¡Ya entiendo!
―¿Y qué pasó con Mario Vargas Llosa? ¿Rompimiento violento o amistoso? ¿Renuncia o despido?
―Despido.
―¿No le importaría contarme los detalles?
El hombre guardó silencio. Agachó la cabeza, se pasó la mano por la frente y la subió hasta el pelo. Cerró los ojos por unos segundos; luego los abrió y mirándome fijamente, me dijo:
―¿Usted leyó «La tía Julia y el escribidor?
―¡Por supuesto que la leí! ―le contesté, prestamente.
―¿Y por qué tiene tanto interés en que le cuente estas cosas tan mías?
―Porque se da el caso que yo también soy una especie de pariente literario suyo.
―¿Cómo así?
―Pues, nada. Que un señor por ahí, pensando en Pedro Camacho precisamente, decidió llamarme como usted, Escribidor.
―¿Lo hizo de buena o de mala fe?
―¡De buena fe, por supuesto!
―Y usted ¿cómo lo tomó?
―Con soda.
―¿Está bromeando?
―¡No! Le hablo en serio.
―¿Dice que leyó la novela?
―Sí. La leí.
―¿Y qué fue lo que más le gustó?
―Bueno, la tía Julia parecía no estar tan mal en cuanto mujer.
―¿Y qué me dice de la confusión de personajes?
La pregunta me la hizo con un acento que sugería ansiedad; ansiedad por escuchar la respuesta.
Volví a observarlo en silencio. Su aspecto había pasado de taciturno a amargado. Noté que se entristecía. Y en esos pocos segundos, no logré entender por qué.
―Es que ―comencé a decirle―, escribir cuatro novelas al mismo tiempo, a cualquiera se le confunden los personajes.
―¿Cuatro? ¡Cinco!
―Bueno, cuatro, cinco, da lo mismo.
―¿Sabe usted, mi amigo, que los personajes no se me confundieron a mí sino que el que fue incapaz de tratarlos en la forma ordenada en que yo se los entregaba fue Vargas Llosa?
―¡No me diga!
―¡Sí, le digo!
―¿Entonces el accidente en el estadio no fue idea suya sino de él?
―Por supuesto que fue de él, por eso no tenía derecho de culparme ni de despedirme.
―¿Y por eso fue que lo despidió?
―¡Por eso, mi amigo! ¡Por eso!
Nuestra charla se vio interrumpida por un joven, con aspecto de estudiante de secundaria o primer año de universidad. Se paró entre él y yo y se dispuso a contarle su drama. Su llegada había sido tan de improviso que no alcanzó a percatarse que el Escribidor y yo veníamos sosteniendo una conversación.
Le dijo: «Mi novia ha decidido terminar conmigo. Me acusa que le he sido infiel y por eso está furiosa. Es cierto que yo salí un día de estos con una compañera que está enamorada de mí, pero yo no la quiero para nada. A la que quiero es a la Patricia, que así se llama mi novia». «¿Y qué quiere decirle?» «Pues que yo no tengo nada con nadie y que solo me importa ella, pero no le cuente que salí con aquella compañera; sencillamente obviamos el asunto y buscamos un arreglo sin tocar aquel punto». «Entiendo», dijo el Escribidor al tiempo que ponía una hoja en la maquinilla y se ponía a trabajar. Antes de diez minutos, se había ganado otros siete soles. El muchacho, después de leer la carta, sonrió satisfecho y habiendo pagado, dobló el papel, lo puso cuidadosamente entre unos cuadernos y se fue. Había llegado triste y ahora se iba silbando «El cóndor pasa».
La semana que viene hablaremos de mi propio periplo como escribidor, nuestro amigo nos dirá cuál es, a su juicio, la diferencia entre escritores y escribidores, hablaremos de libros, de autores, de terremotos, de ricos, de pobres, de la Lima de primera clase y de la Lima de segunda.
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