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No existe la «guerra santa» en la Biblia

La Escritura sitúa el origen de la agresividad humana en los mismos albores de la historia. Primero fue la desobediencia de Adán y Eva a la voluntad expresa de Dios, después el primer acto de violencia cometido mediante el asesinato de Abel a manos de su hermano Caín. Desde ahí, el mal se extendió por toda la tierra hasta que el Creador decidió poner un primer freno por medio del diluvio: “Dijo, pues, Dios a Noé: He decidido el fin de todo ser, porque la tierra está llena de violencia a causa de
CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz Suárez 06 DE JULIO DE 2007 22:00 h

A pesar de todo, el diluvio no consiguió erradicar el mal de la faz de la tierra y Yahvé reconoció que “el intento del corazón del hombre es malo desde su juventud” (Gn. 8:21). De ahí que manifestara que ya no volvería más a maldecir la creación por causa del ser humano, a la vez que les prohibía radicalmente la práctica común del asesinato: “El que derramare sangre de hombre, por el hombre su sangre será derramada; porque a imagen de Dios es hecho el hombre” (Gn. 9:6). El arco iris del firmamento constituyó para los judíos el símbolo de este primer pacto eterno entre Dios y el hombre.

DEL ARCO IRIS AL SINAÍ
Sin embargo, a medida que transcurrió el tiempo los seres humanos fueron olvidando este mandamiento divino y la violencia sanguinaria continuó siendo el pan nuestro de cada día. La guerra llegó a ser un elemento endémico del antiguo Oriente. La mayoría de los pueblos paganos que rodeaban a Israel tenían la costumbre de salir a la guerra cada año (2 S. 11:1). Los tenues rayos de la paz no lograban casi nunca abrirse paso entre las oscuras nubes de la violencia guerrera. Ésta se consideraba como algo normal y habitual entre unas sociedades formadas por agricultores o ganaderos que se enfrentaban por el control de la tierra. Hay que entender la historia de Israel y su comportamiento en ocasiones muy agresivo, no desde la perspectiva actual, sino sobre todo desde su propia realidad contemporánea y dentro del marco de las prácticas comunes de las naciones que le rodeaban. Los dioses paganos eran fundamentalmente guerreros. Sus luchas divinas se concebían como el origen de las guerras humanas. Éstas eran una prolongación de aquellas y cada país o ciudad poseía su propia divinidad que aparentemente les protegía frente a los demás dioses de sus enemigos. Es en este contexto donde se deben entender también las guerras de Israel.

La alianza del Sinaí le abrió al pueblo de Dios numerosas perspectivas bélicas. Es cierto que Yahvé les ofreció una patria nueva, una tierra prometida que fluía leche y miel, pero esa tierra debía ser conquistada primero mediante la lucha armada, porque estaba habitada por otros pueblos idólatras (Ex. 23:27-33). De manera que Israel conocerá “guerras de Yahvé” ofensivas contra los habitantes de Canaán, que poseían una cultura corrupta y una religión que adoraba a las fuerzas de la naturaleza. Por tanto, representaban una clara amenaza para la continuidad de la fe hebrea en el único Dios creador del universo. Pero también algunas guerras judías fueron de carácter defensivo, como las que se llevaron a cabo contra Madián (Nm. 31) y contra los opresores de la época de los jueces (Jue. 3-12) o, incluso, guerras de liberación nacional como las ocurridas en el tiempo de Saúl y David.

No obstante, lo que no aparece jamás en la Biblia es el concepto de “guerra santa”. En este sentido, de Vaux, escribe: “la guerra santa del islam, el yihâd, es el deber que incumbe a todo musulmán, de propagar su fe con las armas. Esta última concepción de la guerra santa es absolutamente ajena a Israel” (de Vaux, 1985: 346). El pueblo hebreo, a diferencia de otras culturas, combate por su existencia, no por su fe o su religión. Según la concepción del hombre del Antiguo Testamento, era Yahvé en realidad quien luchaba por su pueblo y no el pueblo quien peleaba por su Dios. Por tanto, las guerras judías del tiempo de Josué y los jueces no tenían como finalidad propagar la fe monoteísta sino pelear por la libertad y la existencia como pueblo. No eran guerras santas o guerras de religión.

Conviene aclarar, sin embargo, que desde la perspectiva bíblica los combates de Dios en la tierra no tenían como fin último la victoria temporal e incondicional de Israel. Sus triunfos son de otra naturaleza y persiguen otro fin muy distinto, la realización del plan divino para la humanidad. La guerra en el mundo bíblico es un drama humano que puede expresar el combate espiritual entre Dios y las fuerzas del mal. Yahvé lucha contra el pecado y contra quienes lo propagan. Por eso cuando el pueblo elegido le da la espalda a su Dios y empieza a adorar a dioses ajenos, Yahvé no duda ni un instante y lo combate igual que hacía contra los enemigos de Israel. Los cananeos fueron atacados por ser idólatras y enemigos de Dios, pero también porque ocupaban el territorio que se había prometido al pueblo elegido. De igual manera, las infidelidades de este “pueblo de dura cerviz” hacen que Israel reciba importantes derrotas durante su paso por el desierto (Nm. 14), con Josué (Jos. 7), en la época de los jueces (1 S. 4), con Saúl (1 S. 31) e incluso hasta los ejércitos paganos de Babilonia son utilizados por Dios para herir al pueblo de la promesa.

