El criminal se convierte así en paciente del terapeuta o en cliente del asistente social y por tanto se diluye el problema de la culpabilidad. Nadie es ya responsable de sus actos pues siempre habría múltiples condicionantes externos. Y como la prisión no rehabilita al delincuente, lo mejor es ponerlo en libertad cuanto antes para que sea convenientemente tratado por un psicoterapeuta a cargo de la seguridad social.
Esta manera de enfocar el problema de la violencia delictiva es la que predomina hoy en buena parte de la sociedad occidental. Se considera que la inmensa mayoría de los criminales, en el fondo, son buenas personas. Sólo que han tenido la desgracia de nacer en un ambiente problemático. Tal creencia absolutamente indemostrable lo justificaría todo, desde el robo millonario del oficinista que asalta el propio banco en que trabaja porque está convencido de merecer un sueldo superior al que le pagan, hasta el homicidio llevado a cabo por un muchacho que sólo desea apropiarse de un par de zapatillas
Nike. Cualquier delito vendría rodeado por una nube de atenuantes que desculpabilizaría siempre al criminal.
No obstante, el aumento de la agresividad en todas las grandes ciudades de la aldea global demuestra que este enfoque de la justicia penal está fracasando estrepitosamente. Una de las características que contribuye a la singularidad del ser humano es precisamente la de poseer un alma trascendente que le confiere libertad para realizar elecciones moralmente significantes. Cuando se pierde de vista tal realidad moral se despoja al hombre de su capacidad para elegir entre el bien y el mal. El sentido de la responsabilidad individual se diluye y la persona se degrada a la condición del animal, sin posibilidad de reflexión o de arrepentimiento. Al negar el pecado personal o el compromiso ético que cada persona tiene delante de Dios y de los demás, se difunde la creencia errónea de que no se es nunca culpable de nada y, por tanto, tampoco hay que rendir cuentas delante de nadie ya que la culpabilidad recaería siempre en algún agente externo al individuo. En el fondo, mediante tal actitud se le roba dignidad al ser humano pues se niega valor a sus decisiones personales.
¿Cuál es la causa del incremento de la violencia que se da en la actualidad? Se ha apuntado que la biología podría ofrecer una posible respuesta. Igual que los
lemmings, esos pequeños mamíferos roedores del hemisferio norte que, según se dice, se suicidan en masa cuando escasea el alimento, también el ser humano se volvería más agresivo y violento a medida que aumenta la población mundial. Es como si la masificación hiciera disminuir el valor que se concede a la propia vida y a la de los demás, generando una violencia ciega o psicótica contra las personas y contra todo lo que está al alcance. Según este planteamiento, el desprecio por la existencia humana obedecería a tales imperativos biológicos misteriosos que procurarían equilibrar la población mundial soportable por el planeta. Esto explicaría desde los holocaustos masivos hasta las automutilaciones particulares que se dan hoy en el corazón de las grandes urbes.
Es evidente que ante situaciones de aglomeración se producen tensiones que pueden provocar comportamientos agresivos neuróticos. Esto se ha descrito en numerosas especies animales, no sólo en los
lemmings sino también en monos, gatos, ratas e incluso seres humanos confinados durante algún tiempo en locales reducidos. De ahí la importancia de diseñar las ciudades y las viviendas con el espacio necesario para evitar que la densidad incremente las agresiones. Por otro lado, también se ha constatado la disminución en la producción de espermatozoides fértiles en aquellos varones sometidos a las tensiones del hacinamiento. Lo cual se ha interpretado como una estrategia propia de la naturaleza para luchar contra la superpoblación humana.
Sin embargo, no creo que tales experimentos con animales puedan decirnos gran cosa acerca de las guerras humanas. La agresividad del hombre es radicalmente distinta a la de los animales. En éstos domina el instinto de supervivencia, no el deseo de venganza o el odio visceral hacia sus congéneres. Es precisamente dicho comportamiento instintivo que les sirve casi siempre para ritualizar sus enfrentamientos o evitar así la muerte innecesaria de alguno de los combatientes, el que obviamente parece faltar en el ser humano, ya que éste no suele detenerse e incluso es capaz de exterminar a todo un pueblo o a su propia raza. Hay una diferencia fundamental desde el punto de vista moral entre la violencia de las personas y la de las demás criaturas vivas, que desautoriza cualquier explicación meramente biológica del comportamiento humano. La guerra no puede ser entendida desde la pura biología, sus raíces hay que buscarlas más profundamente en la naturaleza moral y espiritual del alma humana.
