Todas estas asociaciones coinciden en denunciar el peligro de que la tiranía científica acabe imponiendo a la humanidad y al planeta unas condiciones insoportables para la existencia de los seres vivos. Por eso proponen la austeridad global y un cambio de mentalidad que permita sustituir el valor del dinero por el del respeto a la vida.
Esto debe pasar por un desarrollo sostenible como medida que fomente la solidaridad entre las distintas generaciones. El modelo ecologista actual propone que se contemple el tiempo no desde la perspectiva egoísta de nuestra generación, sino en función de la vida de nuestros hijos, nietos, biznietos y tataranietos. Esto sería una forma de cuidar de la carne de nuestra carne.
Pero al llevar a la práctica una visión así, se choca irremediablemente con las perspectivas reducidas que no contemplan la biosfera de la creación como un todo interrelacionado, sino desde un enfoque puramente nacionalista y estatal. Mientras los estados-nación sólo se preocupen de su propio territorio y de sus particulares ecologías privadas, la unidad de la humanidad así como el respeto a las múltiples relaciones entre todos los territorios del ecosistema global seguirán siendo utopías inalcanzables.
El dirigente histórico de Greenpeace International, David McTaggart, manifestó las siguientes palabras, en una entrevista realizada en 1991: “La mayor amenaza que debemos afrontar es el nacionalismo. En el próximo siglo, vamos a hacer frente a temas que no pueden resolverse nación por nación. Lo que tratamos de hacer es trabajar juntos internacionalmente, pese a siglos de prejuicio nacionalista” (Castells, La era de la información, vol. 3, 2000: 151). De ahí que la “cultura verde” que predican los ecologistas sea, a la vez, localista y globalista: localista en la defensa del espacio y globalista en la gestión del tiempo. Es lo que se intenta expresar mediante la famosa frase: “piensa globalmente, actúa localmente”.
Algunos activistas de esta cultura verde llevan a la práctica sus reivindicaciones por medio de acciones ejemplares no violentas que pretenden impresionar al gran público y hacer que esto termine con ciertas contaminaciones o degradaciones puntuales del medio ambiente. Apelando al sacrificio personal se dejan detener por la autoridad, se encadenan a las puertas de compañías que polucionan, arriesgan la vida sobre pequeñas embarcaciones neumáticas que se aproximan en exceso a grandes petroleros, se sientan sobre las vías del ferrocarril que transporta residuos tóxicos o boicotean las ceremonias oficiales para hacer que sus protestas sean escuchadas. Aunque alguna de tales acciones pueda extralimitarse, no cabe duda de que en general constituyen un testimonio público que contribuye a resaltar el valor ético del respeto a la creación de Dios, en una era en la que impera sobre todo el cinismo y el egoísmo generalizado. Creo que desde la perspectiva cristiana hay que reconocer la legitimidad de muchos temas que suscitan los ecologistas y colaborar en todo aquello que suponga ejercer como mayordomos protectores de la creación.
Desde luego,
quienes padecen con mayor intensidad las consecuencias negativas de la degradación ambiental son los países del Tercer Mundo. Muchas comunidades pobres y minorías étnicas se ven expuestas a la contaminación de su entorno o a la exposición directa a determinadas sustancias tóxicas, como consecuencia de la instalación de fábricas procedentes de los países ricos. Es verdad que estas fábricas dan trabajo a la población pero también contaminan más de lo que en sus países de origen se les permitiría. Es una realidad que, por todo el mundo, la pobreza constituye una importante fuente de destrucción de los ecosistemas naturales. De ahí que en ciertos países en vías de industrialización, sobre todo de América Latina, hayan aparecido grupos ecologistas que no sólo defienden la protección de la tierra, los bosques, ríos y mares, sino también los derechos humanos y la justicia social. De hecho, ambos aspectos está relacionados o se mezclan en una auténtica ecología humana y medioambiental.
Al peligro que supone para la naturaleza y la propia vida humana el desarrollo continuo de nuevos productos de la ciencia tecnológica, así como la producción imparable de residuos o la utilización desmesurada de los recursos del planeta,
se suma el grave problema de la falta de decisiones políticas que atajen todas estas situaciones. Es lamentable constatar cómo muchas de las medidas correctoras que se aplican se llevan a cabo en unos plazos y de una manera insuficiente. Cuando en las conferencias internacionales sobre medio ambiente se habla de los principales problemas ecológicos del planeta, como las alteraciones climáticas, deforestación, desertización, protección de la biodiversidad, disminución de los recursos pesqueros o incremento de los residuos tóxicos, todo el mundo parece estar de acuerdo en la diagnosis de los mismos. Sin embargo, las dificultades aparecen a la hora de comprometerse y firmar los acuerdos que proponen la reducción de la contaminación. Los primeros países en echarse atrás suelen ser los más ricos del mundo ya que no están dispuestos a revisar sus exagerados modelos de consumo.
Mientras esta situación se prolongue será imposible atajar de raíz los problemas ecológicos y darles una verdadera solución, si es que todavía se está a tiempo de ello.
Si las exigencias de lucro y el egoísmo de un estilo lujoso de vida, por encima de las posibilidades que la tierra puede soportar, continúan imperando sobre el interés colectivo de la humanidad, jamás se conseguirá el equilibrio ecológico. Lo que hasta ahora se ha estado haciendo es como poner “remiendo de paño nuevo en vestido viejo”, según la famosa parábola de Jesús. Los pequeños compromisos que se contraen son claramente insuficientes y lo único que ocultan son los intereses creados de la mayoría de los países industrializados. Las palabras del Maestro, aunque se referían a la antigua Ley de Israel, reflejan bastante bien la situación actual: “Nadie pone remiendo de paño nuevo en vestido viejo; de otra manera, el mismo remiendo nuevo tira de lo viejo, y se hace peor la rotura. Y nadie echa vino nuevo en odres viejos; de otra manera, el vino nuevo rompe los odres, y el vino se derrama, y los odres se pierden; pero el vino nuevo en odres nuevos se ha de echar” (Mr. 2:21-22). El peligro de que la tierra se desgarre o se derrame en un futuro relativamente próximo, sólo podrá desaparecer cuando el egoísmo sea desterrado del corazón de los pueblos.
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