«Sin memoria no hay identidad», dijo en 1989 Monseñor Cristian Precht Bañados, añadiendo: «Sin memoria no sabemos quiénes somos. Sin memoria divagamos desconcertados sin saber a dónde ir. Sin memoria no hay identidad».
Si Argentina gana la copa América que termina de jugarse en Venezuela este fin de semana, cruzo la Cordillera de los Andes y solicito mi ciudadanía en el país trasandino. Palabra que lo hago, como que me llamo Juan.
No me cabe la menor duda que el pecado más difundido hoy por hoy tanto dentro como fuera del ámbito religioso es la mentira. Miente la prensa, miente el comercio, mienten los gobiernos, miente el cura, miente el pastor, mienten los encuestadores, mienten los que ganan, mienten los que pierden, miente el creyente, miente el incrédulo. Miente el juez y miente el acusado.
Todos mienten. Con el éxito que ha tenido Satanás administrando este negocio, ya no tiene que preocuparse de machacar con otros quizás más escandalosos pero igualmente aborrecibles por Dios como la fornicación, el adulterio, el homicidio, la explotación del pobre por parte del rico, del débil por parte del fuerte, del que no tiene por parte del que tiene. La mentira, sin duda, ha sido a Satanás lo que Microsoft a Bill Gates o los almacenes Harrods a Mohamed Al Fayed. Se ha llenado de plata. Bueno, no precisamente de plata pero sí de almas caritativas que en algún estadio de sus vidas, hicieron de la mentira una compañera inseparable con lo cual calificaron para lo que dice Apocalipsis (21.8): «Pero los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los fornicarios y hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda».
El Concilio Vaticano II marcó una época de cambios dentro de la Iglesia Católica, los que habrían de ser más o menos radicales dependiendo de quién ocupara la silla papal. Juan XXIII echó las bases y Pablo VI siguió construyendo sobre ese cimiento. Todo iba bien. La iglesia descendía a nivel de pueblo, se abrían las ventanas a nuevos aires, se permitía la entrada por la puerta grande a la Biblia y el pueblo empezaba a relacionarse con ella, la misa empezaba a decirse en el idioma de cada país o región con lo cual se rompía el hechizo que producía el latín, lengua muerta pero hermosa (también las bellas se mueren), el sacerdote se ponía de cara al pueblo y se hacía acompañar en los oficios con laicos y estos, de pronto, se encontraban pasando de espectadores a protagonistas en algo tan trascendental para la vida como es la fe religiosa.
Pero
vino Juan Pablo II y cambió las marchas. De directa pasó a cuarta, tercera, segunda y ¡zas! Marcha atrás. Juan Pablo II trató de afirmar en el altar mayor a la Virgen María, frenó el avance de la iglesia popular e hizo lo posible por llevar a la iglesia a los viejos tiempos. Lo logró solo a medias. Ahora, sin embargo,
el nuevo Papa ha dado otro importante golpe de timón al declarar que la única iglesia verdadera es la Católica Apostólica y Romana. ¡Complicada la cosa! Sobre todo si entendemos que aquella declaración divina que dice que «donde hay dos o tres reunidos en Mi Nombre, allí estoy Yo, en medio de ellos» le da una ubicuidad definitiva a la iglesia y la ajusta, exactamente, con el concepto, también bíblico, de que la Iglesia de Cristo es un Cuerpo que agrupa a todos los creyentes en Cristo de cualquier nacionalidad y época sin que necesariamente medie una afiliación formal a entidad humana alguna.
Tarea difícil se ha impuesto el Papa.
Coartar la libertad del laico a participar en los oficios, devolver el latín a la liturgia, volver a encadenar la Palabra de Dios a los escritorios inaccesibles de los teólogos y, en medio de todo eso, procurar que el feligrés no opte por irse no proyecta un futuro muy tranquilo para la Iglesia Católica. Pero bueno. Confiamos que el poder y la misericordia de Dios sigan manifestándose en medio de ella y la luz de la Palabra siga alumbrando el verdadero Camino que lleva a la Vida.
Por estos días está sentado en el banquillo de los acusados el cura argentino Christian Von Wernich (curiosamente de ascendencia alemana). Se le acusa de haber supeditado su función sacerdotal a su ideología y, al hacerlo, haberse transformado en un perseguidor de los perseguidos, en un cancerbero de los encarcelados, en un ejecutor de los ejecutados, en un asesino de los asesinados. Esto no es nuevo. Y no solo privativo de los pastores católicos. Esto se vio clara y palpablemente también en Chile, antes, durante y después del golpe militar. Un segmento de la Iglesia Católica siguió la línea dura y persecutoria del cura Hasbún. Y otro, la de amor y justicia de monseñor Cristian Precht y del cardenal Raúl Siva Henriquez. En la comunidad evangélica, pastores, misioneros y laicos de la línea de los militares se identificaron rápidamente con los golpistas, transformándose sin demora en eficaces colaboradores para detener mediante la denuncia, el soplonaje y la muerte de los «izquierdistas» el avance de las reformas y cambios que propugnaba el gobierno del Presidente Allende. Hubo hasta Te-Deums de acción de gracias por los asesinatos y las persecuciones.
Muy pocos de ellos han sido llevados a los tribunales como ha ocurrido en Argentina (Y para muestra, un botón, el que lee, entienda.) Por eso quiero hacerme argentino. Hoy, sábado 14 de julio, anuncia la prensa de Miami que acaba de anularse el indulto al general argentino Santiago Riveros acusado de crímenes de lesa humanidad. Y que eso hace pensar que los dictadores Videla y Massera, también indultados esperamos que temporalmente, terminen pagando por sus crímenes. Por eso quiero hacerme argentino. Y, además, porque la presidenta de Chile, dizque socialista «resaltó la trayectoria de Chile en materia de Derechos Humanos», añadiendo que «todos debemos estar satisfechos de que Chile es uno de los países de América Latina que más ha hecho a favor de la reparación de las víctimas de violaciones a los derechos humanos y sus familias» («El Nuevo Herald», p. 1B). Yo le diría a la señora Presidenta: «Por eso, señora, por lo que acaba de decir, es que quisiera hacerme argentino». Porque si hay un país en Sudamérica que sí puede exhibir una trayectoria admirable de persecución contra quienes abusaron del poder, son los argentinos. Y, además, tienen uno de los mejores equipos de fútbol del mundo.
Por todo lo anterior, he decidido posponer la reseña que haga a otro de los libros publicados por ALEC.
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