Es un lugar rodeado de diques, que sufren en los días de lluvia más fuertes. De hecho, las zonas más antiguas de la ciudad, aquellas que los franceses capitaneados por Jean Baptiste Lemoyne fundaron por el año 1718, todavía se inundan. Cuando me acerco a la barandilla que da al río, junto al
Café du Monde, lo hago con timidez, sin despegar la vista de los líquenes de la piedra. En otros tiempos, el agua estancada fue causante de brotes potentes de malaria y viruela... y a veces la malaria resurge, haciendo que el país recuerde que no es enfermedad única del tercer mundo... es penoso que tengan que ocurrir las cosas en casa de uno, para moverse y buscar soluciones... el ser humano suele conducirse así.
Son sus casas de ladrillo, coloreadas de tonos cremas; el gentío que parece anclado en los años treinta; son sus clubs y sus farolas... son sus platos de ostras del golfo, y la jambalaya... toda esta amalgama es la que da a la ciudad la personalidad que no perderá nunca.
Hoy ceno judías rojas con arroz, que saben a los buenos momentos de la trompeta de Louis Armstrong(1)... los pocos que tuvo. Ceno, antes de ir a un lugar junto al río donde se celebra un bautismo al aire libre, al que todos estamos invitados. Eso decía un papel que me dieron esta mañana, nada más llegar. Doy un sorbo al té de hierbas (literalmente, las hierbas flotan en el vaso de trabajado cristal), y me enjugo el sudor con un pañuelo. En el interior de los locales, hace calor siempre. A mi alrededor, gente del caribe, europeos y turistas amantes del jazz en todas sus formas, charla, juega a las cartas, enciende puros, mira por las ventanas... observo los zapatos, los gestos de las personas... y no encuentro a nadie a quien me parezca en mi vestimenta, o en mis motivaciones para estar aquí. Me quito el sombrero y lo dejo sobre mi rodilla. Pasados unos instantes, que duran lo que unos sorbos al cristal con hierbas dentro, vuelvo a ponerme el sombrero, y me marcho.
Diez minutos más tarde, casi a escondidas, presencio junto al río la ceremonia de bautismo. Unos quince muchachos, la mayoría de color, destacan con sus largas túnicas blancas, que reflejan con fuerza la luz del sol, y da un curioso brillo a la escena. La hierba, o mejor dicho, las minúsculas gotas de agua descansando sobre la hierba, también confieren al lugar una atmósfera que descansa y estimula a la par el sentido de la vista. Lo cual impide que, hasta un buen rato desde mi llegada, no pueda percatarme de que los presentes se hallan descalzos, con los pies palpando la tierra.
El Mississippi está quieto, expectante. Un hombre voluminoso sostiene un gran libro entre sus manos, y habla a todos los presentes. Su voz llega hasta donde me hallo. En ocasiones, sus sentencias son celebradas con aplausos y vítores, que no van dirigidos a él. Dice que no podrán tener bautismos en esa zona en unos meses, pues tienen que limpiar el río, y él usa la noticia para ilustrar la limpieza que el ser humano puede beber del Creador, si se decide a probar su agua fresca y eterna. Como han hecho los que en ese momento van a hundir sus anatomías en el agua, como ejemplo de que están cubiertos de esa fuente vital, y de que sus vidas pasadas quedaron en el fondo, con las algas y las piedras y el barro, como anuncia el texto de Miqueas que tiene boca arriba, en el enorme libro. Una pandereta, un redoble de batería y unos aplausos, ahogan la voz del predicador, y dan comienzo a unos cánticos.
Los cánticos son un ejemplo de la adaptación de la música gentil al entorno cristiano, del mismo modo que en Europa se hizo con las canciones de marineros transformados en himnos. El sonido característico de la cuna del jazz, con esa batería trepidante, el trombón nervioso, que precedió al
ragtime(2), y robó elementos del
blues. Jerry Roll Morton, Kid Ory, Jimmie Noone... los mitos del jazz crearon (sin saberlo) esos himnos, jugando siempre al límite entre lo sagrado y lo profano (sabiéndolo).
Estos cánticos, creados para combatir el vudú, desde que Buddy Bolden creara arreglos para metal tomados directamente de la música popular, incitaban a mover los pies, a batir el torrente sanguíneo, a convertirse en barro.
Durante muchos años, el jazz fue tachado de música diabólica, y ahora, curiosa paradoja, ejercía la función de hablar de una Vida Nueva. Fue precisamente el Reverendo Daniel J. Jenkins de Charleston (Carolina del Sur) quien comenzó a romper las barreras entre el cristiano y el mundo del jazz, incluyendo programas musicales en el orfanato que fundó... programas en los cuales los jóvenes del orfanato eran educados en música religiosa y secular contemporánea, incluyendo overturas y marchas, como la que ahora hacía vibrar mi oído interno. Huérfanos precoces y fugitivos, algunos de los cuales tocaban
ragtime en bares y burdeles, fueron enviados al orfanato para su "salvación" y rehabilitación, y también para que hicieran su contribución personal a la música.
Finalizado el tiempo musical, los muchachos reconocen públicamente su salvación ya alcanzada por la fe en Cristo, y vuelve la pandereta, la batería, los trombones y el bajo, a llenar el lugar de su melodía increíble. Una melodía que también se emplea en los
funerales musicales, como los llaman por aquí, en los cuales una banda acompaña al difunto con himnos religiosos y música triste, y después del entierro, acompaña a los dolientes con música de
jazz autóctona, lo más alegre posible.
Me alejo del lugar unas horas después, cuando las trompetas son limpiadas y guardadas, sólo para seguir tocando en otro lugar.
Los turistas que pasan por Nueva Orleans se quedan con una frase para la ciudad:
laissez les bon temps rouler, que significa:
dejad que los buenos momentos duren.
Siento mi espíritu resquebrajarse, desparramarse. Es una sensación que uno necesita a menudo.
1) Este plato era el favorito del músico Louis Armstrong, quien solía despedir sus cartas con la frase: “red beans and ricely yours”.
2) Estilo musical, vinculado al jazz, que añadía un ritmo sincopado a la improvisación.
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