El tema es muy vasto, simplemente hay que recordar la existencia histórica, en el seno del cristianismo, de viajes misioneros en la Iglesia primitiva, de los cuales da cuenta el Nuevo Testamento. Esos viajes le imprimieron a la naciente Iglesia el carácter para trascender fronteras geográficas, sociales, étnicas y culturales. Damos un salto de varios siglos y nos encontramos con el auge de las misiones protestantes en el siglo XIX, sobre todo las de iglesias libres, es decir, las de agrupaciones de creyentes que
no se identificaban con la confesión religiosa oficial del Estado. Al llegar al territorio estadounidense los peregrinos que en Europa pertenecían al tipo de iglesias libres, tuvieron entre sus preocupaciones básicas la de extender sus creencias religiosas. Se organizaron infinidad de sociedades misioneras para enviar voluntarios a tantos países como les fuera posible.
En el caso de México, a partir del último tercio del siglo XIX arribaron al país misioneros metodistas, presbiterianos, bautistas y congregacionales, entre otros. Antecesores de todos ellos fueron John C. Brigham, congregacional, agente de la Sociedad Bíblica Americana, quien trabajó en México en los años 1824-1826; y James Thomson, que llegó a la nación mexicana en 1827, auspiciado por la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera, con el fin de distribuir la Biblia.
Hacemos otro salto, para situarnos en Chiapas, donde en 1926 se asientan John y Mabel Kempers, mediante un convenio que establecen la Iglesia Nacional Presbiteriana de México (INPM) y la Iglesia Reformada en América (IRA). El acuerdo fue firmado por ambas partes en 1925. Antes de los Kempers hubo varios misioneros extranjeros espontáneos en Chiapas, tanto norteamericanos como guatemaltecos, quienes a fines del siglo XIX y principios del XX trataron de difundir su fe en Tapachula, en las fincas cafetaleras del Soconusco y en Tuxtla Gutiérrez. Pero le corresponde a la IRA la línea con la mayor continuidad en el trabajo misionero en Chiapas, por lo que el año pasado esa denominación celebró ocho décadas de colaboración con la INPM.
Los misioneros de la IRA ya tenían casi década y media en Chiapas, cuando hicieron su aparición los del Instituto Lingüístico de verano (ILV). Este hecho le ha pasado desapercibido a prácticamente todos los “chiapanólogos” que se han ocupado de investigar el asentamiento y expansión del protestantismo en los pueblos indios de Chiapas. Casi siempre reproducen la afirmación de que el cristianismo evangélico llegó a los indígenas chiapanecos mediante los enviados del Instituto Lingüistico de Verano. No fue así, y de ello dimos cuenta en una serie publicada en
Protestante Digital.
Mientras los del ILV, que para realizar una parte de su labor -la de rescatar por escrito los idiomas indígenas- establecen convenios con los gobiernos, fueron objeto de severas críticas e impugnaciones por parte de los y las antropólogos nacionales; los misioneros de la IRA a territorio chiapaneco prácticamente han sido ignorados por los cuestionadores del ILV. Tal vez sea porque los de la IRA desde un principio buscaron colaborar con iglesias locales, sus cuerpos regionales y su liderazgo nacional, mientras el ILV presentaba su labor como más ligada a temas culturales y mantenía en bajo perfil sus tareas específicamente religiosas, lo que le valió acusaciones de encubrir sus verdaderos propósitos al trabajar entre los indígenas.
En el verano del 2005 se realizaron varias despedidas a una pareja de misioneros de la IRA, un matrimonio procedente de Holland, Michigan, y que trabajó por casi cuarenta años principalmente con los indios de Los Altos de Chiapas. Él, además de antropólogo, es teólogo y fue coordinador, junto con su esposa, de la traducción de la Biblia al tzotzil de Chenalhó. En razón de una investigación que tengo en curso (de la cual los lectores de
Protestante Digital tendrán un adelanto en mis próximos artículos), y que se ocupa de los actores de la expansión del protestantismo evangélico en Chiapas, he tenido varias conversaciones con esa pareja misionera.
En este ejercicio
me ha quedado claro que, por lo menos en su caso (que hago extensivo a la línea iniciada por la IRA en 1926) la explicación preferida por muchos críticos, en el sentido de que los misioneros son nocivos para las poblaciones indígenas, es errónea y hasta injusta. Es errónea porque no llegaron como agentes exógenos por sus ganas y por su cuenta, sino que fueron invitados por un grupo de indígenas para trabajar con ellos. Y es injusta porque al convivir en las mismas duras condiciones de sus invitadores, se identificaron con ellos, con sus aspiraciones, y les acompañaron en su búsqueda por hacer realidad sus derechos humanos, tan vulnerados por un medio históricamente opresivo.
Los misioneros, en particular lo(a)s que gastan sus vidas en décadas de servicio a los indígenas, llegan a fundirse con los sujetos de la misión. No les imponen unas creencias, sino que intercambian con ellos y ellas mensajes, convicciones y objetivos, hasta ser vistos por los “receptores”--quienes en realidad son sujetos activos y no recipientes vacíos en los que se pueda verter lo que uno quiera-- como uno de ellos. Es el caso de René y Carla Sterk, la pareja que hace casi cuarenta años llegó del norte. Por cierto, al parecer cuarenta años son un lapso cuasi normativo para los misioneros que han trabajado entre los indígenas de Chiapas. Cuarenta años estuvieron en esas tierras los primeros misioneros de la IRA, John y Mabel Kempers. Garold y Ruth Van Engen permanecieron de 1943 a 1978, dedicándose a servir a los tzotziles de Chenalhó. Samuel y Helen Hofman coadyuvaron en la obra de los tzeltales y tojolabales evangélicos, lo hicieron entre 1959 y 2000.
Cuarenta años permaneció allí otro misionero (1960-2000), el obispo católico de la Diócesis de San Cristóbal de las Casas, Samuel Ruiz García. Vale mencionar que una de las influencias de Samuel Ruiz para desarrollar su práctica eclesiológica y pastoral, además del Concilio Vaticano II, fue su comprobación de los magníficos resultados alcanzados por los misioneros protestantes en los pueblos indios de Chiapas, particularmente de Marianna Slocum y Florence Gerdel entre los tzletales. Y poco más de la mitad de ese lapso de cuatro décadas lleva en el lugar alguien formado en las aulas de la Universidad Nacional Autónoma de México, estudió filosofía, a quien han llamado de muchas formas, pero al que también le queda el título de misionero: el
subcomandante Marcos, misionero social y político del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, pero misionero al fin. Él llegó con ciertos objetivos, de los cuales sus
misionados se apropiaron y enriquecieron en el camino con su gran capacidad para hacer florecer un mensaje originalmente exógeno.
Chiapas, tierra fascinante para los misioneros.
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