LAS GUERRAS DEL PUEBLO DE DIOS
Una ojeada al Antiguo Testamento en busca de las guerras que llevó a cabo el pueblo de Dios, puede poner los pelos de punta a más de un estudioso de la Biblia, si no se tiene en cuenta lo anterior. A primera vista resultan chocantes esas palabras que salen de la boca de Dios: “Pero si en verdad oyeres su voz e hicieres todo lo que yo te dijere, seré enemigo de tus enemigos, y afligiré a los que te afligieren” (Ex. 23:22); “pero de las ciudades de estos pueblos que Yahvé tu Dios te da por heredad, ninguna persona dejarás con vida, sino que los destruirás completamente: al heteo, al amorreo, al cananeo, al ferezeo, al heveo y al jebuseo, como Yahvé tu Dios te ha mandado” (Dt. 20:16-17). Sorprende cómo Jefté galaadita por cumplir un voto con Yahvé es capaz de inmolar a su propia hija sobre el altar (Jue. 11:30-40) y cómo sus soldados degüellan a cuarenta y dos mil fugitivos de Efraín (Jue. 12:5-6). Yahvé se muestra tan celoso de sus órdenes que castiga incluso a aquellos que le obedecen a medias y deciden respetar la vida de alguna de sus víctimas, como en el caso de Saúl (1 S. 15). Todos estos acontecimientos resultan difíciles de entender hoy, sobre todo cuando se comparan con los numerosos textos en los que se afirma que Dios es amor y misericordia. ¿Quién es el verdadero Dios, el Yahvé de los ejércitos del Antiguo Testamento o el Dios de amor que se manifiesta en el Nuevo?

Al leer estos hechos violentos que golpean los buenos sentimientos de los lectores contemporáneos, estamos en realidad repasando nuestra propia historia. La humanidad actúa eventualmente de esta manera. En determinados momentos se embriaga de locura fratricida y se torna cruel, injusta y violenta con el prójimo. El hombre de ayer como el de hoy lleva la agresividad escrita en el alma. Por eso Dios no tiene más remedio que presentarse ante el ser humano a través de lo que éste es realmente. Dios se muestra así al hombre antiguo porque el hombre era así. Tal es el precio que hubo que pagar para que la humanidad empezara a ser transformada. Como señalan el exegeta Paul Beauchamp y el psicoanalista Denis Vasse: “El hombre, a través de ese cristal que son sus propias lentes, ve a un Dios violento. Esto no quiere decir que no vea a Dios. En efecto, Dios no se hurta a esa mirada deformada. Dios acepta pasar por esa visión. Pero es para transformar lo que está deformado. Para transformar esa violencia y convertirla” (Beauchamp, P & Vasse, D. 1992, La violencia en la Biblia, Verbo Divino, Estella, Navarra, p. 12).

El pueblo elegido por Yahvé adquiere conciencia de sí mismo en el seno de un mundo sanguinario que no conocía la piedad. Hay que tener en cuenta que Dios toma al hombre en el nivel en que lo halla para revelarse progresivamente. No es que el Creador sea violento o ame la violencia. Quien era violento y lo sigue siendo, es el propio ser humano. Por eso Dios tiene que rebajarse, o abajarse, hasta la estatura moral y espiritual del hombre de aquella época veterotestamentaria para poder manifestarle adecuadamente su plan de la salvación. El Señor creador de cielos y tierra le tiende la mano a la criatura humana para levantarla poco a poco de su animalidad y hacer que crezca en racionalidad, moralidad y espiritualidad. Por eso toma en serio la condición en la que vive su pueblo y se muestra como un temible Dios guerrero capaz de matar a los primogénitos de Egipto (Ex. 12), capitanear a los soldados de David en la batalla contra los filisteos (2 S. 5:24) o aprobar la venganza destructora de Sansón en Gaza (Jue. 16). A los ojos del hombre de la Biblia, Dios no es violento a pesar de actuar así, porque no quebranta su alianza.

El capítulo nueve de Génesis es muy significativo en relación a todo esto. En él se explica cómo Dios hizo un pacto con el hombre y con los demás seres vivientes por el que se comprometió a no exterminar nunca más “toda carne con aguas de diluvio” (11) y, a la vez, prohibió que se derramase sangre humana (6). Las personas se habían vuelto muy violentas y Dios les dio un nuevo estatuto que limitaba tal agresividad. Hay pasajes en los que las leyes sobre la guerra pretenden contrarrestar la violencia incontrolada. Por ejemplo, si antes Israel practicaba el exterminio masivo de hombres mujeres y niños, ahora en sus batallas ya no debía eliminar a todo el pueblo sino sólo a los varones adultos (Dt. 20:13-14). Podía destruir las ciudades del enemigo pero no apropiarse de sus tesoros ya que éstos constituían el “anatema” o botín de guerra que era propiedad de Yahvé (Jos. 6:18-19). Si alguien intentaba apropiarse de dinero, oro o bienes del enemigo debía ser castigado mediante la pena de muerte, como ocurrió con Acán (Jos. 7: 21-26). Aunque, desde luego, todavía seguía habiendo violencia, se vislumbra ya un intento de regularla por medio de la ley. Se trata de la violencia legal que procura contrarrestar la monstruosidad de la violencia descontrolada.