El siglo XX ha sido el peor período de la historia por lo que respecta a la liberación de las fuerzas satánicas de la violencia. Es verdad que la guerra ha existido siempre y que las masacres se han dado en todas las épocas. Desde la destrucción de Cartago y las Cruzadas medievales hasta la primera Guerra Mundial, pasando por la conquista de América, la Inquisición o la Noche de San Bartolomé, las matanzas de multitudes indefensas han constituido una nefasta mancha en el currículo de la humanidad. Sin embargo, los exterminios minuciosamente planificados parecen ser un descubrimiento especial de la segunda mitad de siglo pasado.
La muerte de millones de judíos durante el nazismo, la ofensiva del turco Talaat Bey contra los armenios, el
pogrom de Simon Petlyura contra los judíos de Ucrania durante la guerra civil rusa, los
gulags soviéticos, las explosiones nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki, la matanza del pueblo vietnamita de My Lai en marzo de 1968 por parte de un pelotón de soldados norteamericanos, los asesinatos en masa sobre la población civil efectuados en Camboya por los Jemers Rojos de Pol Pot, las acciones de Sendero Luminoso en Perú, la matanza de centenares de refugiados palestinos en los campos de Sabra y Shatila en Israel durante el año 1982, los miles de bosnios aplastados en una limpieza étnica realizada por el ejército serbio de Milosevic y tantos otros derramamientos masivos de sangre inocente sustentan la tesis de que en los últimos tiempos las matanzas son diferentes a las realizadas en siglos anteriores.
El poder sofisticado de la maquinaria bélica ha sustituido a la agresión individual. La razón de Estado pretende justificar cualquier locura asesina. Las ejecuciones metódicas del ojo por ojo se realizan de manera profesional, sin ira ni enojo. Un simple botón, un interruptor o la tecla de una computadora hacen aséptica la operación de matar. La intransigencia dogmática se reviste de verdad científica. Los antiguos sentimientos de culpabilidad ante el mandamiento bíblico de
“no matarás”, se han convertido hoy en una completa falta de arrepentimiento. Las masacres salvajes del pasado han dado lugar al exterminio refinado y científico del presente. Hoy se mata igual que antes pero de manera mucho más inteligente.
Aquellas palabras de Jesús pronunciadas cuando se estaba muriendo en la cruz: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc. 23: 34), indicaban que era la necedad de la multitud hebrea y de los verdugos romanos la ejecutante de su asesinato. El desconocimiento real de lo que estaban haciendo les había llevado a crucificar al Hijo de Dios. La necedad puede ser tanto o más peligrosa que la propia maldad. Como escribió el teólogo protestante Dietrich Bonhoeffer cuando acababa de ser condenado a muerte por Hitler: “debe tenerse mayor precaución frente al necio que frente al malo” (Bonhoeffer, 1969). El necio ignora la gravedad del mal que hace y por eso puede resultar mucho más peligroso que el malvado. Sin embargo, Jesucristo perdonó y demandó el perdón del Padre para aquellos necios que no sabían lo que hacían, pero acusó con dureza a las autoridades religiosas que oprimían a los humildes impidiendo que se acercaran a Dios, sabiendo de sobras lo que hacían. El Señor perdona al que “no sabe” pero responsabiliza directamente a quien comete el mal con astucia o de forma inteligente.
Las recientes masacres de la historia humana no fueron perpetradas por necios que desconocían el significado de lo que hacían, sino por militares o políticos sumamente inteligentes. Cuando aquellos que poseen un buen coeficiente intelectual se concentran en hacer lo malo, se convierten en soldados de Satanás con capacidad para exterminar metódicamente a la humanidad. Como escribe el profesor de Ética de la Universidad de Barcelona, Norbert Bilbeny: “El mal capital de nuestro siglo tiene su causa en la apatía moral de seres inteligentes. Por eso no les llamamos necios ni simplemente “idiotas”. El asesino de masas es, ante todo, un
idiota moral” (Bilbeny, N.,
El idiota moral, Anagrama, Barcelona, 1993: 21). Esta apatía moral de las personas cultas que conocen perfectamente el bien pero no les importa realizar el mal, es la que ha llevado a la aparición de tantos dictadores totalitarios y tantos dirigentes insensibilizados ante el dolor ajeno, el sufrimiento o la muerte en masa del prójimo. Son individuos que parecen estar vivos pero su alma inhumana y su negativa al arrepentimiento los convierte en muertos vivientes.
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