Tiempo de prodigios

Me balanceo y asomo medio cuerpo por la superficie, aún de madera, azul y amarilla del tranvía. El revisor sonríe al ver mis movimientos de colegial, yendo arriba y abajo, jugueteando nerviosamente con mi pelo y tratando de conservar todas aquellas emociones en un instante que pueda ser atrapado y almacenado, pero que inevitablemente se distorsionará, como lo hacen las imágenes reflejadas en los espejos del interior del vehículo.

Vivimos en un tiempo de prodigios donde los imposibles no existen.

Precisamente, después de calmarme, y relajarme sentado en el banco de madera, viendo la calle inclinarse y aplanarse varias veces, con un libro corto de Paul Auster(1) en las manos, miro con el rabillo del ojo y la chica que ocupa el asiento justo detrás de mí, lleva un libro grueso que recuerdo haber leído hace mucho. Un volumen titulado “Un hombre acabado”, de Giovanni Papini, que está descatalogado y no hay forma de encontrar.

El hecho de estar pensando en varios libros a la vez, en este novelesco vehículo, me transporta al recuerdo de caminar por los pasillos de aquella biblioteca en Irlanda. De esto hace ya meses. Un hombre se sienta al lado de la chica y se queda mirando también la cubierta del libro. Hablan unos instantes y amago con desentenderme de sus palabras. Algo que dice el hombre, de un nombre que no he podido rememorar, aunque sé que empieza por R., hace que vuelva a centrarme en ellos. No puedo evitar oírles reproducir, casi exactamente, uno de los diálogos que se encuentran en el libro de Auster:

-Lo crea o no - le dice el caballero a la joven-, he buscado ese libro por todas partes.
-Es estupendo –responde ella -. Acabo de terminar de leerlo.
-¿Sabe dónde podría encontrar otro ejemplar? No sabe cuánto significaría para mí.
-Éste es suyo -respondió la mujer.
-No... y... pero es suyo.
-Era mío -dice la chica-, pero ya lo he acabado. He venido hoy aquí para dárselo.

El hombre recoge el libro, y no sabe cómo agradecerlo. Por unos segundos, podría haber caído en mis manos. El libro tenía que ser para él. Para cada uno de nosotros se ha escrito un texto, se ha cumplido una obra.

Sé que quizá debería registrar aquí otras cosas más importantes de esta ciudad increíble. Sin embargo, la impresión que me apetece recordar es esta situación curiosa.

Vivimos en un tiempo de prodigios donde las coincidencias no tienen crédito alguno.

Hasta luego, San Francisco. Frisco, para los amigos. Que te vaya bien con tus hojas verdes, tus visitantes asombrados, y tu extraordinaria geografía.

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1) Nota del T.: Se refiere a El cuaderno rojo.