Por supuesto que Dios condena toda injusticia de los hombres y toda violencia sanguinaria. Pero lo hace de forma progresiva y teniendo en cuenta el momento histórico en que vive su pueblo. Dios asume la ley del talión (Ex. 21:23-35) porque supone una evidente mejora sobre la venganza indiscriminada que se practicaba en los tiempos de Lamec (Gn. 4:15-24). Condena los crímenes cometidos por Israel contra las naciones vecinas, como deportar a todo un pueblo para entregarlo a Edom o abrir en canal a las mujeres de Galaad que estaban embarazadas (Am. 1). Se pone de parte de los hebreos oprimidos en Egipto pero también de los extranjeros que habitan con los judíos, así como de los huérfanos, las viudas y los pobres (Ex. 3:9; 23:9; Dt. 24:20-22).

La Revelación de Dios es gradual porque gradual y creciente es también el desarrollo del entendimiento humano. Al principio, su poder se manifestaba violando el curso natural de la creación, como en el fuego y la voz atronadora que salía del monte Sinaí (Ex. 19). Sin embargo, más tarde el profeta Elías llegó a comprender que Dios ya no actuaba en el huracán, el terremoto o el fuego sino como un “silbo apacible y delicado” (1 R. 19:11-12). De la misma manera, el Mesías prometido, que había sido imaginado como el Señor guerrero que “quebrantaría a los reyes en el día de su ira” y llenaría las naciones de cadáveres (Sal. 110), se convirtió paulatinamente en aquel carpintero de Nazaret que un día entró en Jerusalén “humilde y cabalgando sobre un pollino hijo de asna” (Zac. 9:9). Jesús triunfó sobre la violencia sufriéndola voluntariamente en carne propia. Tal es la Revelación progresiva de Dios al hombre.

Al final, después de tan dramática historia, Israel comprenderá que la guerra es un mal y aspirará a la paz universal. El salmista cantará que Yahvé es el “que hace cesar las guerras hasta los fines de la tierra..., quiebra el arco, corta la lanza, y quema los carros de fuego” (Sal. 46:9). Casi todas las promesas de los profetas de Israel indican que el pueblo debe superar la tentación de la lucha destructiva y aspirar a la salvación que supone la paz mundial. Hay muchos versículos en el Antiguo Testamento que entienden la derrota del mal precisamente como la desaparición de toda guerra. El futuro escatológico curará la violencia que existe entre los hombres así como entre los animales y “el niño de pecho jugará sobre la cueva del áspid” (Is. 11:8). El recién destetado podrá pastorear animales reconciliados por haberse hecho herbívoros ya que será el mismo Dios quien destruya para siempre al monstruo de la violencia.

De todo esto es fácil deducir el error que supone sacar textos bíblicos de su contexto sociológico e histórico, con la intención de fundamentar en ellos doctrinas o comportamientos en relación a la violencia. No podemos basarnos en la actitud del pasado para justificar políticas contemporáneas, pues esto sería actuar con ingenuidad y desconocer el modo en que Dios se reveló. Cada época tuvo su propia idiosincrasia, por eso el Señor se manifiesta en cada momento según las capacidades del ser humano. Israel sólo pudo prosperar en el mundo antiguo y ser el vehículo de la Revelación, mediante las acciones bélicas que llevó a cabo por orden de Dios. Probablemente sin aquella violencia, que hoy consideramos injusta y abominable, el pueblo hebreo se hubiera extinguido y la Palabra divina no habría llegado fielmente hasta nuestros días. Quizá la venganza genocida que practicó el pueblo de Dios en los albores de la humanidad fue necesaria para el establecimiento definitivo de Israel y para que de esta nación surgiera Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios que acabaría muriendo en una cruz para revelar la verdadera faz del Creador. Un Dios de perdón, misericordia y paz.

…Y LLEGÓ JESÚS
Con la llegada de Jesucristo las cosas cambiaron radicalmente. La guerra y la violencia fratricida dejaron de tener cabida en los planes de Dios. En vez del “ojo por ojo” el Maestro propuso “poner la otra mejilla”. ¡Qué cambio tan absolutamente sustancial! Después de Jesús ya no es posible quedarse con la imagen de un Dios violento y genocida. Aquel tiempo ya pasó junto con la ley del talión y el Nuevo Testamento nos muestra que la verdadera naturaleza del Padre no es, ni mucho menos, la del Yahvé de los ejércitos sino la que nos ofrece Jesucristo.
 

 


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